En blanco y negro, La
Ciudad
Silvia Miguens
Ah,
yo te enseñaré a sentir, a caminar, a cantar La Ciudad.
Los
regresos, las partidas, un olor a punta de lápiz, a cuaderno nuevo,
a
bronce lustrado. (…)
A
veces, lo que es frecuente.
A
veces uno tiene deseos de esperar no sé qué.
Como
descender del tranvía para sentarse en el banco de una plaza que antes fue
cementerio.
Como
quedarse mirando insistentemente la lluvia que cae sobre el foco.
Como
escuchar la alcantarilla, y un fósforo.
Como
poner el oído en la columna de hierro para oír los lejanos, amarillos tranvías.
Así,
un día hace muchos años, todos estaban en la sala.
Fuera,
el agua desembocaba en la rejilla y la flor de la noche, abierta, se inclinaba
en la tierra.
Dije
sin querer una palabra.
Descubrí
ese clima entre el hombre y las cosas,
los
sueños y los elementos, que es la poesía,
(el
poeta no es un elegido, no, pero es un poeta)…
Raúl González Tuñón
De mi estadía quedan las magias y los retos,
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado
amor,
la humareda distante de la casa donde estuvimos,
y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que
no me conocieron.
Olga Orozco
A modo de prólogo
Dicen que hubo una vez un mar tan
confuso que al fin decidió abandonar toda pretensión y se dejó ir mansamente
río, entre ambas orillas. En el fondo,
el Río de la Plata, siempre supo que la madre-tierra conforma su cauce,
por lo tanto, igual que ella se arrogó marrones y bermejos sin dejar de lado
los sepia y, en ciertas tardes de soles curiosos, hasta se acicala de tierra
siena quemada. Así, con su aspecto quieto, el río echó a correr sus aguas y estas fueron soñando en colores,
hasta que un buen día dieron a luz una aldea que poco a poco se convirtió en
una ciudad que se supo tan eterna como
el agua y el aire.
La Ciudad, con ayuda del río y su furia
creadora, encaminó sus naves hacia la épica, hacia la poesía, hacia la música.
No conforme, también quiso ser musa. Condición que nunca abandona. Desde
entonces, para bien o para mal, fue tierra madre, cuna y derrotero de cada uno
de sus hijos, de los hijos de sus hijos, de sus propios antepasados y
viceversa. Fue musa de cada uno de los que devinieron poeta, y de los que nunca
llegarán a serlo. Pero supo que así, entre poetas, juglares, saltimbanquis y
prestidigitadores atendería siempre su juego.
Desde el primer momento, La Ciudad,
soñó con poetas. Se le antojó un tal Jorge Luis Borges, por ejemplo, lo soñó con fervor y a sus pies, rendido él ante
su belleza, y aún en la fealdad; lo anheló díscolo, alborotador, ingobernable como
a todo juglar. De igual modo añoró a todos los hombres y a todas las mujeres
capaces de habitar su suelo. Y sus calles, sus veredas, sus edificios, sus
parques y plazas.
“Los poetas con su intuición –según
dijera Raúl Scalabrini Ortíz- hablan desde hace mucho del alma de las cosas…”
Desde acá, desde el alma mía y el
alma de las cosas, intenté estos textos. Muy a mi pesar no soy poeta, no son poéticos.
Son apreciaciones personales, relatos con aire de cuento, o al revés, quien sabe, acerca de ciertos lugares e
historias de nuestra amada, vapuleada y tantas veces desbastada, Santa María de los Buenos Aires.
En algunos sitios a cuya vera me
instalé, en cercanas mesitas de algún bar, en un banco de plaza, o en el umbral
al pie de un zaguán, en el cordón de la vereda, contra una perdida ochava o un
viejo farol, pude ver y contar lo que imaginaba, o percibía, a efectos de
complementar lo investigado. Lo que se cuenta, lo que ya se ha contado. Contado
por otros que la han visto y observado a su manera. Estos escritos fueron
pensados en las entrelíneas, en lo que subyace en los libros de la ‘pretendida
verdadera historia’ de Buenos Aires, La Ciudad.
Muchas de esas historias me fueron
murmuradas por los espíritus que aún circulan entre las columnas, los capiteles,
las puertas y zaguanes, desde la copa de los árboles, las alcantarillas, los
subterráneos…las sabanas que sobrevuelan terrazas y balcones. Más allá de lo
esperado. Y, seguramente, más allá de lo imaginado.
No creo ser la única que acostumbra a
caminar y juega a contar historias nuevas de la ciudad vieja. O historias
viejas de la ciudad nueva. Para los que comparten este hábito citadino van
estas crónicas breves o relatos, en fin, mis percepciones contadas.
1
Antes de que La Ciudad fuera una aldea,
empezaron a rondarla los conquistadores. Allá por el siglo XVI, fue Juan Díaz
de Solís quien se descubrió a sí mismo orillando la utopía sin considerar que
aquellos hombres y mujeres que interrumpían su labor, durante aquel curioso
desembarco, vivían aquí desde tiempos inmemoriales. Hombres y mujeres a los que
La Ciudad en cierne, soñaba insumisos aunque leales, y acabaron por
devorarse al extranjero y a su tripulación. Voraces custodios los de la no
menos voraz e insumisa ciudad que bien pronto aprendió que la historia se gana
con sangre y supo de la zozobra que provocan los sueños que se concretan. En
1536, fue don Pedro de Mendoza el que arribo a sus orillas y la nombró Puerto
de la Santa María. La Ciudad, herida en su amor propio por ese conquistador que
a las orillas del Plata decidió reconocerla solo como puerto, lo sometió a la
hambruna. Mendoza acabó prendiendo fuego a todo y se largó con sus hombres río
arriba en búsqueda de aires más amables en Paraguay, donde fundaron el Puerto
de Santa María de la Asunción. La Ciudad, hubo de aceptar que nunca sería la
única ni la más hermosa. Cincuenta años más tarde, otro conquistador, don Juan
de Garay pretendió seducirla bautizándola Ciudad de la Santísima Trinidad, pero
La Ciudad venía ya acuñado su identidad como Buenos Aires y en esto nada
concedió. Así nos fuimos conformando, como un Puerto para comunicación de los
naturales, y La Ciudad creciendo de la tierra y el barro como frontera entre el
afuera y el interior, entre la pampa y el río, entre lo autóctono y lo foráneo.
2
Allá por el 1855, habiendo quedando
atrás las primeras disputas de La Ciudad con sus conquistadores, se decidió
construir una Aduana Nueva. Se demolió parte del fuerte y se inauguró también
un Muelle de Pasajeros. Cuatro años más tarde, bajo diseño del ingeniero inglés
Eduardo Taylor, se inauguró un conjunto de edificios en el que
funcionaban más de cincuenta almacenes de techos abovedados con galerías, faro
en la torre central de forma semicircular más un espigón de madera. Pero solo
podían operar buques de pequeño o mediano calado. Los de mayor calado fondeaban
lejos de la costa donde tanto personas como carga eran transbordadas en
lanchones a lo que se llamó la Aduana Taylor, si se trataba de
mercadería, y al muelle del Bajo de la Merced si se trataba de pasajeros
o al Espigón de las Catalinas que complementaba el acceso hacia el Sur con una
alameda destinada al tránsito de personas que finalmente eran trasladadas en
carretas al Hotel de Inmigrantes y luego de los inconvenientes de sanidad y
admisión, se los volvía a montar en carretas que rumbeaban por el Camino Viejo,
hoy calle Necochea, hasta el Alto, hoy San Telmo, o al Camino Nuevo, hoy
avenida Almirante Brown. Puede también que fuesen llevados a los corrales de
Miserere con destino a tierra adentro, otra de las fronteras que se fue creando
La Ciudad a la par de los suburbios en este “arrabal humano con leyendas que se
cantan como tangos…” según Homero Expósito otro de sus grandes poetas.
3
En 1870, la afluencia de personas
invitadas por el gobierno nacional en los consulados europeos, tomó tal
magnitud que provocó la necesidad y el proyecto de construir un Hotel de
Inmigrantes. Ese mismo año llegaron los alemanes del Volga, numerosas familias
campesinas alemanas que fueron desterrados, tiempo después que murió su
protectora, la zarina Catalina la Grande, princesa de origen alemán que
durante su reinado en Rusia les había ofrecido colonizar esas tierras a
orillas del río ruso. Cuando llegaron a este lejano puerto al Sur de
América, los alemanes del Volga, salvo el haberles facilitado el traslado
a la provincia de Entre Ríos para dar origen a nuevas colonias y hogares, no
pudieron gozar de ninguna de las comodidades ofrecidas por el gobierno argentino
en los afiches de los consulados europeos. El gran hotel de inmigrantes
era todavía un boceto. Por entonces solo se contaba con un edificio redondo y
gris de precarias instalaciones que fue destruido en 1911, por orden del
director de migraciones.
Al año siguiente recaló el lujoso
vapor Giulio Césare. Así como sus pasajeros, los de otros vapores, con sus
primeras, segundas y terceras clases daban idea a los inmigrantes de las
diferencias que deberían soportar de ahí en más. Los buques ostentaban
camarotes de lujo, pero de inmediato el pasajero común comprobaba la
falta de salvavidas y cuchetas, de comodidades insuficientes y de tan escasa
higiene que muchos preferían dormir en el suelo de la cubierta, a pesar de su
aire húmedo y frío. Nada cambiaba en aquellos afiches de invitación que se
repartían como panfletos, y publicidad, invitando a las familias a radicarse en
éstas tierras casi vírgenes; se les ofrecía cinco días de estadía sin costo en
el Hotel de los Inmigrantes, tiempo de gracia en el que se les dictaría cursos
de español, economía doméstica, el buen uso de las máquinas agrícolas y se les
practicaba un estricto control sanitario y de equipaje. Por último se les
facilitaba el traslado a la provincia que hubiesen elegido como nuevo hogar.
Fueron muchos los que así llegaron, y, en muchos casos, debían compartir
espacio en los barcos con el ganado en pie. De ahí nuestra historia, de ese
modo arribaron a Buenos Aires muchos de nuestros abuelos, cargando en su morral
y en la garganta no solo el regusto de la historia que pretendían dejar atrás,
al otro lado del océano, pera sin poder abandonar buena parte de la ideología
que, sin ellos imaginar cambiaría o iba a dar nuevo curso a la novel
historia de La Ciudad.
4
Infinidad de veces sucedió, porque La
Ciudad tiene sus propios vientos provenientes del río que la engalana, como si
quisiera liberarla, lavar tanto oscurantismo del pasado, del
presente y del futuro. Aunque en realidad, depende del humor con que el río
amenaza. Suele azotarla con múltiples ráfagas o arrullarla con unas
brisas. El viento Norte la acomete con calor y humedad, dando cuenta de una
inminente tormenta; el Pampero, se le opone o por lo menos lo enfrenta con
frescura, intentando quebrar el aire caliente con nubarrones y tormenta a
veces; otras, es seco, luminoso y frío o por el contrario levantan polvaredas
amenazantes. Entre los meses de junio y octubre puede suceder que ambos
vientos se enfrenten y estalla la Sudestada cargada de ráfagas frías y húmedas.
Este enfrentamiento de poder provoca violencia y oleaje en el río quieto
que, saliéndose de madre, inundando las calles más cercanas a la costa,
en los barrios bajos, sobre todo ha sido tradicional en la zona de La Boca y los
alrededores causando trastornos en el tránsito y el movimiento general de
La Ciudad. Claro que todo esto es un poco parte de la historia de Buenos Aires.
Muchas zonas han sido rellenadas para levantar lujosos barrios conformado con
edificios y nuevos desagües. Eso dicen, sin embargo, no faltó los últimos
tiempos en que las grandes lluvias y la Sudestada, parece haber vuelto atrás el
llamado progreso, y La Ciudad a los primeros tiempos de la aldea que intentaba
sobrevivir entre el agua y el barro. Aun resulta difícil lograr el equilibro
necesario; el río y los vientos se debaten en una puja de poderes,
desde el fondo, desde mucho más allá de los edificios de Puerto Madero, desde
mucho más allá de le Reserva Ecológica y la antigua costanera, para dar cuenta
además de su presencia ante la ingratitud de sus habitantes y la
modernidad que de a poco empezó a construir otra ciudad entre el río
marrón y La Ciudad misma.
5
Allá por el 1933, Charles Darwin escribió
en su diario de viaje: “La Ciudad de Buenos Aires es extensa, y a mi parecer,
una de las de trazado más regular del mundo. Sus calles se cortan en ángulo
recto y, como guardan las paralelas igual distancia entre sí, los edificios
constituyen sólidos cuadrados, de iguales dimensiones, a los que se llama
cuadras (…) La plaza ocupa el centro de la ciudad y a su alrededor están las
oficinas públicas, la fortaleza, la catedral, etcétera, y antes de la
Revolución también allí tenían su palacio los virreyes. El conjunto de esas
construcciones ofrece un hermoso aspecto aunque ninguna aisladamente, pueda
jactarse de su arquitectura”. Tal vez no mintió. Lo cierto es que la
Avenida de Mayo nace en esa Plaza y que ambas muestran una de las
mayores y primeras contradicciones de La Ciudad. La plaza simboliza la
revolución, los albores de la independencia de España y al mismo tiempo
se abre dando origen a la calle más española de Buenos Aires o de “La
Ciudad Bruja”, al decir de Lorca. Y no cabe duda que algo de magia, ensueños y
superstición destaca a la misteriosa Buenos Aires, porque guarda infinitos
secretos que custodian las palomas en cada mansarda de la Plaza de
Mayo. La Avenida de Mayo nace de ese misterio y los muchos secretos que
apaña La Ciudad, se abre paso entre el Cabildo que dio origen a la gesta
de Mayo y ese edificio que el gobierno comprara a un traficante de
esclavos y que luego obsequió al general San Martín que nunca ocupó
y hoy hace parte de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad.
Lo cierto es que, según una semblanza de Antonio Pérez Prado: “ Galicia hizo de
Buenos Aires la ciudad gallega más grande del mundo (…) y Buenos Aires hizo de
Galicia la más americana de las regiones europeas, la más argentina, la más
porteña”. Así somos, en ambas vivimos.
6
La Casa Rosada, ocupa el lugar que
hasta mediados del siglo XIX ocupó el primitivo fuerte de La Ciudad. En
el lado oriental de la Plaza de Mayor, trazado por la calle Balcarce, se
levanta la Rosada o Casa de Gobierno. Fue construida en dos etapas. En 1868, en
los inicios de la presidencia de don Domingo Faustino Sarmiento, él mismo
eligió el fuerte para instalar el Poder Ejecutivo. Se diseñó y construyó por
entonces lo que hoy vemos como ala sur. Al comienzo, improvisadamente
como casi todo iba resultando en La Ciudad, se pensó en albergar también en ese
sitio los correos. La práctica empezó a dar fe ya desde entonces de
que la dirección de un Estado requiere mayor papeleo y dedicación. Se decidió
llamar a un segundo arquitecto, que atendiendo a los lineamientos del primero,
proyectó y dio lugar a la construcción del segundo bloque, separado del
anterior, y que conforma hoy el ala norte de la Casa. Sin embargo,
fue imprescindible la participación de un tercero que unió con un arco central
los dos cuerpos, con tres pisos visibles desde el oeste, y un piso más, desde
el este. Al parecer, fue Sarmiento quien eligió el ‘rosa
colonial’ o, en el mejor de los casos: ‘rosa viejo’, para la pintura exterior.
Cuenta Horacio Vázquez Rial en su
libro ‘Las Ciudades’, dedicado a Buenos Aires: “Después de medio siglo de
degollaciones, fusilamientos, descuartizamientos y otros desastres mutuamente
infligidos por los miembros de los dos grandes partidos de la independencia, el
federal, cuyo color emblemático era el rojo, y el unitario, identificado con el
blanco, el gobierno de la organización nacional venía a erigirse por encima de
facciones y disputas: el rosa mezclaba y diluía los dos tonos extremos. ‘Color
sangre de pato’.” El color ha sido ratificado capa sobre capa, pese a que en la
década del noventa se perdió un poco el tono original. Sin embargo, aunque más
intenso, aun persiste aquel color sangre de pato, rosa viejo o en el mejor de
los casos ‘colonial’.
7
El Cabildo, aunque emplazado en el mismo lugar donde fue pensado por Juan de
Garay, no empezó a construirse sino hasta sesenta años después de su proyecto.
Por entonces se levantaron apenas dos habitaciones. Entre los años 1725 y 1764
fueron derrumbadas y se levantó el definitivo. Cumpliéndose el bicentenario de
su construcción inicial, el Cabildo, fue centro de los debates que llevaron a
perder el dominio de La Ciudad, cuando hasta ella misma fue seducida por los
higlanders que le izaron la bandera británica en mitad de la plaza. El sitio
duró 45 días, hasta que los criollos la reconquistaron, con la temeraria ayuda
de don Santiago de Liniers. No obstante los favores del quien de inmediato fue
nombrado virrey, por el mismito rey de España, los criollos le hicieron la
revolución y el Cabildo, aun a medio construir, se convirtió en la sede del
nuevo gobierno. Sin poder despegarse de la historia de La Ciudad, el Cabildo
que llegó a tener una cúpula cubierta de azulejos de Palais-Calais y once arcos
en cada planta, un día fue denostado en su aspecto hispano y se le
modificó su fachada, dándole un aire de arquitectura franco-italiana. Sufrió
interminables modificaciones durante los años 1861,1880, 1889, 1931 y 1940.
Cuando se ensanchó la avenida de Mayo, solo conservaron cinco arcos. A finales
del siglo XIX, el arquitecto Buschiazzo en base a documentos y pinturas de la
época pudo recuperar algo de la fachada original. Hoy es una miniatura, igual a
un troquelado infantil en cartulina. Apenas un símbolo y apenas otro símbolo el
aljibe en mitad del patio, rodeado de artesanos, mesas, sombrillas y servicio
de buffet; aljibe que, según se
rumorea, perteneció a la casa natal de
Manuel Belgrano, héroe de la gesta libertadora. Casi el único detalle que nos da la sensación,
cuando atravesamos el solar desde la
Avenida de Mayo hacia Hipólito Irigoyen y suena el carrillón de la Legislatura,
de alternar por un instante la inocente frescura de algún patio colonial.
8
Desde esa torre cercana al Cabildo, la del edificio de la
esquina Hipólito Irigoyen con Perú y de 97 metros de altura, proviene la música
del carillón. A simple vista solo vemos un reloj de 4 cuadrantes; entre esos
cuadrantes se está el reloj patrón que mantiene en movimiento la marcha del
principal y de otros cien relojes distribuidos por todo el edificio. Ese
mecanismo es el que da vida a cinco campanas, cada una con su nombre: La
Argentina, La Porteña, La Bemol, La Santa María, La Niña y La Pinta, ajenas al
Carillón. Si se quiere alcanzar la torre, por ascensor y luego otro tramo por
detrás del cuadrante del reloj la escalera que lleva al campanario, desde donde
no solo se puede ver gran parte de La Ciudad, y en días claros la costa
Uruguaya. El carillón, ensambla su encanto con treinta campanas fabricadas en
Alemania, en una aleación de bronce con estaño y cada una tiene grabado el
Escudo Municipal y las palabras “H. Consejo Deliberante de la Ciudad de Buenos
Aires. Entre todas el edificio carga con 27.350 kg. Allá por el 1931 era el
mayor del mundo. La campana mayor, es en tono ‘sol’ y la menor en ‘do’, además
de una pianola de madera, con posibilidades de ejecutar treinta notas
musicales, que además de las permanentes como la Canción de cuna de Brahms y
Noche de Paz, permite grabar nuevos rollos musicales, así pudo escucharse no
hace mucho tiempo atrás El Choclo, de Angel Villoldo, como parte de un festival
que, cada cuatro años, se lleva a cabo en el mundo. No obstante, el de la
Legislatura no fue el primer carillón de La Ciudad sino el de la Iglesia de la
Merced, con su escala cromática para lograr complejos acordes y sus diecinueve
bronces, es al carillón de La Merced al que mencionan Lepera y Discépolo: “Yo
no sé por qué extraña razón te encontré, Carillón de Santiago que está en la
Merced, con tu voz inmutable, la voz de mi andar, de viajero incurable que
quiere olvidar”. Pero nada es como parece tratándose de la palabra de los
poetas y según se ha dicho no se referían al primer carillón de La
Ciudad sino al de la Merced de Santiago de
Chile.
9
En la esquina de Rivadavia con
Reconquista Juan de Garay había levantado la primera iglesia del puerto de la
Santa María; también ahí fue el primer cementerio y el primer baldío mencionado
por sus antecedentes como Hueco de las Ánimas. Luego fue levantado el Teatro de
la Ranchería con exitosa actividad hasta que se incendió y tiempo después
ante la necesidad de continuar con las actividades teatrales se construyó el
primer Teatro Colón en 1857, decorado con esculturas y vitrales provenientes de
Italia y Francia, y de Gran Bretaña el techo de acero; teatro en cuyo primer
piso se encontraba la sede de la Mazonería. Luego se levantó el Hotel
Argentino, donde José Hernández escribió el Martín Fierro. Sin embargo, había
mayores proyectos para el Hueco de las Ánimas. Fue vendido a la Municipalidad, y
en 1888, buscando recaudar fondos para levantar el nuevo y actual Teatro Colón,
se volvió a vender se lo transformó en Casa Central del Banco Nacional. En 1891
tomó carácter de Banco de la Nación. A fines de la década del
treinta, épocas de gloria urbanística, el argentino Alejandro Bustillo empezó a
construir el edificio del Banco que no pudo terminar sino hasta el 1952. La
mole se destaca por unas puertas corredizas de acero que, según se dice,
durante la construcción y su levantamiento costaron la vida a varias personas.
La muerte siempre coqueteando con La Ciudad. El edificio ostenta un salón
central cuya bóveda ha sido superada por pocos edificios en el mundo, la
Iglesia de San Pedro en Roma, tal vez, y el Capitolio. Finalmente, el Hueco de
las Ánimas por el que seguramente siguen errando los antiguos espíritus,
no tuvo mejor destino ni más definitivo que el de convertirse en una caja
blindada de cincuenta metros de lado por cuatro de alto a prueba de
bombas, con más de cien mil cajas de seguridad pertenecientes a no menos
fantasmagóricos clientes del Banco de la Nación Argentina.
10
Desde los primeros tiempos de la
historia, la Plaza de Mayo tuvo un gran
protagonismo. Como toda plaza fundacional de cada ciudad de la América hispana,
es el centro histórico y quien dice histórico dice político. Directamente
relacionada con los albores de la Independencia, la Revolución de Mayo y de ahí
su nombre. A un año del acontecimiento que marcó un antes y un después en el
devenir de La Ciudad, la esposa de uno de los gestores de la revolución criolla
describe a su marido ya en el exilio los festejos de aquel acontecimiento:
“Buenos Aires, 25 de mayo de 1811, están todos en una gran función de acción de
gracias por la instalación de la Junta; (…)Han hecho arcos triunfales, una
pirámide en medio de la Plaza, aunque no la han podido acabar; mandó la Junta
de los Alcaldes del barrio pidan a los vecinos para hacer arcos y otras cosas,
que acredite el patriotismo de los vecinos, y que pongan luminaria doble a más de
la contribución. Yo no he dado nada porque como vos no estás (…) las gentes no
están gustosas porque no se ha visto en esta función la alegría que se ha visto
en otras, ha habido danzas en la plaza, músicas en los arcos y seguirán cuatro
por noches...” Durante casi doscientos años, y aun antes de aquellos momentos,
la Plaza Mayor de La Ciudad ha sido escenario de no tan diferentes reclamos y
ausencias. Sin embargo, pese a que hoy, como tantas otras plazas ostenta vallas
y monumentos enjaulados, no se agota el inexorable Camino de los Pañuelos
Blancos de Madres y las Abuelas, el 25 de Mayo del 2010, se podrá
festejar algo más que doscientos años de libertad con más de una
pirámide, arcos triunfales o luminarias, porque la Plaza Testigo guarda en sus
entrañas y en sus aires las cenizas de una de las tantas mujeres en lucha que
ya nunca habrá de morir ni podrá ser acallada: Azucena Villaflor. Tal vez logre
rezumar de frescura el aire viciado aún de pólvoras y el polvo alzado por
los cascos de los corceles abrumados por la obligación de correr a los
habitantes de La Ciudad, en las distintas épocas de la
azotada plaza.
11
Cuando Juan de Garay llegó a estas
tierras, trazó de una sola vez la cuadrícula destinada a la ciudad de la
Trinidad y Puerto de Buenos Aires. Así quedó marcado el emplazamiento que
daría origen a la secular Manzana de las luces. En 1568, desde Perú, llegaron
los primeros jesuitas con la intención de convertir a los aborígenes. Cuarenta
años más tarde concretaron su establecimiento en Buenos Aires, en la mitad
oriental de la Plaza de Mayo donde emplazaron su residencia, colegio e
iglesia. A mediados del siglo XVII, ante la amenaza de corsarios y
piratas sobre el Río de la Plata, se puso a La Ciudad en estado de
defensa. Por razones militares, el predio de los jesuitas resultaba doblemente
inadecuado, no solo porque su construcción estaba en importante estado de
deterioro, sino porque obstaculizaba el uso de artillería desde el
Fuerte. Resultó imprescindible entonces, en 1661, trasladar la Compañía
de Jesús a un nuevo predio delimitado por las actuales calles Bolívar,
Moreno, Perú y Alsina. Por debajo de la Manzana de las Luces, se construyeron
túneles que comunicaban con el Fuerte más adelante la Casa de Gobierno, con la
aduana y quien sabe con qué otros destinos, pero ciertamente construidos
como vía de salida hacia la costa de quienes pudieran quedar sitiados en el
antiguo fuerte y con ganas de lanzarse hacia río marrón. El de Buenos Aires,
puerto de salida imprescindible dio luz a La Ciudad como hija del contrabando,
pues al ver demorado su desarrollo a causa del monopolio comercial de Cádiz,
debía tomar recaudos para que según fuese necesario pudieran migrar
hombres, mujeres y otras mercancías. Hoy, es apenas otro museo con su tienda de
antigüedades que no pertenecen al lugar con dudosas referencias de su
origen y muy poco queda del original recorrido de sus túneles.
Permanece, eso sí, un silencio conventual en mitad del bullicioso
tránsito, demasiados vehículos para las calles angostas. Cómo podría
imaginar nadie, mucho menos don Juan de Garay cuando tomó su carboncillo
y trazó esa simple cuadrícula en un pergamino o solo con el extremo de su
espada, levantando el polvo y sin mayores expectativas, esbozó en el suelo un
cuadrado con círculos, cruces y referencias que, siglos más tarde seguirán
dando que pensar acerca de su probable intencionalidad con respecto a la
Manzana de las Luces.
12
A mediados del siglo XIX, desde el 1858, el café Tortoni
era un símbolo de la vida porteña. Uno o el más antiguo de La Ciudad, su
actual ubicación al ochocientos de Avenida de Mayo, es del 1894 aunque la
entrada principal por esos tiempos estaba por la calle Rivadavia. En la década
del veinte y el cuarenta, su dueño Celestino Courchet cedió la bodega a
esos hombres y mujeres del arte que de a
poco fueron haciéndose habitué. No solo poetas y escritores de culto, entre
ellos anduvo presente Carlos Gardel que, en 1927 cantó por primera vez a dúo
con Razzano, en homenaje a Luigi Pirandello recién llegado con su compañía de
teatro en el “Re Vittorio”. Por aquellos días la Argentina sufría la crisis
mundial y las peñas como la que se había constituido en la bodega del Tortoni,
eran un paisito acogedor al que acudía el mundillo cultural porteño buscando
confraternizar. Un grupo de intelectuales inauguró La Peña, que fue el primer
café-teatro de Buenos Aires, bajo la tutela de Benito Quinquela Martín y Germán
de Elizalde, verdaderos arcángeles de la paz. Cuando alguna discusión se
descontrolaba los mediadores echaba una señal a Alfonsina Storni que, de
inmediato, subía al tablado y recitaba sus poemas. Sólo así se calmaban las
aguas. En una ocasión, el escritor italiano Massimo Bontempelli le preguntó:
“¿Y usted que hace señorita?” y Alfonsina respondió: “Dirijo el tráfico en la
Vía Láctea”. Puede que en agradecimiento a esos tantos vidrios y mesas
que la Storni evitó que rompieran los beodos, o con más admiración que
reconocimiento, cuando Alfonsina murió, don Celestino Courchet decidió
vender el piano de la bodega para costear las exequias de la poeta, porque tal
vez con ella también moría la Peña. Pasados más de ciento cincuenta años la
bodega ganó cierta intelectual popularidad. En largas y alegres filas, ocupamos
buena parte de noches en las veredas del Tortoni y muchas otras de la
Avenida de Mayo, enfundados con nuestros abrigos, boina y bufanda, esperando
ver y escuchar al ángel gris, Alejandro Dolina. El tiempo pasa y es
siempre irrefutable. Hoy, podríamos compartir la vereda con los turistas que
esperan para entrar a beber chocolate o una leche merengada o cerveza y
tomar fotos de la madera de los muros cargados de cuadros de los días de
Gardel, Alfonsina, Lorca, Neruda, Girondo y Lange, de los Tuñón…
13
La del Tortoni no era la única peña
de aquellos intelectuales rondando los treinta y aquellos intelectuales y
artistas eran los mismos cruzaban al Hotel Castelar donde funcionaba “Signo”,
peña que se llevaba a cabo en el Grill del hotel. El motivo no era solo seguir
la noche y la juerga hasta la salida del sol sino acompañar hasta sus últimas
horas en La Ciudad, a Federico García Lorca, o ‘Federico El Bebo…che’ como
solía firmar el poeta que habitaba la habitación 704. En el
hotel, transmitía Radio Sténtor. Desde ella y para todo el que tuviera la
suerte de escuchar las primeras transmisiones radiales, Lorca acompañó en el
piano a Encarnación López, “La Argentinita”, que cantó entre otros temas: “El
café de Chinita”. En una de esas transmisiones Lorca se despidió de los
Argentinos: ‘Ahora, con ansias de estar entre los míos, me parece que dejo algo
de mi en esta ciudad bruja…” Pero el Castelar es aun más que
uno de los puntos de referencia y reunión de aquellos personajes en torno
a Lorca. Aunque marcadamente español, el hotel había sido construido en 1928
según los planos del arquitecto italiano Mario Palanti, el mismo que del
Palacio Salvo de Montevideo, el Palacio Barolo y la Nunciatura Apostólica de
Buenos Aires, entre muchos otros suntuosos edificios durante esas excéntricas
décadas porteñas. Se inauguró un sábado 9 de noviembre de 1929; ostentando el
primer comedor refrigerado de Sudamérica. Desde el comienzo funcionó como
hotel-restaurante, con entrada tanto por la calle Victoria o Hipólito Irigoyen
como por Avenida de Mayo. Era, por entonces, uno de los más altos de la
avenida con más de diez pisos. Manuel Mujica Láinez, describió el salón de
fiestas del primer piso como: “uno de los principales atractivos del Castelar
Hotel (...) con sus paredes revestidas con riquísima marquetería, con luz
cenital que llega a través de dos artísticos vitrales, este local, dada su
amplitud, belleza y confort, será el más indicado para la realización de
banquetes y fiestas sociales”. Quién más acertado para describir el lugar que
el exquisito Mujica Láinez. El detalle más evidente de tanta suntuosidad
nos recibe todavía hoy, con una recepción y salón comedor de 12 x
46 metros sin una sola columna. Con solo unos divisorios de cristal y las mesas
de entonces y el cuero suave de los sillones, y los espejos, como para no
olvidarnos que seguimos haciendo parte del alarde porteño, por eso nos
contemplamos en las paredes espejadas mientras alzamos la taza de café o el
chocolate. Imponente entrada, sin duda, sin por ello dejar de ser
cálida; ahí, en mitad de La Ciudad ajetreada, ruidosa igual a cualquier
ciudad europea, más española que ninguna.
14
Los 36 Billares, es otro de los rincones curiosos de La Ciudad. Fue
fundado en 1894, como uno más de los hoy considerados Bares Notables, que hacen
parte del bulevar ideado por el primer intendente porteño, Torcuato de Alvear,
que desde 1883 decidió la apertura de una avenida según el modelo urbano
parisino de Haussmann, con la finalidad de organizar el tránsito y de
unir simbólicamente la Casa de Gobierno, o Poder Ejecutivo, con el Congreso
Nacional, o Poder Legislativo Éste último recién inaugurado en el 1907. Claro
que aunque con muchas complicaciones las diez cuadras previstas por don Alvear,
de la Avenida de Mayo también conocida como Avenida de los Pleitos, de tantos
inconvenientes que causó su ensanchamiento, estuvo lista mucho antes. En medio de ese clima nació y creo su
propia fisonomía los 36 billares. También fue reducto de artistas, periodistas,
escritores, políticos y otros personajes no menos típicos de La Ciudad, que se
congregaban ya no solo en torno a una mesa de bar sino a debatir acerca del
mundo con el fondo musical de los tacos y las bolas de billar, inmersos
en una atmósfera de humo y bajo el haz de luz circular de las lámparas y
el paño verde. Infinitas historias han de perdurar en torno a esas mesas del
bar que, aunque remozado, podemos ver más allá del salón restaurante y su
tablado o pequeño escenario turístico, que al final del salón aún perduran esa
atmósfera como en blanco y negro, en sepias en realidad, no solo con sus
mesas de entonces sino con el pequeño salón sin remozar donde vemos seres
reales, aunque como abandonados por el paso del tiempo, jugando a los dados, al
dominó, concentrados en las viejas piezas del ajedrez o los
naipes gastados. Están además las mesas del sótano; fue centro de torneos
y encuentros internacionales. Entre sus más relevantes ‘cracks’, allá por la
década del 30, se contó con el profesor Andrés Urzanqui, que en una conferencia
elogió el invalorable aporte de lugar, que logró imponer el billar como deporte
y ese espíritu en cada jugador. Fueron muchos e importantes los habitué.
Allá por los años 40, como el creador de la revista Rico Tipo; o Juan Mondiola,
un exponente de la época, muchacho de café capaz de soñar que si le daba a la
bola correcta la suerte le cambiaría la vida
a partir de esa noche. Hasta aquí, algo de la historia más o menos oficial.
Pero como no todas lo son…rondando los años 50, el auge del billar hizo del
torneado de tacos de madera y virolas de marfil una tarea bien remunerada, por
lo menos para uno de esos soñadores muchachos que durante el día cumplía su
labor como empleado en la Junta Nacional de Granos. Pero al llegar a casa,
apenas después de la comida y hasta bien entrada la noche, complementaba el
siempre magro sueldo de empleado público con aquella tarea. Por entonces, la
empresa Casaban, proveía de taco a los 36 Billares y contrataba artesanos para
el tallado, en torno manual, de las virolas de marfil. Por lo tanto, el
empleado público en cuestión después de comer encendía la radio y empezaba su
tarea, tal vez con el fondo musical del Glostora Tango. Él torneaba el marfil y
su esposa lijaba los restos de las punteras hasta quedar impecables. Era el
momento de las reflexiones, de los proyectos, de algún que otro silencio más
elocuente que cualquier palabra. El niño de tres años y la niña de meses
dormían en el cuarto de al lado. Al mismo tiempo, tal vez, en el salón de
los 36 Billares, un hombre pasaba la tiza azul en la puntera de su taco,
seguramente una de esas mismas punteras, pensando una jugada. Sin embargo,
puede que el jugador pensara cosas no tan distintas a las del artesano y
su compañera. Pero el otro jugador esperaba la decisión de su contrincante, por
lo tanto el hombre debió abandonar el entizado y sus pensamientos para dar un
golpe certero con la puntera de marfil sin mácula de su taco.
15
A finales del siglo XIX llegó al país
Luis Barolo, un poderoso y progresista productor agropecuario que no tardó en
importar máquinas de hilar algodón y claro también a él pertenecieron las
primeras hilanderías de lana peinada y los primeros cultivos de algodón. En
1910, don Luis Barolo conoció al arquitecto Mario Palenti y lo contrató para
construir un edificio pensado para rentas. Para entonces, la guerra
destruía buena parte de Europa. Tanto Barolo como Palenti, que admiraban al
Dante, pensaron entonces conservar sus cenizas o por lo menos levantar un
edificio en su homenaje, inspirado en la Divina Comedia. Ambos eran
estudiosos de la obra y pensaron la división del Palacio como infierno,
purgatorio e infierno. Con nueve bóvedas de acceso, como las nueve jerarquías
infernales y nueve coros angelicales; sobre el faro la Constelación de la Cruz
del Sur. De cien metros de altura, como los cien cantos de la obra y veintidós
pisos, como veintidós son las estrofas de cada verso. Las citas grabadas en el
cemento pertenecen a la Divina Comedia y muchas más las alusiones y el
homenaje. El edificio fue inaugurado en la fecha de aniversario del
Dante. Hoy, la belleza no cambia ni los grabados ni el misterio de su cúpula.
Sus ascensores son un viaje incierto, detrás de sus puertas un verdadero cielo
o un verdadero infierno, cómo saber. Pensando en algo más cercano subí a uno de
los ascensores y bajé en el que imaginé como el último piso, caminé por
un corredor estrecho hasta enfrentarme a una ventana abierta, del otro lado una
habitación colmada de sedas, raso y plumas, bellas ropas y complementos de
Tango. Entré. Todo era Tango. Alguien con cierto aire o la galanura de la época
en que Barolo y Palenti soñaron el Palacio, me ofreció un café y un beso. Solo
acepté el beso. No se bailar tango, dije y sonreímos. El tango es apenas
uno de los círculos que nos separan. De inmediato, el Palacio Barolo cambió su
halo dantesco por uno no menos sobrenatural, convirtiéndose a mis ojos en
un arcano de mayor vértigo aún. Quién sabe a cuál de los círculos a los
que el Dante refiere tuve acceso esa tarde; si es que el lugar, los ojos del
hombre y el beso fueron reales.
16
Ángel Villoldo,
que nació en el 1868 y murió en 1919, en La Ciudad, Buenos Aires, fue sin
duda uno de los precursores del tango, y especialmente del tango como canción
de protesta. Por lo menos él lo puso en
marcha. Fue uno de los primeros aun sin saber qué era lo que escribía, recitaba
o cantaba y hacía bailar en sus noches de cabaret, que por entonces, tal vez,
tampoco fuesen nombrados como cabaret…De lo que sí estuvo seguro cuando
escribió el tango Matufias, allá por el 1903 es que en ese siglo apenas
iniciado ya “el progreso nos ha dado/ una vida artificial…”. Aun cuando
no existiera todavía el concepto de canción de protesta Villoldo fue uno de los
poetas que pusieron el ojo y más que el ojo la mirada, en todo cuestionamiento
social. Villoldo y el tango nacieron en un conventillo, la versatilidad de
ambos era resultado del devenir cotidiano y contestatario de los
inmigrantes, casi en su mayoría anarquistas, sumado al aporte de esas
incursiones y escapadas de los ‘cajetillas’ a los cabarets y prostíbulos en los
que encontraban mucho más que diversión, voces y discursos nuevos. El tango en
sus orígenes iba de la mano con el anarquismo, mano a mano con la protesta
social. Sarmiento, que asumió la presidencia el año en que Villoldo
nació, recibió un ataque de dos anarquistas italianos aunque dicen que el
presidente como era sordo ni se dio cuenta del ataque hasta que se lo contaron.
El espíritu ‘libertario’ subyace ya desde esa década del setenta y, Ángel
Villoldo fue creciendo a la par de ese espíritu que pisando la década del
veinte pareció alcanzar el clímax y pareció morir al mismo tiempo que el poeta,
pisando la década del veinte. El tango sobrevivió. Y con qué intensidad.
Dicen que el tango
‘Matufias’ podría haber sido escrito por Errico Malatesta, Lewis Mumford o Max
Stirner, como un himno a la vida sin contaminación que por esos años primeros
del siglo XX era ya objeto de añoranza y melancolía. Tango y
anarquismo van de la mano, por lo menos así era por aquellos tiempos primeros.
Muchos compositores como José González Castillo, padre de Cátulo,
Dante Linyera y Alberto Ghirlado, de reconocían a sí mismo como anarquistas,
muchos de ellos, además, relacionados con el grupo literario de Boedo.
Días más días menos, muchos otros fueron tras sus huellas o por lo menos
buscaron decir lo que aquellos mismos buscaron transmitir: Homero y Virgilio
Expósito, Homero Manzi y hasta la misma Libertad Lamarque. De todos modos
anteriormente, Ángel Villoldo reconociéndose libertario o no, supo
vislumbrar la verdadera historia que se daba en La Ciudad y en su entorno; pudo
vislumbrar los estragos del positivismo y el acatamiento general de la sociedad
a los discursos oficiales. A su modo y desde su lugar, Ángel Villoldo,
desde el patio de atrás o mejor aun desde algún patio central de conventillo
alborotado de inmigrantes recién llegados y influenciado con todos los colores
musicales que le rodeaban, instauró el tango como otro producto de la
modernidad; pero uno implacable, uno capaz y definitivo de dar testimonio
de su tiempo; de lo que todas esas novedades foráneas quitaban de
placentero y de genuino a la vida en La Ciudad. Con Matufias o El arte de
vivir, don Ángel nos dejó constancia, con una vigencia absoluta de lo más
genuino de aquel espíritu libertario que se intentó silenciar en esas décadas
primeras del siglo; espíritu que quedó disperso por cada rincón de La Ciudad
anticipando o dando pie y origen a temas como Cambalache, de Discépolo; Al
mundo le falta un tornillo, de Cadícamo; Tiempos Nuevos y Camuflaje. Hoy,
durante la primera década del siglo XXI, cumplidos los 100 años, el tango
Matufias, como los otros, no pierden vigencia.
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“Es el siglo en que vivimos/ de lo
más original,/ el progreso nos ha dado/ una vida artificial. / Muchos
caminan a máquina/ porque es viejo andar a pie/ hay extractos de alimentos/
...y hay quien pasa sin comer... / Siempre hablamos del progreso/ buscando
la perfección,/ y reina el arte moderno/ en todita su extensión. /La
chanchuya y la matufia /hoy forman la sociedad,/ y nuestra vida moderna/ es una
calamidad. / De las drogas hacen vino /y de porotos, café./ de maní es el
chocolate/ y de la yerba se hace te. / Las medicinas, veneno/ que quitan
fuerzas y salud/ los licores, vomitivos/ que llevan al ataúd. / Cuando
sirven algún plato/ en algún lujoso hotel,/ por liebre nos dan un gato/ y una torta
por pastel. / El aceite de la oliva/ hoy no se puede encontrar,/ pues el
aceite de potro/ lo ha venido a desbancar. / El Tabaco que fumamos/ es
habano por reclame,/ pues así lo bautizaron/ cuando nació en Tucumán. / La
lecha se pastoriza/ con agua y el almidón/ y con carne de ratones/ se fabrica
el salchichón. /Los curas las bendiciones /las venden, y hasta el misal/ y
sin que nunca proteste/ la gran corte celestial. /Siempre suceden
desfalcos/en muchas reparticiones,/ pero nunca a los rateros/ los meten en las
presiones. / Hoy la matufia esta en boga/ y siempre crecerá más,/ y
mientras el pobre trabaja/ y no hace más que pagar. / Señores, abrir el
ojo y no acostarse a dormir,/ hay que estudiar con provecho/ el gran arte de
vivir”.
Matufias, o el arte de vivir, de
Ángel Gregorio Villoldo
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La historia no es
nueva, es de hace mucho tiempo atrás, es de cuando había una vez una niña
hermosa que vivía a orillas de un río y que a los dieciséis años fue obligada a
casarse con un anciano de mucho dinero. Cuando él murió la muchacha quedó
viuda, joven y rica. Despertó todo tipo de pasiones, tanto que hubo dos
gallardos porteños que se la disputaron hasta las últimas consecuencias. Se
dice que fue la más bella mujer por estas orillas. Y tal vez lo fue. Por lo
menos por la Barracas de entonces. Lo cierto es que hermosa o no, le tocó
protagonizar un crimen pasional. Lo sucedido se vino gestando desde La
Postrera, su propiedad a orillas del Río Salado, justamente el día que se
inauguraba el puente que aun hoy lo cruza. No solo ese acontecimiento sino un
reguero de pólvora recorrió La Ciudad, a fines de aquel enero en la década del
setenta. La del siglo XIX. Cuando sucumbió al vértigo del triángulo
amoroso la viudita de Martín Álzaga rondaba los 26 años. Enrique Ocampo,
hombre joven perteneciente a una familia tradicional porteña la pretendía
formal y apasionadamente. Sin embargo, parece que Felicitas había ofrecido o
por lo menos aceptado ya los galanteos y amores de otro estanciero don Samuel
Sáenz Valiente. Cuando Ocampo se enteró del doble juego de la bella, decidió
esperarla ahogando su dolor en un último brandy y en el salón de su
enamorada. Aunque hay quien dice que la paciencia es el arte de la paz, aquel
día el canto de las cigarras tampoco el de las criadas en los patios y el
cacharrerío de la cocina ni el desorden de los peones que quitaban los arneses
y correajes a los corceles del coche recién llegado, amortiguaron la discusión
ni los disparos. Ocampo la mató y se suicidó. O también se dice que el que mató
a Ocampo fue un primo de Felicitas que también la amaba en secreto. Pasados los
primeros e inevitables comentarios los padres de Felicitas decidieron hacer
construir una capilla en su homenaje. Cuatro años más tarde frente a lo que hoy
es la Plaza Colombia, se inauguró la única iglesia de La Ciudad que posee
estatuas que representan a auténticos mortales: Felicitas
Guerrero con su hijo, muerto poco antes que su padre y al mismo don Martín de
Álzaga. Desventuras aparte, la capilla con su aire neorromántico y neogótico
que logró darle el ingeniero Bunge, marcó pautas en la arquitectura de la
época, convirtiéndose en patrimonio cultural de la, una vez más, azorada
y misteriosa Buenos Aires por la que deambulan fantasmas de tan diversos colores.
19
Entre la llamada
Calle Larga o avenida Montes de Oca al 800, Isabel la Católica, Brandsen y
Pinzón, vemos la Plaza Colombia, que lleva ese nombre desde 1937, con una
plenitud de verdes, juegos de niños y contradicciones. Este predio, vendido a
la municipalidad por la Señora Guerrero en 1908, en origen fue ocupado por la
Subintendencia Municipal de Barracas y la Dirección de Limpieza, finalmente
todo fue demolido para dar lugar a la plaza. En el centro, se levanta un grupo
escultórico obra de Julio César Vergottini, importante escultor vecino de
la zona, tenía su ‘castillo’ en la antigua sala de máquinas del Viejo Puente
Pueyrredón sobre el Riachuelo, donde vivió en la pobreza por treinta años. Pero
sus obras recorrieron el mundo y La Ciudad, el monumento de la Plaza Colombia
fue bautizado por don Julio como ‘De Barracas a la Patria’. Es un
mástil con cinco figuras masculinas en actitud de izar la bandera.
Fue inaugurado en 1940. Por esos tiempos conoció a Quinquela Martín, con quien
jamás se separaron e hicieron parte, junto a otros artistas del barrio, de los
legendarios encuentros del grupo al que ellos dieron en llamar la Orden del
Tornillo. La placa de bronce, fundida en la ciudad de Bogotá fue ofrecida en
1940 por el Gobierno de Colombia a Buenos Aires. Rondando el siglo XXI, la
esposa del entonces presidente Samper, viajó desde aquella capital para
inaugurar en la plaza una placa en homenaje al poeta colombiano José Asunción
Silva. Sin embargo, curiosamente, también puede verse otra placa: “En este solar
se encontraba la casa de don Martín de Álzaga, español residente de Buenos
Aires. Confabulado contra el gobierno patrio y fusilado el 6 de Julio de 1811”.
Una vez más, ni La Ciudad ni la historia agotan sus extravagancias. En el mismo
solar, años más tarde, fue construida la Iglesia en homenaje Felicitas Guerrero
y su marido don Martín de Álzaga. Nieto y heredero de aquel otro Álzaga, que en
el 1795 reprimió la primera conspiración contra el colonialismo y al que
por ser el principal negrero de La Ciudad se lo nombró “juez pesquisidor”, para
contrarrestar el “complot de los franceses” que pretendían llevar a cabo
una campaña contra la esclavitud; el Álzaga mismo que habiendo convertido su
casa en Cuartel General, con un ejército encabezado por él mismo, uno de
los héroes de la reconquista y defensa de La Ciudad en 1806 y 1807. Lo
cierto es que, cuando con sus hombres se dispuso a derrocar al primer gobierno
criollo, un esclavo lo denunció y aunque Álzaga alcanzó a huir, refugiándose en
la capilla de Santa Lucía, justamente ahí recibió todo el peso de la ley
divina, fue apresado y ajusticiado. Sin embargo, también puede considerárselo
uno de esos hombres solo leal a sus principios, sean los que fueren, al
rey de España, o a sus propios intereses y convicciones. Todo ha sido y
aun es, según el cristal con que la historia se vea.
20
Hay una calle de
La Ciudad que no tiene nombre, aunque tal vez haya más de una. En este
caso nace en la calle Lima 350 y acaba en la avenida 9 de Julio, frente
al Ministerio de Salud, entre Belgrano y Moreno. La escueta calle hoy sin
nombre alguna vez lo tuvo. Tres nombres en realidad. Allá por el 1812 se
le mencionaba como “La Calle del Pecado" y dicen que el nombre le fue
puesto como consecuencia del desgraciado romance entre una joven que vivía en
la zona, con un torero andaluz que la mató y de inmediato se ahorcó en la reja
de la casa, cuando ella no aceptó irse con él a España. Con el tiempo se fueron
instalando buena parte de los prostíbulos de La Ciudad pues a medida que las
familias patricias abandonaron el barrio, sus casas fueron convertidas en bares
y lugares de paso y divertimento. Allá por el año 1871, la Calle del Pecado y
sus alrededores fue la más golpeada por la epidemia de fiebre amarilla. Se
recuerda que los muertos eran unos 300 por día. Durante cuatro meses duró la
epidemia que arrasó con unos 14000 habitantes de La Ciudad. De todo aquello
quedan malos recuerdos y de todos sus muertos unas escuetas estadísticas.
En el año 1893 a la calle se la rebautizó como calle “Aroma” , nombre de
uno de los combates librados en Bolivia, en el 1810 y también tuvo sus épocas
en que se la conoció como “calle Fidelidad”, vaya a saber por qué. En la década
del treinta, con el ensanche de la avenida 9 de Julio, de la original Calle del
Pecado quedaron apenas unas plazoletas, y en el lugar donde estaban las
‘pulperías’ y los ‘prostíbulos’ se levantó el edificio del Ministerio de Obras
Públicas, a pasitos nomás del sitio donde Eva Duarte, un 31 de Agosto del
1951, a causa de su enfermedad renunció a la vicepresidencia de la Nación ante una multitud que reclamaba por
ella, en una de las entradas del
Ministerio, justo un año antes de su muerte. Sea como
fuere ‘De la Fidelidad’ o “Del Pecado” lo cierto es que aun la calle sigue sin
ser rebautizada.
21
De los orígenes
de la medicina en el país o el Protomedicato porteño, declarado
independiente del Protomedicato de Castilla a fines del siglo XVIII, a La
Ciudad le quedan solo recuerdos. Inaugurado veinte años antes, por el Virrey
Vértiz, estaba presidido por un médico llegado con la expedición de don Pedro
de Ceballos, don Miguel O’Gorman con ayuda de Francisco Argerich y José
Alberto Capdevila. Funcionaba en los bajos del edificio de la Junta de
Temporalidades, a los fondos de la Iglesia de San Ignacio, hoy calle Alsina, en
la Manzana de las Luces; sitio donde más adelante funcionó la Universidad de
Buenos Aires que dio a luz a los primeros médicos criollos. En 1858, a la
facultad se le asignó un edificio propio justo frente a la iglesia de San Pedro
Telmo, en el solar de los monjes betlemitas con esos dos antiguos magnolios
sembrados por ellos y que aún perduran. Colmados de flores blancas en contraste
con el verdinegro de sus hojas, los árboles aun bañan de luz y sombra el
enrejado, la vereda angosta, la empinada calle del Comercio hoy Humberto
Primero y el empedrado colonial. Pero no todo en la cuadra era armonía
por entonces. Las autoridades de la Universidad, a cargo del doctor Montes de
Oca, elevó una nota a la Academia de Medicina declarando que no se haría
ninguna intervención quirúrgica mientras se mantuviese enfrente el Hospital
General de Hombres, porque según manifestaban era un sitio miserable y sucio
donde primaba la locura y la indigencia como única enfermedad. Sea como fuere
para unos y otros, lo cierto es que aquel hospital de pabellones amplios en dos
plantas comunicados entre sí por el apacible patio con acacias fue trasladado
de San Telmo y dio lugar al Hospital de Clínicas.
22
“Donde San Juan y Chacabuco se
cruzan, vi las casas azules, vi las casas que tienen colores de aventura. Eran
como banderas, y hondas como el naciente que sueltan las afueras” escribió
Jorge Luis Borges. No cabe duda que en cada rincón de San Telmo,
Lezama o Balvanera, en La Ciudad toda, se recrean sus escritos. En cada barrio
hay compadritos, una esquina y un cuchillo, o por lo menos, entre las
sombras camina un hombre o dos, que así de compadritos se han soñado a sí
mismos. Pero en el caso de San Telmo, también llamado Altos de San Pedro, sus
primeros habitantes fueron los que se dedicaban a tareas portuarias. Y al
parecer ubicados a pasos de la Plaza Dorrego, en la calle Defensa, que según se
dice es la más antigua de las plazas. Sin embargo con el tiempo, fueron
ubicándose familias tradicionales en la zona como las de Domingo French,
Esteban de Luca, Esteban Echeverría entre otros vecinos ‘notables’. En 1806,
durante la invasión de los británicos, estos ocuparon buena parte del barrio
dando lugar a muchas anécdotas. Como la de doña Martina Céspedes que, con
una bravura común a las mujeres de la época, supo tomar prisioneros a doce
ingleses que entraron en su casa al parecer al lado de la Iglesia de San
Pedro Telmo, pero a uno de ellos le propuso matrimonio con su hija y por
supuesto el oficial inglés y la muchacha aceptaron. En época de Rosas, en la
calle Chacabuco se encontraba el Cuartel de la Mazorca y muy cerca vivía el
jefe de los mazorqueros don Ciriaco Cuitiño. En San Telmo, cada época da cuenta
de una historia en permanente cambio. Pero quizá el más notable es el que se
dio durante la epidemia de fiebre amarilla en 1871, cuando buena parte de esas
familias que habían pertenecido a la clase dirigente durante la colonia, la reconquista
y la revolución, fueron abandonando sus casonas para trasladarse a zonas con
menos riesgos en La Ciudad. Fueron justamente ésas propiedades abandonadas,
enormes y confortables las que poco después cuando el gobierno argentino
propuso abrir y favorecer el paso a la inmigración fue necesario subdividir,
convertidas en ‘Conventillos’, dando vivienda a muchas familias en una misma
propiedad. Típicas viviendas y habitantes que sin dudas cambiaron
definitivamente la fisonomía del barrio y La Ciudad. Hoy, aun perduran casi
como en aquel tiempo algunas de esas viviendas pero en su gran mayoría
fueron convertidas en galería de antigüedades, de arte, restaurantes y lugares
a la moda pensados para el arribo de extranjeros, claro que solo como turistas.
23
Casi donde el barrio de San Telmo se acaba se levanta un gran jardín
con ciento de espíritus en sus escalinatas que deambulan las colinas verdes un
tanto extrañas para tanta ciudad plana. En la parte más elevada del parque
entre los árboles, se alza lo que en su origen fuera la Quinta de los Ingleses.
En una primera época propiedad del un tal Mackinlay, luego del americano
Horne y al fin de Gregorio Lezama. Emparentado y relacionado con lo más granado
de la sociedad porteña, descendiente de un salteño no menos encumbrado y
adinerado, entre otras propiedades compra en julio de 1857 esta casa quinta
rodeada por las actuales calles Defensa, Brasil, Paseo Colón y Almirante Brown.
Hacía pocos meses que había fallecido su esposa, quedando con su hijito de 6
años, por lo tanto contrae nuevo matrimonio con su cuñada Ángela de Álzaga,
también viuda joven. Don Gregorio, transformó aquella residencia en una hermosa
casa de estilo italiano, macetones, estatuas, galería exterior, un
mirador hacia el río y La Ciudad y el gran caudal de plantas que hizo traer del
extranjero y lo convierten en un jardín botánico. Pero no duró demasiado el
período de gloria de la casona soñada y hermoseada por don Gregorio. Pues
empezaban a darse los primeros casos de Fiebre Amarilla o ‘Vómito Negro’. Su
propietario entonces ofreció aquella vivienda como lazareto. Pasada la peste la
casa le es devuelta por la Municipalidad. Con los años, fallecido su
esposo, la viuda de Lezama vendió a la Municipalidad la casona con su
hermoso bosque y jardín, de 76.500 metros cuadrados, siempre y cuando
fuese considerada como parque y con el nombre de su esposo. En cuanto a la
Quinta guarda parte de la historia del país y de La Ciudad, por eso la llaman
hoy Museo de Historia. Sin embargo, el museo de historia no alcanza, porque
buena parte del pasado de La Ciudad esta presente en los cafés que lo
circundan, en cada recodo del barrio, en sus conventillos devenidos en
anticuarios, en la muselina de los vestidos que se mecen al sol y al son de los
recuerdos que ventean los patios en damero, esperando ser comprados por algún
amante de lo antiguo; también la historia va al tranco por el empedrado de las
calles, en los restos de su arquitectura colonial, en algunos de esos cuartos
de azotea donde algún fantasma se asoma; alguna de esas almas todavía en pena
que cada familia patricia encerraba en un desván o torre, según Ernesto Sábato
fantaseaba desde una del Bar Británico: “El mirador, al que asciende por
una escalera de caracol, por la que lleva Alejandra a Martín, es como un
ingreso en la historia, con su techo deteriorado, su moblaje anacrónico y su
espejo de esfumada luna…” Y, quién no haya caminado el Parque Lezama
tratando de mirarlo con los ojos de Ernesto Sábato, que arroje la primera
piedra. Todo es posible en el parque. Hasta la presencia, una tarde de domingo
a la sombra de los árboles añosos, rondando los noventa, de un alemán con
barba, piercing y guitarra de concierto, Paco Liana, alborotó el pajarerío y
los curiosos con su versión inimitable del Ave María, sentado en las
escalinatas del anfiteatro, tal vez a modo de ensayo pues al día siguiente dio
un extraordinario concierto en el anfiteatro del Centro Cultural Recoleta.
Tantos recuerdos guarda el Parque, la calle de los maceteros altos…imposible no
regresar una y otra vez y según Aníbal Troilo: “He vuelto a aquel banco del
Parque Lezama, lo mismo que entonces, se oye en la noche, la sorda sirena de un
barco lejano…”
24
La Iglesia Catedral Ortodoxa Rusa de
la Santísima Trinidad es uno de los lugares enigmáticos de La Ciudad.
Deslumbrante, igual a la figura de un antiguo libro de cuentos, de esos
que al abrirlo. El zar Alejandro III, encomendó al presbítero Juanov y al
diácono Smechevsky oficiar servicios religiosos en una casa porque allá
por el 1888 unos inmigrantes cristianos ortodoxos sirios, rumanos y griegos le
reclamaron por su fe; mientras tanto, en Holanda, el padre Constantino
Izrastzoff, fue elevado a Superior de la Iglesia Rusa en Argentina,
contrajo matrimonio con una belga, Elene Buhay, convertida al cristianismo
ortodoxo y de inmediato fueron enviados a la Argentina. Izrastzoff
regresa a su país en busca de dineros que consigue, no solo en la casa
Imperial, sino que al sur de Rusia, en Mirgorod le donan los campesinos. Con
éste capital fue comprado el terreno y con planos similares a los templos
moscovitas de los siglos XVII y XVIII, fue construida la Capilla de la Legación
Imperial Rusa que se inauguró en 1904. De Rusia fueron llegando luego piezas de
gran valor, no solo en cuanto a lo religioso sino en lo artísticos, que
enviaban el zar Nicolás II y la zarina Alejandra. Cómo no echar a volar la
fantasía al observar las cúpulas con sus pinturas y mosaicos, con sus estrellas
doradas y esas cadenas que, en Rusia son protección contra los
fuertes vientos y nevadas que envuelven las cúpulas originales amenazando con
arrasarlas, pero en Brasil al 300 frente al Parque Lezama, las cadenas son
inútiles. Apenas simbólicas. O no tanto. Entre sus imágenes la iglesia cuenta con
la de Isabel Federovna, hermana de la zarina Alejandra y cuñada del zar Nicolás
que, como Catalina la Grande, nació princesa, alemana y protestante pero fue
bautizada para poder convertirse en Gran Duquesa Imperial. Pero Rusia le
ganó el corazón. Fundó y fue Superiora del Convento del Amor y la Misericordia
de Martha y María en Moscú y allá murió mártir en su fe cristiana ortodoxa. Una
de las cúpulas tiene su rostro, también en un perfecto estilo bizantino, pueden
verse las figuras del Zar y la Zarina. Pero los cuentos de hadas, aquellos con
hermosos príncipes y princesas, aun los troquelados con halos de oro y que nos
remiten a la infancia no se han llevado bien con la historia ni el
imaginario colectivo. De todos modos, al fin y al cabo, los zares rusos eran
príncipes y princesas alemanes, en la mayoría de los casos nacidos en
principados menores como sucedió con Catalina la Grande, que nada tenía
de rusa y por lo tanto tampoco heredar ella, ni los que la sucedieran, de
la casa real de los Romanov. No obstante, Catalina la Grande, siguiendo los
pasos de Pedro el Grande, a quien no había conocido logró transmitir a
sus descendientes una férrea voluntad para llevar adelante aquel reinado
y no perder el poder de los Romanov, dinastía a la que la historia
con su devenir inexorable le reservaba un final trágico y
definitivo. Ninguno de esos acontecimientos históricos ha impedido a La
Ciudad, tan cosmopolita como los porteños, guardar entre sus reliquias y
curiosidades la bella Catedral Ortodoxa Rusa levantada gracias a la
curiosa concordancia entre el zar Nicolás II, la zarina Alejandra
y parte del pueblo ruso poco tiempo antes de la Revolución Rusa.
25
En algunos sitios
de Buenos Aires es imposible saber qué cosas son reales y cuáles patrimonio de
la ilusión o la fantasmagoría. Y en eso se destacan los alrededores de San
Telmo. A la Plaza Dorrego, la llamaban Hueco de la Residencia, y hasta bien
entrado el siglo XIX fue paradero de carretas de los habitué que entraban
a los bares por una caña o una ginebra. O por ambas. Esas barracas donde
carretones, galeras y caballos descansaban después de sus largos viajes
atravesando el lodo de los juncales, aun perduran, solo que hoy son paradero y
solaz de caminantes, de turistas que otean el barrio desde los patios,
las terrazas, bebiéndose el sol y luna en la plaza. Una plaza sin verde, sin
canteros y sin flores. Pero en otros tiempos más lejanos todavía aquel solar
tuvo flores, cuando era la casa del gobernador bonaerense coronel Manuel
Dorrego, aquel que por orden del general Lavalle fuera asesinado por un tal
Navarro. Ya por entonces se reunían vendedores y productores claro que por esos
días no podían vender antigüedades. Los objetos devinieron en antigüedades con el siglo XX. Todo a la vista
del bar de la esquina de Defensa y Humberto Primo, el bar Dorrego que tienta los que pasan con platitos cargados de maníes igual que a las palomas. Ese bar, y todos los que rodean la
plaza, brindan amparo a los espíritus que cada tanto dejan a buen resguardo sus
pertenencias en cada uno de los anticuarios y se cruzan en busca de una
caña, un café o una gaseosa. Cómo negar esas presencias que se imponen cuando
nos detenemos a mirar los chales de seda, los vestidos de raso, las
levitas con moño, los sombrero de copa y esos guantes vacíos rozados por
el paso del tiempo, los chambergos o esas dos copas de champagne de
cristal en una bandeja de plata. Pero no todos los que deambulan por ahí están
dispuestos a crear lazos con los fantasmas, ni vislumbran la mirada de los
santos guardianes que con sus ropas de mármol les observan desde la
cúpula de la iglesia de San Pedro González
Telmo, y que también custodian la aun
más antigua iglesia de Nuestra
Señora de Belén, levantada en sus primeros tiempos por los jesuitas en el año
1734 y terminada por los padres betlemitas a fines del mismo siglo. Nada de eso
presumen los caminantes o tienen en cuenta si lo saben, pero sí se suman al
juego de las estatuas humanas inmovilizadas por el maquillaje y con una gorra a los pies para monedas, y al
de los bailarines de tango, que se
ofrecen como personajes-acompañantes en las fotos; pero poco y nada ven los que
pasan ni escuchan el redoble de las campanas o las tamboras ni los
antiguos candombes que subyacen en cada rincón de San Telmo, replegados o
silenciados por la vorágine turística.
26
Al pie de la Bahía Vuelta de Rocha,
del Riachuelo, se libró la batalla ganada al dominio colonial, por el almirante
Brown. Decisiva para la soberanía porteña. La historia siguió avanzando, claro
que proveniente siempre de las escalerillas de los barcos. Así fue como los
inmigrantes, en esa zona en su mayoría genoveses, fueron arribando y dieron al
barrio su tono pintoresco o estrafalario, según quien lo vea. Levantaron
sus casas al pie de un puerto atiborrado de buques y obreros portuarios en una
prolífica actividad que solo sobrevive en cuadros y postales. Pero
han persistido los colores de entonces, entreverados en su desarmonía o con su
propia armonía. Mostrando hoy un aspecto teatral, como si el teatro Caminito,
que concentraba o encajonaba la coloración del barrio apenas en cien metros
hubiera tendido sus brazos. Algunas casas son las de los días primeros, en que
la casualidad las fue apiñando a las unas contra las otras con sus parroquianos
asomados a los ventanucos o balcones; otras, se levantaron más adelante y aun
hoy, imitándose a sí mismas, repitiendo hasta el infinito las maderas, las
placas de zinc acanaladas y los tintes iniciales, casi hasta la saturación de
color. Salvo en las explanadas de cemento y ladrillos igualmente grises o en
los bancos que miran hacia el río. Pero el arrabal alberga mucho más que esos
aires de pobreza orillera y tango, en tonos expropiados al pasado y
reciclados para el goce fotográfico del turista. La Boca fue mucho más. Allá
por el 1884, abandonados por el ‘dios municipal’ aquel grupo de inmigrantes crearon
su propio cuartel de bomberos y, con iguales agallas, en 1902, pusieron en el
congreso al primer diputado socialista de América, don Alfredo Palacio. Hasta
don Benito Quinquela Martín, que por entonces contaba 14 años, aunque no podía
votar empuñaba sus ideales ganados en lo humilde de su origen y la politizada
vida barrial. Repartió volantes y manifiestos socialistas, pegó carteles y a la
par de todo el vecindario echó a volar papelitos de colores a la hora
de festejar. Aquel día, el candidato socialista, llegó a la Boca con
ochenta centavos en el bolsillo y luego de una hora de viaje que le
permitió dejar ir su mirada por cada rincón. En el barrio de La Boca, en
algunas de las placas de señalización de sus calles pueden leerse los nombres
de algunos dirigentes del partido socialista, entre otros don Enrique del Valle
Iberlucea. El dramaturgo Florencio Sánchez, haciendo alusión por aquellos días
‘reciente’ diputado Alfredo Palacios, manifestó: “Ahora, La Boca ya tiene
dientes”.
27
En aquel barrio
de inmigrantes, donde hasta los correntinos hablaban genovés, la calle
Magallanes era la elegida para vivir por los artistas plásticos, como Alfredo
Lazzari, maestro de pintura de Benito Quinquela Martín, Fortunato
Lacámera y Victorica entre tantos otros, hechizados por ese recodo de La
Ciudad: la Vuelta de Rocha, conocida también y casi con mayor exactitud como la
Plaza de los Suspiros. En la esquina de Magallanes y Garibaldi, donde se
entremezclaban el pasto con el empedrado y las vías del tren, solían
encontrarse el poeta y los hermanos Filiberto, músicos, con Lacámera y
Quinquela, que para entonces ya tenía su taller y vivienda en la terraza de
la escuela Pedro de Mendoza. En ese pedacito de cielo donde los
mascarones de proa y algunos de sus cuadros, dan fe del movimiento portuario
que rodeó a don Benito, desde su niñez en aquella carbonería en la que
creció. El adentro y el afuera del estudio se entremezclan es una
continuidad no exenta de magia. Los cuadros devienen en paisaje y el paisaje
deviene en nostalgias de sí mismo. No cabe duda que por el barrio ha
predominado aquel halo estético inconfundible, toda mirada recae en los hombres
a los que Quinquela quiso eternizar en la dignidad de sus labores. Obreros
portuarios que, aunque hoy ausentes, no han abandonado la bahía ni los
barcos aun los hundidos. No podemos dejar de verlos a cada paso, en cada
pequeño cuadro, en cada acuarela, en cada sueño de nuevos pintores. Aun
persiste la costumbre de pintar las casas con los colores de aquellos
restos de pintura de barco. Haber estrechado la mano de Quinquela
allá por el 1967, entrecruzando miradas y silencios ante los ojos atentos de
los mascarones de proa, vislumbrar el paisaje a través de sus ventanas
cotidianas, me marco a fuego la idea de que el lenguaje y la memoria del arte
superan cualquier testimonio de la historia oficial. El caserío de chapas, en
sus distintos niveles y muchos altillos continúan siendo reducto de pintores
forjadores de su entorno; coloristas y artesanos que los días de feria se van
impregnados de la patina con que el aire del río los unge. Así son las
cosas por ahí, así se queda uno después de visitar la Plaza de los Suspiros y
ver o recordar, no importa en qué contexto o
galería el cuadro preferido de Quinquela, su ‘Crepúsculo en el
Astillero’
28
La Isla Maciel
resiste al otro lado del Riachuelo y unida a él, por un servicio clandestino,
lentísimo y peligroso de botes y por un puente, o dos, varios al fin. Sin
embargo no abandona ese servicio regular de lancheros que cruzan a sus leales
parroquianos y a algunos domingueros. La Ciudad le da la espalda. La isla, que
tal vez no sepa que es tan útil a La Ciudad, carga con su pobre fama. Desde el
comienzo de la historia, se fueron asentando ahí frigoríficos, astilleros
y barrios con sus casas de chapa gris, cuadradas y algunas de dos plantas con
ventanucos, que se extienden hasta el Doke confundiendo los límites. El barrio
tuvo fama de ser el de la más baja prostitución y de la
delincuencia más feroz, refugio de fugitivos de toda laya. Triste cosa la fama,
triste esa reputación que se ganó o se le impuso ganar. Territorio prohibido
hasta para la policía. Su condición de polvorín y hábitat muestra
una traza poco isleña. Solo se la recuerda por los botes de colores en medio
del río, los remeros y esa estela en el agua como si aun fuese ser aquel
Riachuelo primitivo. Hace unos años, cuando aun las máquinas fotográficas no
eran digitales, tomé una foto como al voleo para terminar el rollo y poder
revelar por lo menos las treinta y cinco restantes. Una vez con las fotos en la
mano, descubrí un paisaje no visto. No del todo. Es una de esas fotos en
las que alguien no aparece pero estaba o que sin estar apareció, en el
papel fotográfico se destaca un fantasmal paisaje veneciano. El río reverbera
colores increíbles, una barcacita va y otra viene, las gentes
conversan de bote a bote y la serenidad de los remos acaricia la
superficie del agua, de un azul cielo nocturno con luces que no son
estrellas sino chispazos de sol. Fue en La Boca, a pasos del viejo
transbordador. En otra ocasión, fue la cámara de un cineasta la que captó un
segundo, tercer o cuarto momento espléndido en la isla Maciel. Un corcel
y un niño cabalgando al paso por la orilla.. Por un instante el paisaje es una
marina perfecta, de inmediato la lente toma distancia el objetivo y al mismo
tiempo que caballo y niño se minimizan crecen los conductos de la destilería
con sus chimeneas que vomitan el humo letal. A veces La Ciudad, como sucede con
muchas hembras, suele ser cruel consigo misma y con sus
hijos
29
Nunca se la
llamó alameda ni malecón, sin embargo la Avenida Costanera fue todo
eso y más. Buena para las caminatas sin apuro entre los árboles añosos o bajo
la pérgola, que invita a las sombras y al beso, aunque sin glicinas ya, sin las
muchachas con pamela ni los señores con rancho, con el solo romanticismo
de alguien sentado en los muros atento quien sabe a qué, con la mirada mucho
más allá del horizonte. O cómo fue y cuando que crecieron todas esas mesas y
sillas y puestos de comidas, y todo es comida y bebidas al sol. Pero, si de
caminar se trata, se puede insistir hasta alcanzar la boca del Riachuelo,
donde unas cadenas servían de marco a las fotos del paseo dominical y de
columpio a los niños con boina y sobretodo, hamacándose del lado de acá del
encadenado negro, en realidad el único malecón ahí como para impedirles
caer al río. Hoy, el agua no sueña con bañistas, aunque los bañistas sí
la sueñan a ella. Los que caminan la alameda y La Ciudad, añoran el río
ausente, o por lo menos más lejano que ausente. Más allá, lindando con la
Costanera Sur, se extiende una zona que atiborrada de deshechos más el producto
del dragado se colmó de verdes y no pocos pájaros. Con una orilla de lodo
y cemento, y la otra de río, un día pareció emerger de la nada
una isla, que llaman Reserva Ecológica, donde los claveles del aire y
los zorzales nos hacen pensar en aquellos tiempos que La
Ciudad se veía a sí misma, y a nosotros, como un sueño imposible. Porque de
alguno de sus sueños venimos y hacia otros aun más inciertos nos encaminamos.
De ese mismo sueño surgió ella misma como una diosa Venus,
prodigándose generosamente en sus calles de tierra y más delante tapizada de
adoquines hasta que el asfalto se las ganó a todas, haciendo de La Ciudad un
laberinto indefinido por donde deambulan sus hombres y
mujeres. Buenos Aires es la única ciudad que sus habitantes recorren como turistas,
los porteños van a su aire como extranjeros en su propia casa. Así voy.
30
No es para
muchos, no todos saben qué es ese bello edificio con cierto aire de abandono,
en diagonal a la Fuente de las Nereidas. Al comienzo, el local cumplía
funciones de caballerizas, las del Lazareto ubicado a la par. Las
caballerizas fueron levantadas a comienzos del 1900, con intenciones de
verificar el estado sanitario de los animales que llegaban al país. En 1903, el
concejal Don Ernesto de La Cárcova presentó el proyecto de asignar: “una suma
de dinero anual en el presupuesto para la compra de obras de arte destinadas a
ser colocadas en plazas y jardines de la Ciudad de Buenos Aires”. Fueron
destinados la cantidad de treinta mil pesos moneda nacional “para la
adquisición de obras de arte de carácter decorativo en bronce y mármol
destinadas a plazas y paseos del municipio”. Entre 1895 y 1911, junto al
crítico e historiador Eduardo Schiafino, creador de la Sociedad de
Estímulo de Bellas Artes y director del Museo Nacional de Bellas Artes,
importaron las primeras obras que fueron destinadas a distintos parques de La
Ciudad, como “El Pensador”, que podemos ver en el Botánico, “Los primeros
fríos”, “Sagunto” y “La duda”, adquirida por el Dr. Manuel G. Güiraldes. No
conforme, don Ernesto con esta iniciativa, rondando el 1921, propuso convertir
las caballerizas del Lazareto, en la Escuela Superior de Bellas Artes, Ernesto
de la Cárcova. Inaugurada recién en 1928, fue nombrada en su homenaje pues don
Ernesto había fallecido el año anterior. A pesar del estado de abandono o
semisalvaje del parque, la escuela esta rodeada de otro de los hermosos
jardines diseñados por Carlos Thays. Cuenta además con esculturas que pueden
descubrirse entre la maleza y una fuente de estilo andaluz y allá por los años
ochenta me recibía cada viernes del año con su armoniosa caída de agua. Era
paseo deseado y obligado, tres cuarto de hora antes de la clase de Técnicas
Textiles. Antes o después de la misma clase, que no era más que un pretexto
para vivir la magia de la escuela, iba a tomar algo a la pequeña casilla
de maderas verdes con el precario bar en el que, por monedas, solo
servían café de filtro con leche y alguna medialuna o sándwich en pan de
molde, todo pensado para el escaso presupuesto de los alumnos y artistas. Hoy,
en su lugar hay un restaurante algo sofisticado que permite comer en medio de
un ambiente selvático que nos traslada a un sito que puede ser cualquier lugar,
cualquier ciudad del mundo. Especialmente si a los postres, consideramos entrar
por las altas puertas de chapa, al otro lado de la fuente andaluza, para
conocer el Museo de Calcos, ver y tocar El David, El
Moisés, La Piedad y tantos otros. Lo único auténtico de la zona, fuera de la
elección de don Ernesto de la Cárcova y de Thays, a quien popularmente llamaban
“El creador de la sombra en Buenos Aires”, es la fuente de Las Nereidas a un
paso de la entrada a la escuela que anticipa o cierra aquel paseo que por unas
horas nos traslada a un mundo imposible de imaginar, solo para ver y gozar en
silencio con el solo murmullo de loros y
zorzales.
31
La fuente de las
Nereidas, actualmente está emplazada en la Avenida Costanera. La obra, en
mármol de Carrara, representa el nacimiento de Venus desde una gran concha
marina, rodeada de tritones. Es esta sensualidad de la escultura lo que provoca
gran molestia en la sociedad porteña. Fue tallada, esculpida, cincelada y
trasladada desde Italia, por la primera escultora sudamericana y
argentina, Dolores Candelaria Mora Vega
de Hernández conocida como Lola Mora. Nacida en El Tala, provincia de Salta,
llegó a Buenos Aires en 1894. Dos años después viajó becada a Europa y
fue en su taller de Roma donde, entre otras obras, dio a luz La Fuente de las
Nereidas. Con ella regresó desde Génova, a Buenos Aires, en el vapor Toscana, y
la obsequió a La Ciudad, para ser ubicada en la Plaza de Mayo. A pesar de la influencia
política de algunos de sus simpatizantes y amigos, como don Bartolomé Mitre y
Julio A. Roca, los porteños decidieron que la escultura era impropia. Corría el
año 1918. De poco sirvieron sus dotes ni las intenciones del legado. Lola, era
la primera escultora sudamericana y argentina, pionera en minería,
inventora, urbanista, demasiados talentos para una mujer; cómo podría una
mujer con tan ‘escasa fuerza’ ejercer la escultura y con tales obras,
desnudos en la Plaza de Mayo y nada menos que frente a la Catedral. Se decidió
como lugar alternativo el barrio de Mataderos o el Parque de los Patricios,
zonas bastante despobladas, sin embargo Mitre logró que fuera instalada en el
por entonces llamado Paso de Julio, donde hoy se cruzan Leandro Alem y Cangallo,
fue cuando Lola Mora se instaló para dar lugar a la reconstrucción, rodeada de
una cerca de madera ocultando el taller de los transeúntes que como al pasar
observaban a la gran y maltratada escultora, en pleno trabajo con sus andamios
y algunos operarios, con quienes pudo dar final a la tan ansiada obra. El 21 de
mayo de 1903, con la presencia del ministro del interior don Joaquín V.
González y el intendente Casares, tuvo lugar la inauguración. Lola Mora fue la
única mujer presente, tanto en el palco oficial entre los funcionarios como
entre el grupo aquellos que la homenajearon en el Club del Progreso. Las cosas
no mejoraron con el correr del tiempo. A cierto sector no solo molestó el
carácter de la obra sino que la autora
logró acaparar gran parte de los proyectos escultóricos oficiales. Como si
todo esto fuera poco, en 1906, le fue permitido montar su atelier en el
edificio, todavía en obras, del Congreso Nacional, donde realizó sus alegorías
a la Paz, la Libertad, la Justicia, el Trabajo y el Progreso, y dos leones para
la fachada. Finalmente, no le quedó sino levantar Las Nereidas de su
emplazamiento y trasladarla a la Costanera Sur.
La misma Lola Mora, en persona, supervisó el traslado. No mucho más concedió.
Poco después de cumplida la tarea, Lola Mora, regresó a su ciudad natal, Salta,
donde vivió aislada porque, según se dijo, acabó perdiendo la razón. Nada hizo
para evitar las críticas. Sumida en la oscuridad y la miseria, murió el 7
de junio de 1836 a los 69 años, en Buenos Aires. El 25 de marzo del 2004,
en un simbólico y tardío reconocimiento,
La Ciudad, impuso el nombre de Lola Mora al hall de entrada del Palacio del
Congreso. Sin embargo, el mayor reconocimiento sigue siendo del pueblo de Buenos
Aires que hace referencias a la gran obra escultórica no como la fuente de Las
Nereidas, sino como la fuente de Lola Mora.
32
A mediados del
siglo XIX, dos reposteros italianos, Constantino Rossi y Caetano Brenna,
compraron la que por esos días se conocía como Confitería del Centro, en la
esquina de Federación y Garantías, hoy Rodríguez Peña y Rivadavia. A comienzos
del XX la trasladaron a Callao y Rivadavia. Fue rebautizada como Confitería del
Molino, porque en uno de los ángulos de la Plaza del Congreso, trituraba granos
el primer molino harinero de La Ciudad, el molino a Vapor de Lorea. Allá por el
1914, contrataron a un arquitecto italiano para construir el edificio que
soñaron espectacular, don Francisco Giannotti, a quien en Italia su maestro
Alfredo Melani, cuando el joven
profesional decidió embarcarse a Buenos Aires, le preguntó: “¿Está usted dispuesto a emigrar
hacia aquellas playas? Seguramente perderá lo poco que ha aprendido en la
Academia. El continente americano del Sud –insistió el maestro- no es otra cosa
que un inmenso mundo (…) donde el mayor desarrollo lo constituye el comercio de
la agricultura y la ganadería,
ambiente inadaptado para
desarrollar ideas y capacidades” Giannotti no hizo caso, llegó a La Ciudad en
1909 como representante de una empresa de vitrales, hierros forjados y bronces
y pronto se contactó con otro gran arquitecto Palenti con quien para empezar,
ambientaron el Pabellón Internacional. Le fueron llegando de inmediato otros
trabajos y pudo dedicarse a la par de Palenti
al diseñó y vanguardia de la Belle Époque en La
Ciudad, como cada detalle que ostenta
aun hoy en medio de su decadencia, la confitería de El Molino. Varios salones
de fiesta, el general en planta baja, y tres subsuelos, en uno, la cocina con
elaboración integral propia que hizo escuela, por ejemplo con el Imperial Ruso,
conocido en Europa como el postre argentino, creado por Brenna en homenaje al
zar Nicolás y su familia, después de la revolución del 1917. También se
especializaron en marrón glasé y el chocolate con churros. El Molino, cumple
por estos tiempos unos diez años de desaliñada soledad y abandono. Por lo
menos en su fachada. Tal vez, por dentro, don Brenna mantiene abierta la cuenta
corriente de aquellos legisladores y personajes importantes a quienes sin duda
seguirá atendiendo como entonces, engalanado y de levita, elegante y solícito.
Las damas, recibirán sus delicias y galanterías, ataviadas con sus cuidadas
vestimentas y sombreritos con pluma, mientras esperan a sus niñas que en
algunos de los salones de fiesta, imbuidas de muselinas, zoquetes y zapatos de
gamuza blanca, festejan algún cumpleaños. Alineados sus pies perfectos y recta
la espalda, así como corresponde, o correspondía, a toda niña. A toda
futura señora bien plantada en la sociedad porteña. Ajeno a todas ellas y
abandonado a su suerte, la confitería del Molino, acodada al Congreso de la
Nación, al edificio viejo y al nuevo, y de cara a una de las avenidas más
importantes de La Ciudad, espera nuevas épocas de gloria y cumple la sola
función de ser muro de contención de grafitis y pegatinas. Sin embargo,
mirándolo bien en alguna de sus ventanas hay indicios de vida, y también
humana.
33
Desde la década del 70 soy
propietaria de mi propia Manzana de las Luces, una donde ir a la par de
los fantasmas de La Ciudad. Mi padre, trabajaba en una empresa que
suministraba papel a editoriales y medios de prensa; a veces lo
pasaba a buscar por las oficinas de la calle Defensa. Comprábamos alguna cosa
en la farmacia de la esquina, hoy museo, tomábamos café con leche en la Puerto
Rico de la calle Alsina mientras hacíamos moler café para llevarle a mamá
con algún dulce. No me resulta fácil recordar el sabor de los dulces ni mucho
de la conversación entre padre e hija adolescente pero sí la certeza de
su compañía y el aroma del café recién molido. Imposible olvidar el
siguiente paso por la Librería del Colegio, en la esquina de Bolívar, con
Alsina. Cómo no recordar ese estado de fascinación ante las bibliotecas
de aquella librería abarrotada de libros perfectamente alineados con el dorado
a la hoja de las letras que se codean las unas a las otras en el lomo de cartón
marrón, verde o azul. Se dice que en ese lugar, conocido antiguamente como La
Botica del Colegio, se comercializaban velas, crucifijos y los primeros
libros que llegaban del Alto Perú. Sus compradores habituales eran los
profesores y alumnos del Real Colegio de
San Carlos, hoy Colegio Nacional Buenos Aires, por eso tomó el nombre de Librería
del Colegio, hoy Librería de Ávila, único comercio de La Ciudad que, en cuanto
a rubro y ubicación, se conserva como en épocas de la aldea colonial. Entre los
fantasmas que deambulan frente a los anaqueles, no pocas veces me he topado con
sus leales y primeros clientes: Mariano Moreno, Juana Manso, Camila O’Gorman,
Sarmiento, Alberdi y tantos otros que aun me permiten soñar en la
hoy rebautizada como Librería de Ávila. De sus magias y ensoñaciones salí
alguna vez con mi primer Melville, el primer Mecedonio, el primer Borges, y por
consejo de papá con uno más de Agatha Christie para sobrellevar las
largas siestas de verano.
34
A comienzos de siglo XX, allá por el año trece, David Ovejero y Emilio
San Miguel, salteños y propietarios de la casona ubicada en Florida 165, casona
del 1830, decidieron contratar al arquitecto italiano Francisco Gianotti,
el mismo que proyectó la confitería del Molino, para construir en lugar de la
casona, un edificio con galería comercial en la planta baja. El edificio
ostenta vitrales, capiteles de mármol, columnas, figuras geométricas en
armónica connivencia con flores y frutas que aireaban el cuerpo de hormigón
armado con seis pisos de alto y ocho más en otras dos alas. Todo culmina con
una torre y un faro cubierto con tejas doradas. Dos años más tarde el
Círculo de la Prensa, en la inauguración, ofreció una conferencia acerca
del caudillo gaucho don Martín Miguel de Güemes, salteño como los gestores del
proyecto, y con su nombre se bautizó el lugar. El edificio, y la
galería tan aristocrática como la calle Florida, no pudo sostener su linaje.
Con el tiempo se volvió tan comercial que hasta el teatro devino en streep
tease. “Hacia el año veintiocho el Pasaje Güemes era la caverna del
tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y las
pastillas de menta, -dice el escritor Julio Cortázar en el cuento que le
dedicó- donde se coceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página
y ardía la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas
(…)Recuerdo sobre todo olores y sonidos, algo como una expectativa y una
ansiedad…” La melancolía rondó siempre a Cortázar, sobre todo en la Otra
Orilla, al final del Pasaje Güemes donde, una y otra vez, esa puerta de salida
por la calle San Martín le permitía volver a La Ciudad, Buenos Aires o
París, según la añoranza del día. Pero el de Cortázar no es el único espíritu
errante de la galerías, al parece, todavía ronda por ahí una joven artista del
teatro de varieté a la que, quién sabe cuáles penas la llevaron a suicidarse arrojándose
sobre la cúpula y atravesando el vitral.
35
El Obelisco dice
poco a las miradas desatentas de los que cotidianamente atraviesan la Plaza de
la República. Por ese motivo no está de más recordar que se fue erigido en el
barrio de San Nicolás de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde se ensambla
la Diagonal Norte con las avenidas 9 de Julio y Corrientes. Unas pocas palomas
lo sobrevuelan, añorando las torres de San Nicolás, cómo habrían de olvidarlas
si en uno de sus flancos él mismo recuerda: “En este sitio, en la torre
de San Nicolás fue izada por primera vez en la ciudad, la Bandera Nacional el
XIII de Agosto de MDCCCXIII”. Qué podrían entender las palomas, cómo podrían
si quiera recordar aquellas torres habitadas por sus antepasados que
fueron demolidas para erigir esta otra torre sin ningún hueco donde anidar. Así
como las palomas, ciento de vehículos y peatones lo orillan diariamente, pero
nada añoran de arquitectura pasada. Muy pocos saben que en ese mismo predio
donde alguna vez se erigía la iglesia de San Nicolás, en el centro mismo de lo
que hoy, dicen, es la Plaza de la República, el Obelisco fue construido
como hito y a modo de homenaje al cuarto centenario de la fundación de La
Ciudad, aunque tres años más tarde estuvieron a punto de echarlo abajo, pero no
muchos saben una cosa ni la otra, salvo aquellos que se detuvieran a leer
algunas de las inscripciones de sus cuatro caras: “…A los cuatrocientos años de
la fundación de la ciudad por don Pedro de Mendoza …7 de febrero de 1936”. Se
construyó en treinta y un días, en base al proyecto del arquitecto Alberto
Prebisch, ardua y complicada tarea, llevada a cabo por 157 obreros, la mayoría
extranjeros. Y sí, en el 1839 los porteños pensaron en destruirlo, pero al fin
decidieron convertirlo en símbolo. A pesar de que Prebisch no dio explicaciones
demasiado convincentes del por qué de la elección del diseño y que solo
era un monumento en forma de obelisco, en el frente que da al lado sur se
transcribió un pequeño soneto que Baldomero Fernández Moreno dedicó al
arquitecto en una cena homenaje: “El Obelisco/ ¿Donde tenía la ciudad guardada
/ esta espada de plata refulgente / desenvainada repentinamente / y a los
cielos azules asestada? / Ahora puede lanzarse la mirada / harta de andar
rastrera y penitente / piedra arriba hacia el Sol omnipotente / y descender
espiritualizada. /Rayo de luna o desgarrón de viento / en símbolo cuajado y
monumento / índice, surtidor, llama, palmera. / La estrella arriba y la
centella abajo, / que la idea, el ensueño y el trabajo giren a tus pies, devanadera”.
Sea como fuere, y aunque tampoco es verdad en cuanto a su ubicación, el
Obelisco, en muchas postales y figuras,
simboliza el centro de La Ciudad a la par de la sonrisa de Carlitos que nunca
lo conoció. El año anterior a su construcción, aunque ya demolida la iglesia,
aquel inmenso hueco que por un tiempo tuvo aires de plaza, fue testigo del paso
del cortejo fúnebre que trasladaba rumbo al cementerio de la Chacarita, apenas
llegados desde Medellín, ciudad donde murió. Aquel día solo se escuchaba el
aleteo de las palomas y puede que algún canto lejano en alguno de los balcones
recordando: “Ah que noches tan tristes en el barrio, donde nunca volviste a
cantar!/ todo el mundo lloraba en los patios! Y el jazmín se empezó a
marchitar./ Cintas rojas y flores de sangre / Para que no te olvides jamás /
Coloqué en tu guitarra dormida, guitarras de San Nicolás”. La historia que
siempre juega con sus protagonistas, no
permitió que Carlitos pudiese conocer el Obelisco, este con el que siempre
deberá compartir afiches, postales y el imaginario popular.
36
En una de las
veredas del Petit Colón, en Lavalle con Libertad, frente a la Plaza
Lavalle, Dalmiro Sáenz, escribe al sol. Una paloma espera la ocasión de su
cuota de maníes. Prudente, la paloma no sabe que él no la ve de tanto que
mira su cuaderno. Una mujer pasa dejando aroma del repique de sus tacones y un
aroma como de jazmines. Entonces sí, él inspira y alza la cabeza y parece
observar a la mujer se aleja por la plaza y mueve el plato hasta el borde
de la mesa, pero nada, o muy poco, se atreverá a hacer la paloma en su
presencia. Mira el reloj. Cierra el cuaderno que lo tuvo atrapado
por tres horas, deja unas monedas sobre la mesa, guarda sus notas
en el viejo morral de cuero y a paso ligero se va detrás de aquel perfume
de mujer o puede que hasta otra esquina soleada donde sentarse a escribir. Tal
vez, igual sucede con otros escritores desde que el bar abrió sus puertas en
1978. Aunque eran años difíciles para La Ciudad y sus poetas. El Petit Colón y
su estilo rememoran a cualquier café de parisino, salvo que sus paredes fueron
decoradas con fotos que recuerdan a Carlos Gardel, Tita Merello, Enrique
Cadicamo, Hugo del Carril y a muchos otros exponentes del reciente pasado
cultural. Tal vez, reserven algún lugar
en la boisserie para recordar a los que hoy escriben y sueñan en sus
mesas. Aunque es verdad que no es barrio de poetas sino de leguleyos, por lo tanto en esas mesas se reúnen ciento
de ellos por día y puede que no pocos malandras con sus defensores, en
ese emblemático sitio a pasos del edificio del Palacio de Justicia.
37
En el año 1932,
un 6 de febrero fue inaugurado el estadio Luna Park, con su entrada principal
por la ochava de Corrientes, completa la manzana con las calles Bouchard,
Madero y Lavalle. Pero anteriormente a ser un estadio fue de actividad similar
a la de hoy. En el año 1912 el italiano Domingo Pace, levantó en la calle
Rivera una feria de entretenimientos que llamó Luna Park pero dado el fracaso
fue cerrado. Corriendo el año 1923, pasada la pelea de Firpo con
Dempsey el boxeo, cuya práctica estaba prohibida, fue ganando popularidad. El
Consejo Deliberante acabó por dar rienda suelta al deporte. De inmediato don
Domingo Pace dando cuenta de esa nueva afición, y entendió la necesidad de promover el box. La bonanza no le duró
demasiado pues el hombre falleció en 1925.
Su hijo Ismael quedó al frente del negocio, asociando a su amigo José
Lectoure con el que se instalaron en la esquina de Corrientes y Carlos
Pellegrini. Cuando la avenida fue ensanchada se mudaron a la ubicación actual
en terrenos que hasta ese momento habían pertenecido al ferrocarril. En 1930 se
levantó el estadio actual que se abrió sus puertas dos años más tarde con un gran baile de
Carnaval. A partir de entonces, fue
reducto y escenario exclusivamente del boxeo, en ese ring se llevaron a cabo
las peleas, los triunfos y las derrotas de los exponentes más importantes de la
historia del boxeo dando lugar a muchos
de los tantos otros mitos argentinos: Lucho Gatica, Juan Carlos Monzón, Horacio
Acavalo … Con el tiempo, su nuevo dueño Tito Lectoure creyó agotado el tiempo
del box y convirtió el ring en escenario donde se ofrecieron y aun
hoy se ofrecen los espectáculos más
relevantes de La Ciudad: Julio Bocca, Eleonora Cassano, la ópera Carmen
38
Allá por el 1913, con respecto a la
avanzada cinematográfica en el país, "Caras y Caretas"
comentaba en uno de sus editoriales: "El cinematógrafo queda como el
triunfador del día. Las salas para esa clase de espectáculos se multiplican
asombrosamente, habiéndose operado completa y felizmente la evolución de la
simple sala inicial a los verdaderos teatros que hoy se construyen. El favor
del público por el cinematógrafo se comprende sin mucho esfuerzo. Tiene casi
todas las ventajas del teatro sin ninguno de sus inconvenientes, entre los
cuales suele ser, el no menor, la voz de los actores”. La Ciudad, se regodea de
ser una de las ciudades del mundo en que se conoció por primera vez
el invento de los hermanos Lumiére y ese acontecimiento sucedió un 18 de julio
de 1896, en el teatro Odeón, según la iniciativa del empresario de la sala
Francisco Pastor y Eustaquio Pellicer, creadores de las revistas Fray Mocho y
esa Caras y caretas que reconocía el cine como ‘el triunfador del día’. Sin
embargo un par de años antes, al 300 de la calle Florida, tuvo lugar una
función basado en el “kinetoscopio” del norteamericano Tomás Alva Edison.
Tampoco fue considerado por el periodismo que un tal Enrique Lepage, belga,
había empezado a importar filmadoras y proyectores, con intenciones en realidad
de impulsar la modernidad de su casa de artículos fotográficos, en la calle
Bolívar 375, entusiasmado por dos de sus empleados: el austríaco Max Glücksmann y el francés Eugenio Py. Fue este último quien realizó el
primer corto, dedicado a “La bandera argentina” flameando en el mástil de la
Plaza de Mayo. En cuanto a Glüksmann, con un espíritu más comercial insistió en
la conveniencia de las “vistas animadas por medio del cinematógrafo”. En
realidad por esos tiempos, según Ducrós Hicken, "la edición
cinematográfica no se apartaba de las actualidades y las reuniones de familia,
de los cumpleaños de opulentos hacendados, algunos paisajes rurales y
fluviales" y dentro de esas filmaciones pueden verse las honras fúnebres
de Mitre en 1906. De a poco se fueron escenificando canciones o sainetes,
óperas o zarzuelas, unos cuarenta títulos entre los que pueden mencionarse ,
“Abajo la careta", "Ensalada criolla", "La beata",
"El perro chico", "La reina mora", “Gabino el
mayoral", "Los políticos", ", "La mala sombra",
"La leyenda del monje", "A Palermo", "Mister
Whiskey", "Justicia criolla" o "Soldado de la
independencia", y en alguno de ellos además de los considerados ‘actores
especializados, participaron Ángel
Villoldo y Alfredo Gobbi, cuya popularidad como músicos ya circulaban por
Europa en placas de 78 revoluciones por minuto. A partir de entonces, el
fanatismo no tuvo límites ni cesó. Realmente el cine se convirtió en moda y
necesidad cultural. Así se fueron dando, "En un día de gloria" (1918)
y "En buena ley" (1919.
Contemporáneo de Gallo uno de los ‘cineastas’ primeros, surgieron el uruguayo Julio Raúl Alsina y Lipizzi
mandaron a hacer "Avelino Viamonte" (1909), "Facundo
Quiroga" y ‘La tragedia de los cuarenta años" , producidas por Alsina,
que por aquellos días tuvo su galería de filmación en un galpón de Córdoba y
Gascón y Córdoba y produjo entre otras, "La Revista cielo Centenario"
, en 1910, en la que resumía los festejos de los cien años de la Revolución de
Mayo, el mismo año en que se estrenó “El
fusilamiento de Dorrego". Lipizzi decidió que lo interesante resultarían
los temas suburbanos y realiza la exitosa "Resaca" en 1916,
protagonizada con Luis Arata, Camila
Quiroga y Pedro Gialdroni, y en 1917, “Federación o muerte’. Las cosas recién
empezaban, tanto en lo testimonial como en la ficción hasta nuestros días. Pero, la fantasía parece no ser hoy la mayor
necesidad, ni tampoco jugar este juego de habitar mundos soñados y lejanos, lo
apremiante hoy está en los mundillos inmediatos, los más cercanos, la realidad
sin atenuante de los medios de prensa y aun en el cine. La calle y lo más
cotidiano de la gente también se vive en el cine. Tal vez para que pegue con
mayor fuerza en nuestros sentidos. Con el ‘nuevo cine’, la realidad nos invade
dentro y fuera de la sala. Aunque ese considerado hoy nuevo cine, tuvo su
apogeo en los sesenta, con la llamada ‘joven guardia’. Tal vez no haya tanta
diferencia. Aunque sin dudas, es más testimonial todavía. O será simplemente
que ‘épocas eran las de antes’ y las de hoy son todavía más complejas e
inspiradoras del realismo. Sin embargo, la realidad, como la
verdad, tiene muchas caras y buena parte nos la ofrecen hoy dentro y fuera del cine, los centros
comerciales nos la ofrecen con baldes de
‘popcorns’. Por lo menos ésta es la realidad que nos impone la modernidad, sin
embargo para los que el consumo no es una ley ni el ‘pochoclo’ un símbolo de
cultura y mucho menos de fantasía, preferimos las pocas viejas salas como el Cine Lorca o el Gaumont. Tal vez queden
otras salas en distintos puntos de La Ciudad, pero pocas como éstas
remiten a cierto cine y a cierto espectador. Entre ellos podría
considerarse el Complejo Tita Merello, pero no todo está perdido porque
el viejo cine Grand Splendid, fue convertido en Centro Comercial a la
moda, pero de libros. Algo es algo.
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“Once era entonces la plaza de los
turbulentos primero de Mayo. Allí estaban los trenes convocando y despidiendo
una heterogénea multitud de gente noble y buena…”-cuenta Héctor Yánover
hablando no solo del barrio sino del
poeta Raúl González Tuñón que había nacido: “Frente al paredón del asilo, en la
calle Saavedra, número 614, del barrio de Once, el 29 de marzo de 1905” y quién
mejor que el mismo Tuñón para describir el barrio: ‘…allí quedó el mundo de mi
infancia (…) Vi la luz en el barrio del Once, en el surero./ cerca de allí
nació también Julio de Caro/ y escribió de la Púa sus memorables versos./
entonces la luna bajaba hasta los patios. / ¿Todo era mejor? No lo sé. Era
distinto…/Había carnaval, nochebuena, organitos, herrería, corralones y mágicos
baldío, / y en mi barrio nacieron la poesía y el tango…/Yo amaba la lluvia; era
un niño perplejo. / Del almacén vecino salía un denso tufo/ a lata ultramarina,
a vino grueso y truco. / Y la siesta en el barrio con sus perros tendidos, /
los últimos faroles de gas en las esquinas…” Y de qué otro modo podría
definirse mejor no solo el barro de Once sino cada barrio de La Ciudad: “¿Todo
era mejor? No lo sé. Era distinto.” Era distinto y cada día lo es como todo en
La Ciudad que se recicla a sí misma. Hubo épocas en que el barrio estaba
rodeado de barracas y carretones en los alrededores del ferrocarril que abría
paso hacia el interior, hacia la pampa. Esa pampa promisoria hacia donde
viajaban los inmigrantes en los primeros tiempos del ferrocarril; esa pampa
desde la que venían a La Ciudad, los hijos o nietos de aquellos otros
buscando mejores posibilidades. También esta el Once de La Perla con sus metafísicos
poetas bajo la tutela de Macedonio
Fernández, que al amparo y el desamparo del viejo maestro, con el tiempo fueron dejando libre sus sillas que fueron
ocupadas por los poetas de los setenta, los roqueros, y entre ellos, Tanguito, José Alberto Iglesias Caseros, que
habitó La Ciudad apenas por 26 años y
unos meses. Ahí sí en esas mismas mesas y en cada rincón de La Perla se convirtió en mito luego de La
Balsa, que terminó de escribir Litto
Nebbia, en esa balsa que se lo llevó de este mundo veinte años después que Macedonio. “El tiempo
se detiene –nos dejó dicho Tanguito- y cuando nadie maneja el aire, una magia
nueva se produce, una magia nueva, una balsa nueva”. De Macedonio, de los otros poetas y de Tanguito, solo quedó como
él mismo vaticinó en uno de sus poemas,” el hombre restante” Hoy todos aquellos
días y lugares del Once, son lugar de paso y a la vez reducto de tiendas de
ocasión, negocios al por mayor y otros menudeos en la recova y los alrededores,
la zona dio lugar a una
modernidad con una estética y una ética
no pensada para La Ciudad del siglo XXI.
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“Asomado a mi ventana, veo
cotidianamente el desfile monótono de una muchedumbre que va por la mañana y
vuelve por la tarde.
“Cuando el viento del Sur y el claro
cielo destaca su azul sobre los grandes cúmulos blancos, el humo de la chimenea
próxima se alza glorioso hacia el cenit y corre hacia el norte. La muchedumbre,
displicente, va por la mañana y vuelve por la tarde.
“Si el viento llega del Norte, la
atmósfera, pesada y turbia, ensucia el horizonte y la columna de humo huye al
Sur, penosamente , sobre los tejados. La muchedumbre va por la mañana y vuelve
por la tarde.
“En el invierno las lluvias arrecian,
las ventanas se cierran, las flores desaparecen de los balcones y los árboles
desojados jalonan tristemente las calles. Bajo la inclemencia del tiempo,
tiritando, la muchedumbre va por la mañana y vuelve por la tarde.
“El sol vuelca en el verano su cálido
aliento y llena de reverberaciones las calles. Las sombras violentas de los
edificios varían las perspectivas. Sudorosa, la muchedumbre va por la mañana y
vuelve por la tarde.
“En el invierno las lluvias arrecian,
las ventanas se cierran, las flores desaparecen de los balcones y los árboles
deshojados jalonan tristemente las calles. Bajo la inclemencia del tiempo,
tiritando, la muchedumbre va por la mañana y vuelve por la tarde.
“El sol vuelca en el verano su cálido
aliento y llena de reverberaciones las calles. Las sombras violentas de los
edificios varían las perspectivas. Sudorosa la muchedumbre va por la mañana.
“Cuando era niño y lo contemplaba
todo con mis grandes ojos indiferentes, no prestaba atención a la muchedumbre
que iba por la mañana y volvía por la tarde./ Al presente, pienso a menuda en
esa muchedumbre triste, resignada, siempre variable y aparentemente la misma,
que va por la mañana y vuelve por la tarde.
“Pasarán los años. Mi recuerdo se
borrará, porque hasta los pocos que pudieran conservarlo, pasarán también. Y la
muchedumbre irá por la mañana y volverá por la tarde.
(Los humildes, Raúl Scalabrini Ortiz )
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El Mercado de
Abasto se empezó a construir en la década del treinta aunque, dadas las
malas condiciones en que se manipulaban las mercaderías fue pensado con sus
aspiraciones catedralicias, desde el 1889. El mercado, la Plaza Miserere
y los alrededores resultaban muy atractivos. Por un lado el acceso
a esa otra especie de mar que les vaticinaba oleadas de trigo
y maíz, pastura, vaquitas y caballada, la llanura pampeana. Por otro, a esos
que llegaban a la zona, lo que más les sorprendía era ese aire malevo
conformado por las gentes del lugar sumado a los de paso, con sus culturas tan
diversa, sus voces y su música. Mixtura que no solo daba color al mercado
sino al caserío que lo rodeaba. Arrabal que, igual que el tango, con el paso
del tiempo fue creciendo, extendiéndose en realidad hacia barriadas más
coquetas. El tango, veloz y bastante lógico en su recorrido de clases, era
lumpen en las orillas pero a sus reductos concurrían los ‘señoritos’
distinguidos que de a poco lo fueron llevando no solo a Europa sino a
mejores barrios, sentando así sus reales en Palermo, en ´lo de Hansen’ y otros
con su patio de tierra, pero cuando lo
cerraron en 1912, el tango volvió al Abasto, y a Villa Crespo. Pronto empezó a
conocerse como el barrio de “Carlos Gardel”. La clase media que habitaba la
zona del Abasto lo asumió como propio y el tango acabó por ganarse a La Ciudad
que lo echo a rodar por todo el país con una identidad incuestionable y
porteña, pese a la inmigración o gracias a ella. Con el tiempo, en el Abasto,
se amontonaron los prostíbulos; “Las esclavas” y “El gato negro”, entre muchos
otros, que fueron cerrados al comenzar el siglo XX. Aquellas ‘casas’ se
volvieron refugio de maleantes y el barrio intransitable. Un día, casi cien
años más tarde, la modernidad decidió ocuparse del caso, transformó el viejo
edificio del Mercado en Centro Comercial y entre fileteados,
publicidades, graffitis gardeleanos, y turistas, la zona se colmó
de nuevos colores a la moda.
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“Entre las
mil ciudades que abajo (en la Tierra) perfuman el éter con el humo de sus
chimeneas existe una: se llama Buenos Aires –manifestó alguna vez Leopoldo
Marechal- ¿Es mejor o peor que otras? Ni mejor ni peor. Sin embargo, los
hombres han construido allá un barrio inefable, que responde al nombre de Villa
Crespo”. Al comienzo, allá por el 1887, esos parajes eran quintas y chacras a
un lado y otro de un boulevard, la avenida Corrientes. Barrio cercano o a
la vera del arroyo Maldonado donde
echaban sus desperdicios las fábricas y que fuera entubado en la década del
treinta. El barrio tomó su carácter y su nombre gracias al intendente Antonio
Crespo. Sin embargo, el desarrollo de Villa Crespo fue obra de don Salvador
Benedit que, entre otras cosas, donó a la Municipalidad una parte de sus
terrenos para levantar una parroquia. Benedit era el gerente de la
Fábrica Nacional de Calzados. Pero aquel desarrollo no se produjo solo por la
presencia de la fábrica. En el barrio habitaban muchos zapateros que hacían su
trabajo en forma particular en sus pequeños locales o zaguanes, por este motivo
los vecinos insistieron con que se dedicara la iglesia a San Crispín, patrono
de los zapateros. Sin embargo, al inaugurarla en 1896, se decidió bautizarla en
homenaje a San Bernardo, porque así se llamaba el padre del benefactor del
barrio de Villa Crespo, don Salvador Benedit. Con su Cristo de dos metros de
altura y que a causa del deterioro con el tiempo se lo conoció como ‘el Cristo
de las manos rotas’. Casi la mismo tiempo que aquella Fábrica Nacional de
Calzados se edificó un conventillo que albergaba a sus obreros; también otro
con más de cien habitaciones donde vivían los obreros de otra de las grandes
empresas de la zona, la tejeduría de Enrico Dell’Acqua. En esos
conventillos y sus miles de anécdotas se inspiró a Alberto Vaccarezza, que por
cierto vivía en el barrio, para escribir sainetes como El conventillo de la
Paloma y tantas otras piezas donde se destacaban siempre una mujer, un vivillo,
algún ataque de celos, un malevo o dos, un cuchillo, o dos, y todo el color de
La Ciudad no solo en las voces de los inmigrantes sino en la música y
esos bailes bajo las estrellas de los patios con aroma de jazmines
o glicinas. En uno de esos patios de Villa Crespo entre otros músicos y
poetas nació Celedonio Flores que, en
cada una de esas esquinas de su infancia pudo vislumbrar lo que iba a plasmar en sus
tangos. Para el “Cele” y en Villa Crespo las cosas empezaron
un 3 de agosto de 1896, el mismo año en que se dedicó la iglesia a San
Crispín. En la adolescencia Celedonio tuvo que mudarse a un conventillo
de la calle Talcahuano y luego, en mejores condiciones familiares, a una casita
del barrio de Almagro. Corría el año 1907, cuando empezó su carrera musical estudiando
violín en la academia Williams; no conforme cambió por Bellas
Artes. Nada parecía conformarlos y así con esa mezcla de melodías
en mente, los papeles, los lápices y una gama de colores y leyendo a Alfonsina
Storni, Evaristo Carriego y Pascual Contursi, bocetó poemas que devinieron en
letras de tango. Nunca se estaba quieto, su inquietud era mayor y le hicieron
buscar otro cable a tierra, el boxeo. Se entrenó en el Club Universitario para
competir en la categoría de livianos y al mismo tiempo como entrenador en el
club América de Villa Crespo. Mientras tanto publicó sus primeros poemas
“Flores y yuyos”. Pero el tango fue su querencia, especialmente a
partir de aquel día que recibió la visita y los elogios del duo Gardel-Razzano.
Pero el Cele, igual que Discepolín, allá por los años cuarenta fue proscrito y
la tristeza los embargó para siempre. Es que el poeta que boxeaba o el
boxeador poeta, antes que nada era otro libertario, marcado por la
criminalización de la pobreza, un verdadero lector y crítico de la realidad
social. Escribe lo que ve y siente de aquel Villa Crespo de la pobreza en que
había chapaleado barro. Aunque un poco menor, casi a la par de
Villoldo, Celedonio Flores escribe lo que siente y ha vivido en contacto con el
suburbio, el arrabal, el callejón y los personajes que lo pueblan. A su muerte,
otro gran poeta, Homero Manzi, lo homenajeó con un responso: “...Camarada
inmortal del barrio y de la noche porteña, endulzo con sus lágrimas menudas la
sangre de tu corazón. Tal vez Darío que mojó con champagne los labios de
Margarita, te invitó desde su soneto a recordar sin rencor las aventuras
malogradas. (…) Y sin duda Contursi te mostró el ámbito confuso y
quejumbroso del tango que exaltara Gardel.”
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Boedo es el barrio porteño por
excelencia. Conserva muchas de sus casas antiguas, aunque no ha podido
resguardarse totalmente de cierta modernidad no solo en la desordenada
arquitectura de La Ciudad sino como consecuencia de la cercanía a la Autopista
AUI o 25 de Mayo, que lo atraviesa
de este a oeste a la par de la Avenida San Juan. Sus
árboles antiguos aun dan sosiego a sus veredas. Comparte la
Parroquia de San Cristóbal o San Carlos con los barrios de Parque
Patricios, San Cristóbal y Almagro, extendiéndose entre las avenidas Sánchez de
Loria, Caseros, Independencia y La Plata. El barrio tomó su nombre de la
avenida Boedo, y esa importante vía fue bautizada de ese modo en homenaje a al
doctor Mariano Boedo, nacido en Salta que luego de pasar por el Seminario Conciliar de nuestra Señora de
Loreto, en Córdoba, anduvo por Charcas, donde estudió leyes con y a la par de
Mariano Moreno, quien ya en Buenos Aires y estando don Boedo de
regreso en Salta, fue nombrado asesor del coronel Pueyrredón, por el secretario
de la Junta de Mayo. Boedo dedicó su
vida y labores a la causa de la Independencia, fue jurado de la declaración en
Tucumán en 1816. Sin embargo no es este personaje salteño lo que caracteriza y
ronda el entorno barrial sino el tango,
el Club San Lorenzo, y muy especialmente su movida intelectual e ideológica, de
la que hacían alarde, causa y consecuencia una bohemia de poetas, pensadores,
escritores, en su mayoría libertarios,
anarquistas pacíficos, cristianos y
“azules”, que dieron lugar no solo a la revista Claridad sino a
numerosos tangos de protesta, como sucedió con “Acquaforte”, escrito por Juan Carlos Marambio Catán, uno de los primeros cantores de tango,
y Horacio Pettorossi, guitarrista que supo acompañar a Carlos Gardel y que
muchas veces, como se acostumbraba en Francia, dirigía su grupo musical
vestido de gaucho, haciendo referencia en su protesta a “Un viejo verde/ que
gasta su dinero,/ emborrachando a Lulú/ con su champán, / hoy le negó el
aumento/ a un pobre obrero, /que le pidió un pedazo más de pan…”. Eran tiempos
de protesta y cultura popular en las peñas, el boliche, la calle o en la sede
de la FORA y el Ateneo Popular. También
por estas tertulias andaba Homero Manzi, uno de los símbolos barriales con su
tango Sur que musicalizó Aníbal Troilo, y es éste el espíritu que aun hoy se
respira en la zona especialmente con su esquina de “San Juan y Boedo
antiguo -ya para entonces antiguo según
Manzi- cielo perdido,/ Pompeya y más
allá la inundación...” donde La Ciudad comenzaba a desdibujarse hacia el Gran
Buenos Aires… En sus inicios el barrio de Boedo, comprendía un conjunto de
tambos, molinos, pulperías, un horno de ladrillos y cafés como el Del
Aeroplano, que mas adelante pasó a ser el Nipón, Canadian y hoy caracteriza la
zona como la esquina de Homero Manzi. Entre los bares también puede mencionarse
el Café Dante, en la misma calle Boedo donde se reunían los jugadores,
dirigentes y aficionados del Club San Lorenzo de Almagro, con su famoso estadio
El Gasómetro en Avenida La Plata e Inclán aunque también cercano, en Boedo y Chiclana, se
encontraba El café La Puñalada, frecuentada por
los eternos adversarios de San Lorenzo, los hinchas del Club Huracán.
Demarcando una vez más ideológicas fronteras entre Boedo y Almagro. También fue
zona de los primeros teatros independientes de origen proletario que dieron
lugar a importantes salas como el teatro Florencio Sánchez. A quién mejor, y en
que más adecuado barrio, podrían elegir para rendir homenaje, que al don
Florencio que, con una mirada libertaria y
de alto contenido social, rondando el 1903, escribió “M’hijo el dotor” y
“ Canillita”, pintando como pocos la
sociedad rioplatense de entonces.
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Las Violetas abrió sus puertas allá
por el año 1880, en lo más granado del Barrio de Almagro. A partir de
entonces la esquina se llenó de coches con caballos tan aristocráticamente
ataviados como sus pasajeros, pero la inauguración tuvo lugar cuatro años más
tarde un 21 de Setiembre. Asistieron a ella personajes como Carlos Pellegrini,
que llegó con toda su troupe, munido de capa, galera y coqueto bastón a partir
de entonces, los concurrentes y las anécdotas no fueron pocas. Cuentan que el
jockey Ireneo Leguizamo llegó una tarde, a la confitería Las Violetas
y el maestro pastelero le tenía preparado un nuevo postre. Aunque
Leguizamo estaba acostumbrado a las manifestaciones de cariño y homenajes de
sus fanáticos en esa ocasión la disfrutó de modo especial. La torta que
le fue servida no solo ostentaba una abundante capa de su gran favorito el
dulce de leche, sino que aunaba todas esas otras delicias que a los golosos nos
pierde: una base de pionono, merengue, hojaldre, crema de almendras, marrón
glasé, cobertura de fondán y chocolate. Con el músico Pascual Contursi la casa
no fue tan generosa. Acorralado por sus deudas gastronómicas, el músico que
había escrito ya el tango Ivette, decidió editarlo con la autoría musical de
Enrique Costa y Julio Roca. De ese modo aquellos mismos señores, dueños
de Las Violetas, recuperarían con derechos de autor lo consumido por el músico.
Pero la confitería no siempre vivió en la opulencia. Cierto día las cosas
dejaron de funcionar y ante la amenaza del cierre, los viejos empleados
decidieron rescatarla, ocuparla, sacarla a flote. Y en el 2001 le fue devuelto
su apogeo a la esquina de Rivadavia y Medrano. Aunque ya no la visitan
Alfonsina Storni, Roberto Arlt, ni Pascual Contursi. O tal vez todavía se
regodean aun entre sus nuevos visitantes. En la vereda de enfrente junto a la
ventana y desde una mesa del bar Tuñín, un hombre que se
quita la boina y la deja sobre su rodilla, pone en orden su melena blanca, bebe
un trago de moscato y le da un corte a su porción de pizza,
mira hacia la esquina en diagonal. Tan distinta la ve, es verdad que siempre
fue emperifollada y erguida, pero hoy, -se dice el hombre mientras bebe otro
trago de moscato-, parece un tanto empalagosa como un merengue
mixto, ese de dulce de leche y crema chantilly que alguna vez él mismo supo
comer en Las Violetas. Ya nada es como antes. Qué va a ser. Sin embargo, cuando
el mozo se lleva su plato bebe el último sorbo de su vaso a través del humo que
echan los colectivos y los autos, le parece ver a don Ireneo Leguizamo que una
vez más hunde la cuchara en el dulce de leche de su postre. El hombre
echa unas monedas sobre la mesa del Tuñín y aunque esta abrigadito y nada se
compara al aroma de la pizza, se levanta y decide cruzarse a Las
Violetas. Si don Ireneo ha vuelto por su postre, tal vez también el
merengue mixto siga siendo bueno todavía. Por qué no. Se calza la
boina y sale. Solo lo detiene la luz del semáforo, cruza lentamente y una vez
ahí empuja con cierta dificultad la doble puerta cada vez más
pesada. Afuera, La Ciudad sigue debatiéndose entre lo criollo y lo inmigrante
como en cualquiera de sus esquinas, en este caso en el cruce de Avenida
Rivadavia con Medrano, donde se enfrenta a su propia y bien ganada
dicotomía.
45
El teatro Colón,
fue inaugurado el 25 de mayo de 1908, con la ópera "Aída" de
Giusseppe Verdi, una vez terminados los sucesivos proyectos y modificaciones
de los arquitectos Francisco Tamborini,
Víctor Meano y Julio Dormal, donde se nota una gran influencia del renacimiento
italiano. Pero , la realidad es que los espectáculos teatrales venían de mucho
más allá. De los tiempos del Virrey Vértiz, en el teatro de la Ranchería, que
ocupaba la esquina de Perú y Alsina, donde se estrenó la primera versión del Siripo
de Manuel José de Labarden y previo al espectáculo central se ofrecían
tonadillas y seguidillas. Este teatro o Casa de Comedias, en 1792 sufrió un
incendio, motivo por el cuál prácticamente hasta 1804 que se construye el
Teatro Coliseo, La Ciudad no tuvo teatro oficial, sino que se daban piezas en
cualquier lugar que se resultase conveniente. Después de la Revolución de Mayo,
el pianista y cantante Antonio Picassarri volvió a insistir hasta que logró
imponer el canto operístico. Rondando los años veinte, llegaron los primeros
cantantes líricos y para el 1825 ya se contaba con una compañía lírica local
que ofreció Il Barbieri di Siviglia. Sin embargo, a causa de las desavenencias
políticas con Juan Manuel de Rosas, muchos de los artistas tuvieron que irse
del país. La actividad operística se reanudó en 1848, pero las representaciones
se llevaban a cabo en el Teatro de la Victoria, El Teatro Argentino y el
Coliseo, aunque sin por eso dejar de lado la moda europea en cuanto a los
programas. Por lo tanto pudieron verse las más importantes obras de Donizzetti,
Verdi y Bellini. Ya para el 1857 se contaba con el primer Teatro Colón, ubicado
frente a la Plaza de Mayo, con una capacidad de 2500 personas, inaugurado con
una puesta de La Traviata. Pese al éxito y lo moderno de la sala, en 1888 debió
cerrar sus puertas, transformado en la sede del Banco de la Nación Argentina.
No obstante, se le deben las primeras y más importantes actuaciones de los
mejores cantantes del mundo. Al fin se dio la necesidad de una sala que
resultara de las más importantes del mundo, porque Buenos Aires había pasado a
ser una de las de mayor actividad operística. Siete teatros se disputaban la
exclusividad de la música predilecta no solo de la élite porteña sino que, por
aquellos tiempos, por cada argentino se contabilizaban dos inmigrantes; unos 6
millones de extranjeros pululaban por La Ciudad imponiendo su cultura y sus
gustos. De todos modos entre la
propuesta de las autoridades de erigir el nuevo Colón y tenerlo listo para
1892, pasaron veinte años. Las dificultades de presupuesto sumadas a la muerte
de los arquitectos en las distintas
etapas, complicaron la terminación. La tragedia parecía acechar la
actividad teatral desde aquel primer incendio de La Ranchería y en las
distintas salas el teatro y el público
fluctúan entre la ópera y el circo, más otras disciplinas como la
zarzuela y la opereta, el sainete. No obstante, las complicaciones, el Colón
fue terminado. Su esplendor resume las
tendencias arquitectónicas de la época y pudo acabarse con una lograda síntesis
del eclecticismo primero que se pensó en el proyecto inicial. “Sin tener aspecto de masas colosales,
demasiado severas, que solamente convienen a edificios destinados al culto político
religioso –escribe Meano sin saber que tampoco él podría verlo terminado pues
murió en 1904 – él se presentará con aspecto simple y variado, alegre y
majestuoso a la vez. Nuestro edificio tendrá el privilegio de indicar a primera
vista su propio destino.” En 1966, al esplendor se sumaron los frescos del
pintor Raúl Soldi en la cúpula central. Posee diversos salones, especialmente
decorados y pensados, entre ellos el Salón Dorado, ocupando el frente sobre la
calle Libertad, de más de cuatrocientos metros cuadrados, con columnas cargadas
de detalles en oro y espejos enormes, todo al estilo del palacio de Versailles
y algunos otros de no menor importancia. Muebles franceses, marquetería, arañas
cargadas de cristales, vitrales realizados la casa Gaudín de París, en 1907, y
en la sala central en herradura todo o casi todo es dorado y las butacas de
terciopelo “sangre de dragón”. De ese modo
fue pensada la ópera de La Ciudad en el teatro Colón, tan fastuosamente
como se pensaba cien años atrás.
46
El año 1900, y los próximos
inmediatos, fueron tiempos de organizar
los festejos del Centenario, por lo tanto para ponerse al día con la argentinidad, con lo
que quedaba de ella luego de las corrientes inmigratorias, con lo que se venía
gestando con y gracias a ella. Se publicaron en 12 tomos las cartas y
documentos de don José de San Martín. Los gauchos se iban transformando en
compadritos y algunos en ‘cajetillas’ o viceversa, según el tango y las
condiciones, y ninguno dejaba de alardear con la política. Las mujeres, por su
lado, tomaban otras banderas que solo
las del hogar. A La Ciudad le tocaba
hacerse o rehacerse a sí misma en esa incontrolable mezcla de culturas, de
estilos y de ideologías. Buenos Aires se debatía en esa mezcla de catalanes, rusos, francesas,
parisinos, italianos, madrileños, gallegos. Sobre todo, ese otro París que
crecía aceleradamente, que se extiende alocadamente en medio de las
pampas, así por lo menos lo ven los porteños que viajan asiduamente entre una
y otra ciudad. Durante la Exposición Internacional de Saint Louis ganaron
premio los bizcochos Canale, la mermelada de naranja Bagley y el licor
Hesperidina; tres clásicos argentinos
por muchos años. Sin embargo, para La Ciudad,
no todo era un mar calmo o un quieto río marrón bañando sus orillas ni todo cargado de las ondulantes líneas del Art Nuveaux que ya por
entonces globalizaba a Buenos Aires. Los festejos del centenario se hicieron
bajo Estado de Sitio. Las clases populares apuntan sus cañoneras contra la Ley
de Inmigración que expulsó a los principales dirigentes extranjeros. Es
entonces cuando aprovechan los anarquistas,
saben que el mundo tiene puesto los ojos en Buenos Aires, esa ciudad
próspera y excéntrica al Sur de América; por otro lado los estudiantes de las clases altas atacan
los locales anarquistas, conflicto que alcanza su clímax cuando estalla una
bomba en el Teatro Colón en una función de gala. En medio de tales
acontecimientos más los festejos del centenario, para lo que se contaba con la
presencia de importantes visitantes
extranjeros en el Hotel Mejestic ubicado
en la esquina de Avenida de Mayo con Santiago del Estero, se decretó el Estado de Sitio. Las cartas
estaban echadas, la realidad nunca sería otra.
Hoy, La Ciudad, igual que en las primeras décadas de los dos siglos anteriores, empezando a pensar en los
festejos del bicentenario, aun se debate entre el jolgorio y calma, la
indiferencia y la rebeldía. Eso la mantiene viva.
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En la década del
cuarenta, uno de los periódicos de La Ciudad anunciaba la conexión
Harrods-Londres con su Harrods-Buenos Aires: “Hace 100 años, en la fangosa
calle principal de la entonces aldea de Knightsbridge, Henry Charles Harrod se
convirtió en propietario de un negocio pequeñito, iluminado por lámparas de
kerosene y dedicado a la venta de té, jabones y velas. Nacida en el corazón de
la ciudad más grande de la tierra..." Sí, desde la ciudad más grande de la
tierra hasta una lejana a Aldea casi al fin del mundo. Pero quien mejor
que los ingleses para conocer estas orillas. Todo estaba calculado sin error.
La tienda en ese solo año facturó 50 millones de dólares. Los dólares nunca dejaron de ser parámetro en La Ciudad…aun
tratándose de una empresa proveniente
que ellos mismos no se cansaban de definir como ‘la ciudad más grande de
la tierra”. Fue así como al 877 de la calle Florida un hombrecito vestido de
verde empezó a recibir a los curiosos y probables compradores, deslumbrados por
la perfección y el aroma de la boisserie, el Art nouveaux de las arañas de
alabastro. Y de sus propias figuras reflejándose en la luna de los espejos
biselados. Circulaban por los corredores mullidamente entapetados, y, a la par
de los paseantes, deambulaban igual elegantes, los más de mil empleados,
gozosos de trabajar en Harrod’s, la sucursal más importante de la más
importante ciudad del mundo, Londres, que había puesto los ojos en la, por
consiguiente no menos importante ciudad del Sur de América, la más ‘chic’.
Entre sus lemas promocionales estaba aquel de que “Lo que usted quiera,
Harrod´s lo tiene, lo hace o lo consigue”. Vestidos de voile, chiffon, crepe
mogador, satén, tafetán o lamé, zapatos en potro charolado, lavabos de mármol
de Carrara en sus instalaciones, grifos de bronce como los que de los camarotes
en los trenes, igual de ingleses. La hermosa manzana de Florida, Córdoba, San
Martín y Paraguay ostentaba por entonces verdaderos aires de la Belle Époque.
Sin dudas lo fue y con no poco exotismo. Se presentó un elefante de la
India, en vivo, durante la exposición dedicada a Inglaterra o en el
homenaje rendido a Londres, un ómnibus de dos pisos, o la réplica del Patio de
los Leones de Granada con fuentes y todo. Pero, como le sucede a casi a
todas las ‘bellas’ un día a las grandes tiendas les llegó el fin de la Belle Époque. Como si
esto fuera poco, para mal o para bien, lo que realmente murió fue el estilo
Harrod´s. Desde finales del siglo XX y comenzado el XXI, surgieron gigantescas
tiendas idénticas a tantas otras tiendas de cualquier ciudad del mundo. Tiendas
con las mismas ropas, perfumes, plantas y espejos que muestran a
cientos de paseantes, compradores y empleados globalizados, de Harrods,
apenas quedan sus instalaciones vacías como mausoleo de tiempos
mejores. Alguna vez, una de sus
vidrieras fue engalanada con capelinas, satenes y muselinas en rosa y
natural o beige y los maniquíes emulaban la languidez y el estilo de Eva
Duarte, que sin dudas continúa riendo de la osadía del que se animó a esa
jugada artística.
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El año 1910, en
conmemoración del centenario, se inauguró el Pabellón Argentino. Soberbio
inmueble rebosante de hierro, vidrio y mayólica. Sin embargo, la razón de
su construcción, en 1889, fue la Exposición Universal que se llevo a cabo
en París. La mole, diseñada por el arquitecto francés Roger Ballu, había sido
erigida a la par de la Torre Eiffel, y a la entrada nomás de la
Exposición. La cúpula central estaba rodeada de otras cuatro más pequeñas y las
cuatro columnas de las esquinas rematadas por hermosas esculturas. Tenía 60m de
largo, 25m de ancho y 34m de alto. En el interior fue decorado por
artistas reconocidos en aquellos años: Cormon, Roll, Luc-Olivier Merson.
La crisis económica, allá por el 1890, motivó al Gobierno a intentar vender el
lujoso edificio en Francia. Habiendo fracasado la gestión, el Pabellón
Argentino fue trasladado a Buenos Aires y así metido en cajitas y como un
simple rompecabezas de vivos colores le fue obsequiado a La Ciudad. Se
reconstruyó en la calle Arenales al 600, sobre la barranca de la Plaza
San Martín, entre Maipú y Florida. En el mismo lugar donde poco antes se
encontraban aun los antiguos cuarteles militares del Retiro. Fue el ingeniero
Waldorp, el mismo que diseñó el Puerto de La Plata, quien dirigió la obra a la
que se le puso punto final en 1893. Según Bonifacio del Carril: "Se
celebró un contrato con una empresa particular para explotarlo como sala de
conciertos y teatro. En la bajada de Maipú se construyó otro edificio para
servir de confitería. Pero el negocio fracasó y allí quedó el Pabellón
Argentino, solitario, en el alto de la barranca, soportando las inclemencias
del tiempo” y de los tiempos por venir. Para empezar fue sede del Museo de
Productos Nacionales para ser visitado por todo aquel extranjero que quisiera
conocer las riquezas del país y sacar conclusiones de nuestro porvenir; no
contentos con la finalidad, poco después se reemplazaron los productos
naturales por el arte y se instaló allí el Museo Nacional de Bellas Artes.
Aunque de origen francés y alardeando de sus lujosas y modernas instalaciones,
el pobre Pabellón quedó ajeno y descolocado, extranjero en medio de un tembladeral. Sus dos plantas
nunca alcanzaron a satisfacer a La Ciudad. La Dirección del Museo solicitó al
arquitecto Martín S. Noel diseñar un edificio complementario que nunca fue
construido. Una vez más, el Museo de Bellas Artes fue trasladado, en esta
ocasión a la Casa de Bombas de la Recoleta donde aun hoy funciona, pero esa es
otra historia. Lo que atañe a ésta es que allá por el 1931, cuando se decidió
ampliar la plaza San Martín y sus paseos, fueron demolidos varios edificios de
los alrededores, entre ellos el coqueto Pabellón Argentino.
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En 1702, el
gobernador Agustín de Robles construyó su residencia y un pequeño fuerte con
los cañones apuntando al río, que fue bautizada como “El Retiro”, en homenaje a
“El Buen Retiro”, la casa de campo de los reyes de España en Madrid. Un
buen día, uno malo en realidad, la propiedad fue vendida a la Real Compañía de
Guinea, empresa británica que traficaba y comercializaba los esclavos que
traían a La Ciudad. Rondando el 1800 se construyó la plaza de toros con su
contorno que llegaba hasta la Plaza San Martín, en lo que hoy es su frente
hacia la Avenida Santa Fe. Fue en torno al fuerte y a la compañía negrera
que la zona fue tomando vida. Llegada la década del setenta, muchas familias
llegaron al sector escapando de la fiebre amarilla que asolaba las callecitas
del barrio Sur en torno a la Calle Larga, hoy Avenida Montes de Oca. De ese
modo fue creciendo el barrio del Retiro que muy de a poco iría dando
apertura a las avenidas más coquetas de La Ciudad: Santa Fe, Alvear y
Florida. Pero entre unos y otros momentos, allá por el 1820, un inglés
que no sin darse a conocer se arrogó su derecho a opinar, escribe: “El Retiro,
destinado a cuarteles se halla en el extremo norte de La Ciudad y no tiene de
notable más que su apariencia teatral y sus paredes pintarrajeadas. (…) Los
criminales son fusilados en ese sitio, siempre que su delito no tenga carácter
político. Ubicado en un terreno no elevado, cerca del río, el edificio ofrece un
aspecto agradable”. En éste barrio, en este otro hueco de las ánimas y
denominado hoy Catalinas Norte, a causa de la presencia del convento de
clausura, cercano al río se encontraba la Bajada de las Catalinas, hoy calle
Viamonte ,que era camino muy bien utilizado por la compañía inglesa The
Catalines Warehouse and Mole Co. Ltd., que levantó sus galpones y un
espigón en terrenos ganados al río entre las actuales calles Paraguay y Marcelo
T. de Alvear. A finales del siglo XIX, se construyó la Dársena Norte y poco
después del Puerto Nuevo. La zona, de poco, fue perdiendo su
actividad portuaria. En buena parte de aquel predio, durante la década del 30,
se creó un parque de diversiones “El Parque Japonés”, pero eran tiempos de
guerra y habiendo entrado Japón en conflicto con el mundo, se decidió llamarlo
“Parque Retiro”. No importó demasiado, porque seguía siendo aquel lugar que
prometía felicidad a cambio de echar una moneda en la ranura de alguno de sus
juegos; pero bien claro está que nada es permanente para La Ciudad,
caprichosa y enamoradiza, ni siquiera la diversión. Por lo tanto, durante los
años 60 el parque fue destruido para dar lugar a todos esos edificios, que
hoy llaman inteligentes, en contraste con la bruma, por esos lares,
todavía alcanzamos a percibir unas pinceladas de río.
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Luego de haber
pasado por propietarios de dudosa
reputación, allá por el 1718, el predio y la propiedad fueron vendidos a la
Compañía Inglesa del Mar del Sur, que reemplazó a la compañía francesa en
cuanto a la trata de esclavos. Extraños orígenes para lo que hoy, sentados en cualquiera de
sus bancos e inmersos en la magnífica arboleda dispuesta también en este caso
por don Carlos Thays, podemos apreciar.
Era por aquellos días un descampado con
su barranca. Luego fue emplazada ahí
la segunda Plaza de Toros de La Ciudad, inaugurada un 14 de octubre de
1801, de forma octogonal, con ladrillos
a la vista y de estilo morisco; plaza que además de oficiar como divertimento
de los ciudadanos presenciando los creces sangrientos y las lidias entre
toreros y toros, fue escenario en 1807 de no menos cruentas batallas entre
las tropas españolas y las inglesas; una vez que La Ciudad fue reconquistada
empezaron de nuevo las corridas de toros. La Plaza fue demolida en la segunda
década del siglo y por aquella defensa de los españoles se nombró el predio
como Campo de Gloria. Hacia el 1812, el
regimiento de granaderos a caballo, al frente de don José de San Martín, y los
cuarteles se instalaron en aquel campo. En tiempos del gobernador don Juan
Manuel de Rosas, en aquel lugar llamado para entonces Campos de Marte, funcionaron calabozos. La historia fue
sumando contradicciones y derramando sangre en éste espléndido lugar. Solo se pensó un nombre definitivo cuando se
supo que en Chile se levantaba una estatua en honor al libertador San Martín.
La Ciudad y alguna de sus autoridades consideraron que se le debía un homenaje.
Para empezar y por el momento, el ingeniero Nicolás Canale, remodeló los Campos
de Marte a modo de paseo con fuente,
escalinatas, enrejado y dos altos pilares a la entrada, todo al mismo
tiempo que se realizaba la estatua,
inaugurada en 1862. No obstante, solo en 1878, se fue rebautizada como Plaza
San Martín. En 1931, Tahys hermoseó el parque extendiendo los jardines hasta
los bajos del Retiro. Ahora todo esta ahí, desde el pie del monumento y más
allá del balaustre de cemento se extiende el parque con el monumento que
recuerda a los caídos en la guerra de Malvinas y un poco más adelante
enfrentado a la plaza la Torre de los Ingleses. En los alrededores aun se lucen
decimonónicos palacios de la magnitud del Hotel Plaza, el edificio Kavanagh
y el Palacio San Martín entre otros y la
desembocadura de la calle Florida, por la que
ciento de turistas se arrojan hacia la incomparable sombra de la plaza y
la ocasional presencia de alguna muestra con fotografías de La Ciudad y su
historia aunque no de la plaza.
51
A finales del
siglo XIX, La Ciudad había crecía voraz y asimétrica. Con esa adolescencia en
ciernes, quién mejor que la elite gobernante para seducirla provocándole
deseos. Acorde al mandato debía ser frívola y consumista. A cambio de ser
exportada como materia prima sería recompensada con la más exquisita
modernidad, tecnología, mano de obra y capitales. Imprescindible
construir, entonces, sitios más acordes donde mostrar y vender las tantas
novedades que llegaban a su regazo. Ya no resultaban convenientes los
mostradores de las ferias en calles o mercados, tampoco los puestos de las
Recovas del Paseo de Julio, hoy Leandro N. Alem, o la recova medieval de
Chester, “esa calle donde -según Eduardo Mallea- una serpiente de luz corría
bajo las arcadas”. Se imponen las
galerías al modo europeo. Cierto regusto aun independista y resquemores con lo
español, provocaron a La Ciudad no pocos devaneos con la cultura francesa o la
italiana y la intelectualidad inglesa. Se levantó entonces una planta en forma de cruz con salida,
o entrada, hacia las calles San Martín, Florida, Viamonte y Córdoba. Francisco Seeber y Emilio Bunge pensaron un
diseño inspirado en las Bon Marche y la Vittorio Emmanuelle, solo que la
bóveda central nunca llegó a ser vidriada sino que en el interior de la cúpula
realizaron murales artistas de la talla
de Spilimbergo, Berni, Castagnino, Urruchúa y Colmeiro. En esos primeros
tiempos los locales se utilizaron como
estudio de pintores y a partir del 1896 fue sede del Museo Nacional de
Bellas Artes. Más adelante, cuando el museo fue trasladado, se instalaron
las oficinas del Ferrocarril Pacífico. Pero al ser nacionalizados los
ferrocarriles la galería perdió una vez más su norte y aunque fue remodelada tampoco se logró el
ambicionado Bon Marché. En 1989, las Galerías Pacífico, fueron declaradas
monumento histórico y tres años después se logró imponerles el perfil para lo cual fueron originalmente
pensadas. Sin embargo, pese al halo de frivolidad que las alumbra nunca se la
apartó del arte, no solo fueron conservado los primeros murales sino que fueron
realizados algunos más y se dispuso un gran espacio cultural, el Centro Jorge
Luis Borges, en homenaje al poeta que por cierto nació casi a la par de aquel proyecto inicial
de las galerías y a pocas cuadras al 900
de la calle Tucumán. Igual que La Ciudad, bajo sus murales,
pinturas nuevas y múltiples recovecos por donde deambulan tantos
poetas, caminantes y turistas las
Galerías Pacífico atesoran infinitas historias: las del origen, las del
paso del tiempo y las de hoy, porque en sus veredas y la de los alrededores,
otro perfil de ciudad se ofrece a los turistas, perfil que erróneamente
consideran típico de la calle Florida y
las Galerías Pacífico, los vendedores ambulantes de sahumerios, remeras y
platos pintadas, retratistas, niños refugiados con semblantes balcánicos que
hacen música en sus acordeones,
bailarines de tango, un paisaje impensado por La Ciudad a quien cada vez más le cuesta mantener su identidad. O
darse cuenta al fin que ésta era su verdadera identidad.
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Las tierras que Juan de Garay,
repartió generosamente más adelante fueron donadas a entidades religiosas. Don
Juan de Narbona, a fines del siglo XVII donó parte de esas tierras a los frailes
recoletos que construyeron sus conventos. En 1715, dos arquitectos jesuitas
empezaron la construcción de una Iglesia que después de numerosos
reformas fue terminada con una torre de treinta metros e inaugurada un 12 de
Octubre de 1732. Distinguida la zona por la vida de familia y el ambiente
popular de las fiestas durante los días de Nuestra Señora del Pilar, no
siempre reinaba la concordancia. En un decreto del 10 de Octubre de 1787 puede
leerse: “…En el convento de Recoletos, extramuros de esta Ciudad, se
celebra el día 12 la acostumbrada festividad de Nuestra Señora…(…)Es
conveniente precaver todo motivo de exceso de pulpería…” y, para evitar tales
desmanes de pulpería la autoridad fortalecía la seguridad policial y
premiaba la concordia con una rifa cuyos premios eran: “medias de seda,
esclavinas de lino, pañuelos de seda para el cuello y las narices, pañoletas de
felpa con guarda y abanicos de papel con esmalte”. Por otro lado, en los muros
que daban al río, por muchos años, se mantuvo una batería presta a cañonear a
quien intentase desembarcar con el propósito de ocupar La Ciudad. Durante una
noche interminable, del año 1806, veló don Santiago de Liniers implorando
la protección divina para poder libertar La Ciudad de las tropas británicas.
Con el tiempo, el gobernador Martín Rodríguez y su ministro don Bernardino
Rivadavia expulsaron y expropiaron a los padres recoletos y la iglesia se
cerró. A fin del siglo XIX se decidió recuperarla pero no fue sino hasta
doscientos años de su inauguración, en 1932, cuando el arquitecto Millé logró
restablecer la fachada original de la Basílica, declarada Monumento Histórico
por el papa Pío XI. Historias aparte, andando por sus claustros con los cantos
gregorianos emergiendo de los muros encalados o por detrás de alguno de los
retablos, se respira aun hoy una paz
verdadera y anciana.
53
Con esa dicotomía permanente entre la vida y la muerte que desde sus orígenes
reina en La Ciudad, la zona de Recoleta, engalanada con parques, árboles añejos
más los ciento de toldos bajo los cuales los artesanos mercadean con los
paseantes, la muerte observa su entorno
sin pudor. Impone su presencia con esa paz que trae desde el viejo
“camposanto”. Hubo épocas que los muertos comunes eran inhumados en los fondos
de la iglesia y los de los grandes señores o señoras dentro del templo mismo.
Durante el gobierno de don Marín Rodríguez, su ministro, don Bernardino
Rivadavia, en 1820, decidió expropiar el huerto de la Congregación Franciscana
para construir el primer cementerio de Buenos Aires. Dolores Maciel, una joven
uruguaya, y Juan Benito, un joven liberto, fueron los primeros en recibir
sepultura en el lugar. Pensado, en 1863,
solo para católicos un decreto del presidente Mitre, permitió que fuesen
inhumados sin distinción de religión. Pasados los años, el sitio cayó en tal
estado de abandono que en 1880, don
Torcuato de Alvear, primer intendente de
Buenos Aires, ofreció la remodelación de la necrópolis al arquitecto Buschiazzo
convirtiéndolo en la última morada de las familias patricias. Adusto y pomposo a la par, el Cementerio de
la Recoleta con sus puertas neoclásicas, las columnas griegas y los bronces, las
esculturas de mármol y sus paseos
arbolados, el cementerio de la
Recoleta, deslumbra hasta por la calma. Serenidad que interrumpe uno que otro bocinazo, el aletear
de palomas o algún zorzal desorientado. Por sus callecitas, estrechas unas y
amplias las otras, viendo las
leyendas y los apellidos burilados en los mausoleos se toma conciencia de
muchas cosas. Entre otras, que esos apellidos son algo más que el nombre de las
infinitas calles de Buenos Aires y de
las ciudades del interior, sino que pertenecieron a los señores y señoras de
las tantas familias que, para bien o
para mal, se ganaron un lugar en la historia de la Nación Argentina. En cuanto
a su pasado, el cementerio tiene casi el mismo que el convento de los Recoletos
y es desde sus claustros, a través del alabastro y el ónix de las
berenguelas, donde mejor relucen los
mármoles de los seres alados y las torres de los panteones. Pero el sitio atrae
por mucho más. No faltan los fantasmas
andando codo a codo con los paseantes o la dama
de blanco que les roza con su velo. Entre esas historias, una de las más impactantes es la de Rufina
Cambaceres. La pobre muchacha murió a los 19 años, el 31 de mayo de 1902. Hija
del escritor y político Eugenio Cambaceres, una noche preparándose para asistir
al teatro perdió el conocimiento. Cuando
el médico llegó dio a sus padres la noticia de que la muchacha había muerto. Se
llevó a cabo el velatorio y su féretro fue traslado a la bóveda familiar. Al
día siguiente, alguien avisó a la familia que el cajón estaba abierto, arañada
la tapa por dentro y Rufina en el suelo. Las hipótesis acerca del
acontecimiento fueron varias, la más
sencilla es que habría sufrido un ataque de catalepsia y al despertar arañó el
cajón hasta hacerlo caer al suelo y abrirlo…hay quienes dicen que cuando quiso
abrir la puerta de la bóveda cerrada por fuera ‘volvió a morir’. También que el
cajón fue abierto para robarle las joyas con que fue sepultada. Pero existe
otra, aun más terrible, y es que la señora Cambaceres acostumbraba a dar
tranquilizantes a su hija para poder pasar ese rato con el novio de Rufina de
quien estaba enamorada y aquella noche en particular la dosis fue una
sobredosis. Sea como fuere, lo cierto es que pasado unos días el novio se suicidó frente al Café
Tortoni aunque también en esto hay otra versión; dicen que en realidad el novio era el por entonces joven don
Hipólito Irigoyen, con quien la señora Cambaceres tuvo un hijo. Un año más
tarde, en homenaje fue erigida la estatua de Rufina con su mano en el
picaporte, al frente de la bóveda. Pese a que finalmente se la puso en un ataúd
de un solo bloque de mármol milanés, se le atribuye a Rufina la leyenda de la bella ‘dama de blanco’ que
recorre las afueras de su sepulcro y el cementerio con quien la invite a salir.
A raíz de este episodio y por miedo a padecer de catalepsia, don
Alfredo Gath, uno de los dueños de la por entonces importante tienda
Gath & Chaves, hizo construir para sí un ataúd que pudiera abrirse de
adentro y al mismo tiempo hacía sonar una campana de aviso, sistemas ambos
probados por él en varias ocasiones pero que no tuvo ocasión de activar durante su
muerte. Como estas, las leyendas
son miles y de todo tipo. Con los años, a
la aristocrática necrópolis le tocó conceder algo de su espacio de
leyenda y su breve cielo para dos grandes mitos populares de La
Ciudad: el boxeador Luis Ángel Firpo y Evita.
54
El Museo Nacional de Bellas Artes,
con su imponente rosado colonial, abrió sus puertas una Navidad de 1896,
bajo la dirección del pintor Eduardo Schiaffino y, como todo en La Ciudad,
guarda una larga historia. Allá por el 1823, Bernardino Rivadavia creo el Museo
Público de Historia Natural, aunque secretamente lo había pergeñado como un
reducto dedicado al Arte. Más tarde Rivadavia viaja a Londres por una misión
oficial, pero guarda en la manga su secreto deseo adquirir obras de arte para
ser apreciadas por los argentinos. La Casa Baillot, Piet y Cía., desde París
comenta a don Bernardino que en Madrid, un tal José Mauroner posee una
colección de pinturas originales de las escuelas española, flamenca francesa e
italiana, más apropiadas para un museo que para una colección particular.
Rivadavia, invita a Mauroner a trasladar su pinacoteca a Buenos Aires. Cuando
Rivadavia regresó de Londres fue nombrado Presidente. Casi a la par, el pintor
suizo Joseph Guth, director de la Escuela de Dibujo de la Universidad, propuso
Rivadavia la creación del Museo y la Academia de Bellas Artes, señalando que:
"por su clima y situación geográfica y política - La Ciudad y la Argentina
toda- convida a la juventud a seguir esta brillante carrera..."
Mientras se da curso al gran sueño cultural de Rivadavia y tantos otros,
estalla la Guerra del Brasil. Mauroner no pudo desembarcar en Buenos Aires y la
idea de Gouth queda para otro momento.
La guerra como siempre, interrumpe el
progreso, con más razón en lo cultural. Se suma a esto, la toma de un acuerdo
de paz poco feliz de parte de Rivadavia. Para cuando Mauroner logra llegar a
Buenos Aires, Rivadavia ya había sido exiliado después de obligarlo a
dimitir, además reina ya otra contienda civil. Apenas rondando el final de siglo,
en 1877, se reciben más obras en donación que se van guardando en depósitos de
la Biblioteca Nacional, a la espera de la habilitación del Museo. Se crea
una Sociedad Estímulo de Bellas Artes, puesta en marcha por Alejandro
Sívori, Schiaffino, el periodista Carlos Gutiérrez y el pintor Juan Camaña, con
tantos otros pacientes amantes del arte deciden reunirse en un local cercano a
la Plaza de Montserrat en el funcionaba una Academia Libre y exposición
permanente de obras argentinas y extranjeras. Primer esbozo del Museo Nacional.
Más adelante en 1896, y luego de otros intentos, en el Bon Marché, hoy Galerías
Pacífico, se inaugura al fin el Museo Nacional de Bellas Artes y una nueva
historia comienza. La insistencia de Estímulo y del Ateneo, de Schiaffino
y sus colegas, convierten a La Ciudad -la cosmópolis de Rubén Darío- en el
mayor centro de arte de la América latina. Nuevos espacios se abren y galerías
de Arte en los alrededores de la plaza San Martín. A fines del siglo XIX, se
celebra justamente en la plaza San Martín, la Exposición Nacional de Industria,
Comercio y Ganadería que expone una importante muestra de arte argentino, más
de obras entre esculturas y telas, entre las pinturas una del manco
Cándido López, de su serie o visión de la Guerra del Paraguay. Las obras
se exhiben en el Pabellón Argentino. En 1905, el Gobierno decidió nombrar la
Sociedad Estímulo como Academia Nacional de Bellas Artes y Escuela de Artes
Decorativas e Industriales, bajo la dirección del pintor Ernesto de la Cárcova.
Durante el centenario de la Revolución de Mayo se celebró otra Exposición
Internacional, en Palermo, meses después la Muestra de Arte, inaugurada en los
locales provisorios en torno al Pabellón Argentino de la Plaza San
Martín, pasó a ser sede del Museo. Pero, La Ciudad se vio de nuevo sacudida por
la modernidad y aquel Pabellón Argentino ocupaba un lugar poco propicio al
progreso del barrio. La Municipalidad decide ceder a la Comisión Nacional de
Bellas Artes, la antigua casa de Bombas de la Recoleta, en lo que era por
entonces el 2200 de la Avenida Alvear al 2200 y donde desde se filtraban las
aguas tomadas al río para reservarlos luego al tanque ubicado en la Plaza
Lorea. Aquella vieja Casa de Bombas fue puesta en mano del arquitecto
Alejandro Bustillo, que iluminó sus grandes salones dándoles un aire sereno y
acorde para contener en sus paredes y galería tantas obras que desde comienzos
del siglo XIX eran donadas por artistas y gobiernos extranjeros y artistas
nacionales, para cuando el Museo de Bellas Artes, pudiese tener su propia casa
hermoseada su exterior con el impecable rosa colonial que debió tener desde el
origen y en un barrio recoleto rodeado de parques.
55
Desde la vereda del Palais de Glase,
en la esquina de Posadas con Ayacucho, se puede apreciar una panorámica
de la zona. Los toldos de los artesanos rodeando la plaza, las distintas torres
del convento de los Recoletos y la Iglesia del Pilar, los árboles añosos con
sus inverosímiles raíces, las cotorras sobrevolando el parque. Hacia el otro
lado las ventanas de la casa de Bioy Casares y Silvina Ocampo. Fue levantado en
1910 con la idea de que funcionara como pista de hielo de 21 metros de
diámetro. Por la década del 20 se convirtió en un
importante salón de baile, por el que pasaron toda la elite y las orquestas
tangueras. Enrique Cadícamo le dedicó uno de sus temas: “Palé de Glas / del novecientos veinte,(…) Allí bailé / mis tangos de
estudiante, / allí soñé con los muchachos de antes”. Diez años más tarde,
cuando el tango había regresado a sus originarios barrios del Abasto, Villa Crespo, Boedo y Almagro, el Municipio de la Ciudad cedió las instalaciones
al Ministerio de Educación y Justicia de la Nación, como Dirección Nacional de
Bellas Artes. Aun perduraban aquellos primero aires que inspiraron al poeta:
“Noches de Palé de Glas! Ilusión de llevar el compás./ Tu recuerdo es emoción / y al mirar que ya no
estás/ se me encoge el corazón...” siempre un poco a la deriva el “Palé de
Glas” igual el poeta a quien por esos tiempos Carlos Gardel le dio una de sus grandes alegrías, grabar su tango
“Madame Ivonne”, sin saber que sería el último que podría grabar en Buenos
Aires. Pero claro que esta es otra historia aunque hace siempre parte de la
misma, porque uno de los asiduos concurrentes había sido Gardel que, un 11 de
diciembre de 1915, cumpliendo 25 años decide festejar en el Palais con un grupo
de amigos, entre los que estaba el actor Elías Alippi. Pero no todo pudo ser
festejos. Al parecer uno ajeno al grupo y alcoholizado toma como blanco de
bromas a Alippi burlándose de su
flacura. Gardel enfrenta al hombre en defensa de su amigo, pero aparecen otros
parranderos amigos del agresor y Gardel no se achica, cuando la cosa pareció
terminada, Alippi y Gardel salen y toman un coche para ir al Armenoville, pero
cuando pasan por Libertador y Agüero, vuelven a toparse con los parranderos que
les interceptan el paso, se bajan y reanudan la pelea hasta que estalla un tiro
y Gardel cae herido desde aquel momento llevó esa bala en el pulmón, que el
médico por temor a algo peor no quiso quitar; la misma bala que detectan años
más tarde cuando, muerto en el accidente en Medellín, le realizan la autopsia
porque se piensa que pudo haber existido una pelea en el avión o algún atentado.
Pero hoy, que ni Cadícamo, ni Alippi, ni
Gardel están vivos, el Palais se mantiene en pie y en esa veintena de metros cuadrados de su
pista aun resuenan la risa y los pasos de aquellos y de tantos otros. Aun hoy,
a casi cien años y declarado monumento histórico nacional, no es difícil imaginarlo en el apogeo de sus salones de baile y
tango, como lugar de encuentro entre señores recoletos, malevos y compadritos
junto a esas mujeres ‘a lo Klimt’, y el champagne, las luces, los vitrales, las
columnas, los balaústres y escaleras alisadas con el paso de los que por ahí
deambularon y aun deambulan con sus historias probables.
56
En los jardines
cercanos a la Recoleta, en el parque Thays, fue emplazado uno de los torsos
humanos más contundentes de la Historia del Arte. El fornido, con su tonelada de hierro, da muestra de la carga que
su propio cuerpo provoca en el hombre dejándole sin cabeza para pensarse a sí
mismo y a esta sociedad que lo incluye día a día en sus ambiciosos programas de
exclusión. Sin piernas para andar, sin brazos para trabajar ni amar, se
convierte por obra y gracia de la realidad, en un monumento que da fe del ser
latinoamericano ante el mundo de hoy. Tal vez, las intenciones del artista
colombiano Fernando Botero fueron otras. Pero sabemos que la gran obra del Arte
consiste en liberar al autor de las figuras que lo angustian y al espectador,
en este caso, de poder recuperar la cabeza, los brazos, las piernas y sobre
todo la mirada. El torso de Botero en ese ligero entorno que lo contiene, no
solo nos invita a verlo, con su vigor nos obliga a recrearlo. Para
semejante tarea fue pensado por el ‘antioqueño’ éste torso que luego de ser
expuesto hace quince años en Les Champs-Elysees, debió cruzar el
Atlántico de pie y en la cubierta de un barco. Arribó a Buenos Aires, en 1994,
del mismo modo que doscientos años atrás viajaron los primeros inmigrantes que
con la misma contundencia llegaron a estas tierras. Claro que no fue el primer
desplazamiento del colombiano y su obra. Desde la pueblerina Medellín de la
niñez y más tarde progresista urbe convulsionada por las distintas guerras
hasta los veranos en el taller de Pietrasanta, en la Toscana (Italia), don
Fernando Botero y su rotundo hombre sin cabeza, junto a otras obras
circundantes, imponen su presencia a La Ciudad.
57
La esquina: Jorge
Luis Borges con Honduras y Malas Artes el bar, en el centro mismo de Palermo
Viejo, en diagonal a la Plaza Julio Cortázar; el sol, uno reticente
de finales de invierno o de comienzos de primavera, según se mire. Las acacias
de la plaza andan pródigas en verdes pero los paraísos todavía ostentan racimos
de bolillas doradas. Por el momento las
flores son promesa, apenas un recuerdo
del verano que pasó. Algunos turistas
van y vienen, sin prisa, a la par de los menos apurados vecinos. En una mesa, justo
donde empieza la ochava de la vereda adoquinada, alguien escribe. Por el
aspecto y el aire podría ser poeta, pero la expresión de su cara y sus manos,
dan indicios de otra cosa. Escribe demasiado rápido para que esas tantas
palabras se le acomoden a los versos. Cómo podría darle tono y música con
esa velocidad del lápiz en el papel y los ojos tan ávidos del paisaje, de
aquella esquina que simboliza a tanto poeta. No si no es poesía lo que escribe,
apenas un texto con pretensiones de poema, una carta de amor o un
esbozo de carta con unas líneas inspiradas por el desamor. Borbotones de
unas pocas ideas acompañados con una ‘lágrima’ o un pocillo de leche tibia con
gotas de café. No es poema, es solo una fotografía tomada con palabras, en blanco y negro las palabras, y desnudas,
desguarnecidas ante el curioso resplandor de una tarde de invierno con vanas
promesas de primavera, y de poesía. Claro que el barrio es mucho más que
sus poetas inspirándose en tardes soleadas. Alguna vez se llamó Villa Alvear,
apenas unas manzanas que hacían parte del barrio de Palermo que diseñó el arquitecto
Antonio Buschiazzo. Era el de las casas
bajas que orillaban el arroyo Maldonado, hoy entubado, calles atravesadas por
algunos pasajes estrechos y empedrados, pintorescos y coloridos, como el pasaje
Soria, Santa Rosa, Russel y Cabrera.
Borges, pasó parte de su infancia
en el barrio, en "Una manzana entera en mitad del campo/ expuesta a las
auroras, lluvias y sudestadas/ la manzana pareja que persiste en mi barrio/
Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga"...
58
La plaza
Cortázar, alguna vez llamada Serrano, es el corazón del barrio y cómo no habría
de ser el corazón del barrio, y el
barrio del corazón, si se la alcanza
caminando a paso lento desde la Avenida Santa Fe, por la calle Jorge Luis
Borges. Cómo saber hoy cuál de esas veredas a las que hace referencia Julio
Cortázar porque nunca más pudo andar, eran las que caminaba en sus
remembranzas. ‘De pibes la llamábamos la ‘vedera’, y a ella le gustó que la
quisiéramos. En su lomo sufrido dibujamos tantas rayuelas. Después, ya mas
compadres, taconeando, dimos vuelta manzana con la barra (…) A mi me tocó un
día irme muy lejos. Pero no me olvidé de las ‘vederas’ …Aquí o allá las siento
en los tamangos. Como la fiel caricia de mi tierra. Cuanto andaré por ahí hasta
que pueda volver a verlas’. Pudiera ser ésta esquina, frente a la plaza
que lleva su nombre, las de las acacias tupidas y los paraísos que
aun conservan sus racimos gualda. Sin brotes nuevos ni
pimpollos todavía, pese a este sol de finales de invierno o comienzo de
primavera. Esta vereda con una mesa en la que siempre alguien escribe y que por
su aspecto podría decirse que es poeta. Sin embargo escribe demasiado
para que tantas palabras quepan en un poema. Cómo habría de darle forma a
los versos con esa velocidad del lápiz en el papel y los ojos tan
inquietos. Quién sabe si se trata de una
de esas ‘vederas’. Lo real, hoy, es que el sol cae a pique en éste cruce
de Borges con Cortázar. Seguramente no es la vereda en el que alguno de
los dos poetas pensó encontrarse con el otro, sin embargo y aunque
desde veredas opuestas, qué duda cabe que además del espanto y la
condición de parias, de no pertenecer a ninguna parte o de pertenecer a todas,
a Borges y a Cortázar los une, hermana este entrañable amor a la Palabra,
a La Ciudad y a cierta esquina.
59
Hay quien dice que el nombre de Palermo proviene de don Juan Domínguez
Palermo, joven siciliano que llegó a estas tierras allá por el 1583, y no solo
se enamoró de la zona sino de doña Isabel que heredaría las tierras de su
padre un tal Gómez de la Puerta Saravia,
otro de aquellos a los que don Juan de Garay benefició con algunas parcelas de
la Santa María; aunque también se dice que el nombre proviene de San Benito de
Palermo, o San Benito El Moro o San Benito el Negro, nacido en el obispado de
Messana; franciscano y milagroso San Benito fue
canonizado por Pío VII, en 1807;
su culto se extendió ampliamente y fue
considerado el protector de los pueblos negros, pero esta es otra larga historia. En realidad ambas cosas pueden ser.
En 1836, cuando don Juan Manuel de Rosas
compró esas tierras había un pequeño arroyo al que la dueña anterior
llamaba Arroyo de Palermo, porque ese
curso de agua y el humo que venía de los
mataderos le recordaban a sus viajes a Sicilia, arroyo que, además, cruzaba la
quinta de los Unzué, donde un vecino
había levantado la capilla de San
Benito, para que sus esclavos pudieran ir a misa los domingos. Lo cierto es
que Don Juan Manuel de Rosas adquirió ese predio, ya conocido como Palermo de San Benito o San
Benito de Palermo, en verdadero estado
de abandono y decidió construir su
residencia, ubicada en los alrededores
de lo que hoy es la esquina de Libertador y Sarmiento, nombrando la zona como
Palermo. Más adelante, caído el gobernador Rosas en la batalla de Caseros, otro guerrero no
menos prolífico ni temible, Urquiza, hizo propia la residencia del exgobernador
pero nuevamente la zona cayó en el abandono hasta que en 1875, el no menos temible combatiente, pero
de la pluma y la palabra, don Domingo Faustino Sarmiento, decidió crear el parque Tres de Febrero. Poco después
surgieron el Jardín Botánico y el Zoológico. Pero semejantes propietarios
devenidos hoy en espíritus errantes de la zona, no podían dar como resultado
sino un barrio de guapos y malevos encontrados, a punto siempre de despuntar el
facón por cualquier minucia o durante la espera acodados en las ochavas y
silbando milongas por lo bajo, Palermo. Sin embargo, la zona también era
frecuentada por compadritos de ‘familia bien’ que entre tangos, milonguitas y champagne,
hacían de las suyas en el mítico bar de Hansen y en otros similares. Un siglo
más tarde, un no menos compadrito aunque también de la palabra, dedicó su
fervor en poemas aunque sin animarse a salir mucho de su jaula de oro
para recorrer sus calles. Y entre todos los guapos dedicó palabras de
admiración a otro poeta de se ganó La Ciudad, Evaristo Carriego,
porque según Jorge Luis Borges Carriego fue de los primeros “que se
propuso cantar al barrio. El barrio era Palermo, pero no ese al que mi familia
se mudó hacia 1902, sino el Palermo del siglo pasado”. El de dos siglos atrás.
60
Sabemos que nada es como entonces,
tampoco el Jardín Botánico, por lo menos no en su totalidad. Difiere mucho de
los jardines que pensaron por aquellos días primeros cada uno de los que lo
planificaron. En cada rincón y lo largo del tiempo historias hay
muchas. De la inmediata, podemos visualizar los gatos custodiando sus dominios
desde lo más alto de los magnolios y jacarandás, de las cornisas y
mansardas y aun del invernadero donde cada tanto son obligadas a florecer
fuera de su ámbito a ciento de orquídeas. Es que por esos pagos todo fue así
desde el origen. De sus historias anteriores, imposible olvidar a don
Juan Manuel de Rosas, “padre ya mitológico de Palermo”, en palabras de
otro mitológico palermitano, Jorge Luis Borges. Quien sabe cómo y con qué
artificios se había ganado el Gobernador esas no menos ambiciosas
tierras entre las Avenidas Santa Fe y el Río. Pero lo que fácil se gana fácil
se pierde suelen decir, al tiempo derrocado ya y exiliado todas sus
propiedades pasaron a manos del otro Rosas, Justo José de Urquiza. Finalmente,
fue Sarmiento quien pensó para esos lares otros destinos.
Aunque tal vez tampoco lo soñó tan popular ni siquiera como paseo.
Durante los últimos días de su gestión como presidente echó a volar el
proyecto del gran parque, pero al fin fue el intendente don Torcuato de Alvear
quien propuso al Director de Paseos de La Ciudad, don Carlos Thays dar el
toque definitivo al Jardín Botánico y los parques de los alrededores. Sin
embargo, esos primeros malevos y compadritos, desde Rosas hasta Thays,
pensaron que era suficiente con abrir una Avenida entre el Botánico y el
Zoológico para separar las aguas, en realidad las especies. Es que nunca fue
tierra de dóciles. Un verdadero duelo de titanes se viene librando desde sus
orígenes y los gatos se sabe como son. Van siempre a su aire, todo el mundo es
su hogar, como los poetas, como el mismo Borges que acabó adueñándose de buena
parte de La Ciudad. Los gatos, sin hacer caso de aquellos señores que a su
debido tiempo se fueron creyendo dueños del solar, acabaron por instalarse a
sus anchas en una verdadera comunidad. Deambulan displicentemente entre los
transeúntes que, creyéndose en un paseo público, les dan de comer a
cambio de que los gatos les permitan tomarles unas pocas fotos.
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Al decir de Jorge Luis Borges “La
primera edificación de esa punta, fueron los mataderos del Norte, que abarcaron
unas dieciocho manzanas entre las venideras calles Anchorena, Las Heras,
Austria y Beruti (…) aunque los corrales desaparecieron en el setenta (…) la
figura es típica del lugar, atravesado siempre de fincas –el cementerio, el
Hospital Rivadavia, la cárcel, el mercado, el corralón municipal, el presente
lavadero de lanas, la cervecería, la quinta de Hale- con pobrerío de golpeados
destinos alrededores”. Una quinta de las inmediaciones era mentada
por “el aparecido que visitaba el costado de la calle Agüero,
reclinada en el brazo de un farol la cabeza imposible. Porque a los
verdaderos peligros de un compadraje cuchillero y soberbio, había que sumar los
fantásticos de una mitología forajida: ‘la viuda’ y el estrafalario ‘chancho de
lata’, sórdido como el bajo, fueron las más temidas criaturas de esa religión
de barrial. Antes había sido una quema ese norte: es natural que gravitaran en
ese aire basuras de almas. Quedan esquinas pobres que si no se vienen abajo es
porque están apuntalándolas todavía los compadritos muertos”. En esa zona de
cuchilleros y sus quintas hoy solo queda en pie el Hospital con una
larga historia que comienza en San Telmo, luego es trasladado a su actual
ubicación fue motivo de curiosas discordias entre don Bernardino Rivadavia, el
posterior Gobernador don Juan Manuel de Rosas y luego Urquiza. Pensado en sus
comienzos como hospital de mujeres y asilo de huérfanas, el 27 de abril de 1887
el Hospital de Mujeres, es nombrado como Hospital General de Mujeres
Rivadavia. Pero esta parte de su
historia es muy extensa y merecería libro aparte. Para lo que nos convoca,
valga hacer mención a que el parque del
Hospital, pulmón de la zona, tiene
alrededor de trescientos árboles de una cincuentena de especies donados en 1901 por Carlos Thays,
como los Paineros o palos borrachos cuyas semillas fueron traídas del
norte argentino y son las posteriores semillas de estos ejemplares del Hospital
Rivadavia los que dieron origen al resto de palos borrachos sembrados en la
Avenida 9 de julio y en toda La Ciudad,
los que producen esa ‘lanilla o vellón’ con que se rellenaban los almohadones
más costosos de esos tiempos a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Pero
no solo el parque se destaca sino muchas leyendas acerca de dos
esculturas, las llamada ‘Ángel de la
muerte’ y ‘Ángel de la vida’, dos damas de luz de bronce enmohecido rodeadas de
canteros de azules flores agapantus. También fue creado el Patio de los poetas,
gracias a la propuesta y esfuerzo de la hermana Juana, en el 1995, inmerso y a
la sombra del follaje de un magnolio, una casuarina, un ceibo y un higuerón.
Imposible dejar de mencionar la atmósfera creada por los lapachos rosados o,
muy especialmente, el aroma de violetas
fuera de época que, según la leyenda,
aun perfuma y da cuenta del espíritu de otra de las monjitas, la hermana
Crescencia, a quien por su valentía y dedicación, en buena parta atendiendo a
niños con tuberculosis ósea, no solo se le atribuyó la leyenda de su perfume a
violetas desde el momento que murió en Chile, sino que fue reconocida como
beata por el Papa Juan Pablo II.
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El aroma de las
flores de un árbol cercano, puede que un paraíso, embriagan su pensamiento,
apenas se escucha la música que del raspear del lápiz en la página del
libro. No obstante, alza los ojos y mira
hacia alguna ventana de un edificio en diagonal como si la llamase fuera,
probablemente desde esa ventana por la que alguien que desearía
ver, se estuviese asomando y, al mismo tiempo, dirigiera su
mirada hacia el bar del patio de esa
mole de cemento diseñada por los arquitectos Clorinda Testa. Alicia
Cazzanica y Francisco Bullrich, aunque poco importa para el caso, porque
tal vez si el hombre en la ventana mirase hacia el bar solo estaría intentando
vislumbrar por detrás de alguno de los cristales de la confitería, Macedonio, a
la mujer inmersa en un desorden de palabras.
Pero qué importa si cada uno desde su propia ventana, imaginada o real
sueña, lee y reescribe palabras de otro: “Dejo constancia aquí sobre esta
mesa/ de cafés, generalas y blasfemias/ que he sido útil, inútil, justo,
injusto/ valiente con mis miedos y he tenido/ como cualquier mortal hambre y bacterias/
deseos de una mujer de buenos muslos./ Dejo constancia aquí, sobre esta mesa/
que he sido amigo y hombre de furia/ que buscaba de los días de marzo,/ de sus
tardes de sol y viceversa/ que he bebido y festejado el canto por la esperanza/
con mis compañeros, con mis compañeros./ Dejo constancia aquí, sobre esta mesa”
y aun las rubrica como con la firma del autor: Alejandro del Prado. Pero volviendo al cuento, si lo
hay, puede que ninguno de los dos vea o imagine esa otra ventana
desde la que cada uno se asoma a la
búsqueda de un otro. Pero qué importa, qué más habría de importar fuera del
deseo del que sueña aquí o allá, solo importa soñar con dejar constancia del
improbable encuentro, un testimonio, aunque solo fuera un fondo de café
frío en una taza junto a la ventana de la cafetería de la Biblioteca Nacional y
alguna ilusión que se balancea en una
rama del jacarandá, o del barandal del
balcón en diagonal.
63
“Soy campeón del
mundo de un panjuego que todavía nadie conoce: el panajedrez. Soy maestro de
una escritura que nadie lee todavía. Soy creador de una nueva técnica musical,
de una grafía musical que permitirá que el estudio del piano, por ejemplo, sea
posible en la tercera parte del tiempo que hoy lleva estudiarlo. Soy creador de
una lengua universal –la panlingua– sobre base numérica y astrológica, que
tanto contribuiría a que los pueblos se conociesen mejor unos a otros. Soy
creador del neocriollo, lengua que reclama al mundo de Latinoamérica. Soy el
director de un teatro que todavía no funciona…”, se autodefine Xul Solar.
Borges publica “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius” relato no solo de un mundo
imaginario sino de un idioma conformado con palabras formadas mediante la
adición de sufijos y prefijos, inspirado sin dudas en las inquietudes de Xul
acerca del lenguaje. Es otro de esos personajes
que La Ciudad dio a luz a su imagen y semejanza. Controvertido,
bromista, irónico, frecuentador de arcanos, músico, inventor, pintor, filólogo, astrólogo, amante
del ocultismo y la cábala. Leopoldo Marechal que lo recreó minuciosamente en su
obra mayor: “El astrólogo Schultze y Adán Buenos Aires (que no eran otros los
dos personajes de la cicuta) desandaron el trecho que los distanciaba de sus
amigos. (…) Y ciertamente aquellos varones, porteños de origen o de vocación…”
así, como Xul y Marechal, eran Macedonio, Arlt, Borges y otros tantos
excéntricos, cultivando una amistad que solía reunirlos para intercambiar
opiniones en la biblioteca de la calle Laprida, donde hoy están sus obras. El
Museo, fue puesto en marcha por su esposa Micaela Cadenas en 1986, y por el
marchand de Schultze, según los planes y con las obras que el mismo Xul, pensó
para el Pan Club en los años 30. Inaugurado el Museo 43 años más tarde, el 13
de mayo de 1993, la Fundación conserva
la vivienda del artista, sus objetos
personales y los 3500 libros de su
biblioteca personal. Xul no dejaba tema sin tocar, propuso
cambios hasta en el fútbol: “¿Por qué jugar con una sola pelota, y no
con tres o cuatro, y dividir la cancha en seis o doce sectores paralelos, como
en rugby, y cada jugador lleve camiseta con distinta letras para que se formen
palabras y frases?”. Por su lado, Borges, imposible no citar a Borges hablando
de La Ciudad y sus personajes, manifestó de su amigo: “Xul creía que la verdad
era una –dice Borges que se debate en tantas verdades a la vez- pero que cada
uno de nosotros, según su horóscopo esta predestinado a una versión de la
verdad” y haciendo alarde de otra de sus verdades y las diferencias
políticas entre ambos Borges insiste: “Decir que Xul Solar fracasó es absurdo.
Los que fracasamos fuimos nosotros. No hemos sabido ser dignos de ese hombre
extraordinario”. Tal vez ninguno de los dos se equivocó. Casi treinta años
antes Xul dio a conocer “Ciuda y abismos” y la no menos soñada “Vuel
Villa”, una ciudad suspendida en
globos sobrevolando a la otra, La Ciudad afincada en la tierra, con su
multiplicidad de colores a la vera del río y los barcos y ésta otra.
64
A comienzos del siglo XX Buenos Aires
era ‘La Ciudad de los tranvías’. Hoy, viendo fotos de aquellos tiempos noto que
circulaban por la izquierda, como casi todo el tránsito hasta casi la década
del cuarenta. Seguramente, porque buena parte de los vehículos y entre ellos
los tranvías eran de procedencia británica. Habiendo pasado a la
historia, fueron retirados de circulación pero sus rieles no. Me conmueve
pensar a Jorge Luis Borges yendo en tranvía hasta su escuela en la calle Santa
Fe, imaginarlo perdiendo su mirada a través de los cristales ingleses.
Claro que no todo sucedía en el centro de La Ciudad, porque los tranvías, allá
por los 60, también circulaban por los barrios, por ejemplo el mío. Uno mucho
más allá del puente viejo por donde se cruzaba el Riachuelo, donde la avenida
Pavón todavía era de un empedrado desigual. El tranvía era el 52 y hacía el
recorrido desde casi la puerta de mi casa hasta la estación de ferrocarril,
por unas veinte cuadras observaba el caserío con sus jardines colmados de
malvones. Aunque en los suburbios, aquel tranvía nos llevaba al centro, a lo
que era mi centro, el centro de mi mundo por aquellos días, los negocios de la
calle José C. Paz, de Lanús. No, no era el mismo tranvía ni las callecitas de
La Ciudad de Borges. Él conoció los primeros tiempos de los tranvías, yo
los últimos. El de mi infancia desandaba las calles de un barrio
obrero; una vez por semana íbamos a ‘La Veneciana’, probablemente la
primera sucursal, la del cortinado de cadenitas a la entrada y azulejos blancos
hasta el techo, donde la mano mágica del heladero modelada un volcán de
marrón glasé. Cada tanto, aun con el helado en la boca y en los dedos
entrábamos a Grimoldi donde un señor, de corbata fina, me calzaba unos
zoquetes blancos sin mácula y las guillerminas marrones. Era el último helado
del verano, en realidad del otoño y el comienzo de otro año escolar. Los
zapatos me aprietan. La sola idea de meterme en esas guillerminas y dejar
de chapotear descalza en los charcos de agua que caía de la ropa tendida en la
soga de la terraza, me provocaba igual nostalgia que hoy, el recuerdo del
run run de los rieles del tranvía. Apenas después, fueron tiempos igual de
opresores, aunque los zapatos eran otros, mientras el colectivo
atropellaba las vías muertas del tranvía, rumbo al comercial de Lanús y tantas
otras historias de los setenta. En 1961, el Poder Ejecutivo decretó suspender
la circulación de los tranvías. Sin embargo hubo líneas que funcionaron hasta
febrero de 1963, cuando se cumplían cien
años de la puesta en marcha de su circulación como servicio del ferrocarril en
1862, y como transporte urbano
independiente, el “Tramway Central” de los Hermanos Julio y Federico Lacroze
que comenzó a funcionar un domingo de carnaval de 1870.
65
Un día de reyes, del año 1883, la
Comunidad Pasionista creó la Iglesia de la Santa Cruz en la esquina de Urquiza
y Estados Unidos del Barrio de San Cristóbal. Era por entonces un pequeño
templo de madera y zinc. En el año 1977, otro de esos pasionistas, el párroco
Mateo Perdía abrió sus puertas a los familiares de secuestrados desaparecidos,
que por esos tiempos, la época más oscura de la historia buscaban a sus hijos,
nietos y otros familiares. Entre sus paredes, encontraron uno de los
pocos lugares de refugio y contención. Justamente por ello, ese año
1977, un 8 de diciembre se dio uno de los más crueles episodios del
régimen militar. Fueron secuestrados nueve y más de los familiares, de
aquellos desaparecidos, que bregaban por encontrar a los suyos. Entre
éstos secuestrados, desde ese día igualmente desaparecidos, se
encontraban las religiosas Alice Domon y Léonie Duquet, las madres Esther
Ballestrino de Careaga y Mary Ponce de Bianco, y dos días más tarde
Azucena Villaflor, la fundadora de la organización que las nucleaba: Madres de
Plaza de Mayo. Trasladados a la ESMA, donde fueron torturadas, y ante la mirada
indiferente de La Ciudad, fueron arrojados con vida al Río de La Plata, que era
frecuentemente sobrevolado por aquellos misteriosos e imperdonables, como
invisibles, “vuelos de la muerte”. Dicen que de a poco el río los
retornaba a sus orillas, pero como si tantos de sus hijos fuesen capaces de
suicidarse al mismo tiempo, volvían a desaparecer enterrados como NN. En el
2005, el Equipo Argentino de Antropología Forense logró recuperar, después de
27 años, la identidad de tres de aquellos NN: Azucena Villaflor, Esther
Ballestrino de Careaga y Mary Ponce de Bianco. Los pocos familiares que la
dictadura dejó en pie de estas dos últimas Madres, pidieron que se les
diera sepultura en la misma Iglesia donde habían establecido su lucha, esa por
la que habían perdido su vida. Así se hizo. Con tal motivo, la parroquia de la
Santa Cruz fue declarada sitio histórico por la Legislatura de La Ciudad
66
Los tiempos cambian y esto no es
novedad. Una ordenanza municipal allá por los años sesenta prohibió ‘la
tracción a sangre’ por las calles de La Ciudad. Además de los que corren en el
hipódromo, alentados los señores y señoras que esperan ganarse unos pesos
rezándole a San Leguizamo, algunos otros caballos tirando de sus
respectivos coches circulan por los bosques de Palermo, con turistas o paseantes.
El viejo ‘coche de plaza o placero’ empezó a ser nombrado como ‘mateo’ en la
década del treinta; a partir del sainete “Mateo” escrito por Enrique Santos
Discépolo, historia que se desarrollaba en torno a un cochero inmigrante. Pero
Mateo no era el nombre del cochero sino del caballo. En Madrid, al ‘coche de
punto’ se lo conoce como ‘Simón’, el nombre de un cochero a quien
el rey Fernando VII privilegió permitiéndole circular. En La Ciudad, algunos
menos coquetos y al paso deambulan por otros barrios. Puede que ‘la tracción a
sangre’ no sea conveniente, tal vez entonces hasta no es legal. Sin embargo la
reprobación que se tiene en cuenta para con los caballos y sus cocheros
que transportan a los turistas no se tiene en cuenta a la hora de evaluar,
a esos otros caballos con sus carreros que trabajan cargando muebles,
botellas o cartones. Mucho menos considera la ley, ni los mirones, la
‘tracción a sangre’ cuando los que tiran de los carritos hoy por las calles de
La Ciudad, cargados hasta lo indecible, son personas. Niños o adultos. Hombres
o mujeres. Es que el siglo XXI, todavía, no ha logrado La Sociedad
Protectora de Humanos.
67
Nada parece remitir con mayor
intensidad a La Ciudad que unos acordes de bandoneón. Con más razón si se trata
de unos acordes de Astor Piazzolla. Nada más Buenos Aires, nada más Tango que
Piazzolla. Ni el mismo Gardel. Porque la sonrisa y la voz de Gardel remiten a
Mi Buenos Aires querido y a Volver, pero en las entrañas y en esa sensación del
corazón que nos apretuja la garganta cuando estamos dentro o fuera de La
Ciudad, ese ahogo que nos quita el aire, solo lo provocan solo uno acordes de
Verano Porteño o de Adios Nonino. Es que todos tenemos un Verano Porteño que
añorar y quien no echa de menos a su Nonino. Ciertos sentimientos tienen sus
emblemas indiscutibles. Así como ‘La Voz’ es la de Gardel, ‘La Poesía de La Ciudad, es la de Raúl
González Tuñón y La Ironía, la porteña, es la de Borges, aunque en
realidad me inclino a pensar que es la ironía de Macedonio Fernández en la
pluma de Borges, no cabe duda que el sonido del Bandoneón como identificación de lo urbano y de Buenos
Aires, es el de Astor Piazzolla. En su
caso esos rasgos tan porteños o que nos entrelazan con esta porteñidad
que cargamos pese a nosotros mismos, mezcla de río con barahúnda
ciudadana, no importa dónde o cuándo ni cómo, solo la provocan uno o dos
acordes de Piazzolla. No por muy debatido el tema deja de provocar curiosidad,
es otra de sus excentricidades, de las
nuestras. De las tantas que Astor nos legó. Un marplatense que se ganó
su alma de pendenciero entre las pandillas de Nueva York y jugó entre sus
calles los acordes inaugurales de su primer bandoneón, y luego en La Ciudad
nos pone el alma en carne viva con unos
pocos movimientos de aquel fuelle. Como si fuera poca contradicción, nada menos
porteño que el bandoneón y, además, en relación al tango. Porque los primeros,
según cuentan los historiadores, pudo haberlo introducido alguien desde
Alemania, se sabe también de uno que llevaban los hombres de Mitre en la guerra
del Paraguay; el comandante Prado cuenta que durante la campaña que al
supuesto desierto, llevaban un bandoneón que usaban como órgano para dar misa
junto al altar portátil. Quién sabe. Qué importa. Mientras en un Doble A,
como llaman a los bandoneones de mejor calidad, reverberen una
y otra vez los colores del Verano Porteño de
Piazzolla. De esos acordes que Astor llevaba tan adentro y eran tan
propiamente suyo que lo escribió en una sola noche, con otros cuatro temas al
pasar, que hacían parte todos de una
obra de teatro, “Melenita de Oro”, que debía grabarse al día siguiente para ser
estrenada de inmediato en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín.
68
Antiguamente se llamaba la
Plaza del Temple, tal vez porque la palabra temple remite a los caballeros que
en la Edad Media y como parte de las Cruzadas se lanzaron a la búsqueda del
Santo Grial. En realidad, nada de eso parece tener que ver en ese pequeño solar
en el cruce de la Suipacha con Viamonte. En algún momento, también se la
conoció como “Puente de los Suspiros. Al parecer, en la zona funcionaron
los primeros prostíbulos donde hacían suspirar, y tal vez suspiraban, aquellas
que mencionaban como “chinas cuarteleras”. Cuarteleras que habían
participado, obligadas o no, en la llamada ‘gesta’ de la Conquista de Tierra
Adentro, o del Desierto. Eran unas cuatro mil, algunas pudieron quedarse
allá por Tierra Adentro haciendo trabajos en el campo o quien sabe cuáles
tareas. Otras fueron traídas, o vinieron por su voluntad, a La Ciudad
quien sabe con cuáles promesas. Se dice que por entonces, había unos treinta y
cinco casas donde estas ‘cuarteleras’ trabajaban y realizaban otro tipo de
asistencia a sus ‘benefactores’. El escritor René Briand cuenta: “aquellas
gordas del tipo indiano, sempiternas fumadoras de cigarros tucumanos que desde
la misma vereda de sus malolientes cuartos de Maipú y Paraguay –donde se
instalaron después de la desmilitarización del 1870- instaban a los paseantes a
‘pasar un ratito’. No tardaron las ‘loras’ (rubias importadas) en arruinar
pronto el negocio de aquellas heroicas cuarteleras, atávicas
suministradoras del placer a la soldadesca de Retiro”. Controvertida figura la
descripta por Briand pero no menos real. A pasos nomás, aunque unos años
más tarde, se instaló la mueblería Maple, aquella que puso el pisito en
Corrientes 348, según el tango. De algún modo puede asociarse esta
circunstancia también con el solaz de ciertos templarios protagonistas de
nuevas cruzadas y sus cuarteleras, en los ya no ‘malolientes cuartos’, a los
que refiere el cronista, sino con otros mejor amueblados y a media luz.
69
El edificio Kavanagh, el primer
rascacielos no solo de La Ciudad sino del Sur de América fue engendrado por
amor. Por lo menos por un capricho de amor o venganza, en realidad, de la
amada: Corina Kavanagh o, el resultado
de una sofisticada guerra tribal entre los patricios Anchorena, que
habitaban por esos días el actual Palacio San Martín con sus ciento de
sirvientes y en 1920, mandaron construir
la iglesia del Santísimo Sacramento, como probable reposo definitivo su
dinastía. Por otro lado se debatían los adinerados pero nada patricios:
Kavanagh. Según los cotilleos de la época y como era de esperarse
en esos casos, uno de los muchachos Anchorena se enamoró de una de las
muchachas Kavanagh. De poco sirvieron los intentos de frecuentarse más
allá de alguna que otra escapada al amparo de las sombras azules del jacarandá.
En realidad habían hablado poco más que unas palabras, hasta que un día se
encontraron frente a frente, en un baile de sociedad, y no tuvieron dudas
de aquello que a ambos les aceleraba el corazón, con mas razón siguieron
encontrándose a escondidas robándose un beso y alguna que otra promesa. Lo
cierto es que, un día, el joven Anchorena que solía sentarse con su
familia viendo como desde las ventanas de la casa se extendía la inmensidad de
aquel paisaje y la calle que bajaba hasta la avenida Libertador, decidió no
demorar la decisión de hablarles. Por esos días, los Anchorena andaban
demasiado ocupados con los detalles de la construcción de la iglesia y poco
atentos a nada más, sin embargo, en pocas palabras les confesó sus desvelos
de amor y al enterarse que la enamorada era Corina Kavanagh, se opusieron
tan rotundamente que quebraron la voluntad del pobre muchacho rico. Cuando
Corina lo supo, en medio del desconsuelo y la aparente docilidad, tomó una
decisión que fue aprobada por su familia a la que, además, no le faltó con qué
afrontar la venganza a la par de su hija. La misma Corina pergeñó la
construcción de un edificio con el solo requisito de que fuera suficientemente
grande como para que impedir a los Anchorena ver desde la casa ‘su
santuario personal: el Santísimo Sacramento’. Aun hoy, se comenta que para ver
más allá es necesario pararse en el pasaje ‘Corina Kavanagh’. Verdad o leyenda,
lo cierto es que esta historia de amor-odio entre la poderosa Argentina
patricia con la no menos poderosa Argentina inmigrante, pone color y
ternura a esa espléndida mole de cemento, el Edificio Kavanagh, primer
rascacielos que a finales de la década del treinta, a partir de l936, se convirtió en un símbolo de cambio y
opulencia. Casi al mismo tiempo que fue inaugurado el edificio que
arquitectónicamente marcó un antes y un
después en La Ciudad, llegaba María Eva Duarte, que sin saberlo guardaba
en su pequeña maleta de cartón un equipaje
que también marcaría un antes y
un después en la historia no solo de La Ciudad sino de la Argentina toda.
70
Rondando el 1920,
el arquitecto Martín Noel, construyó la residencia de su Carlos Noel, su
hermano e intendente de Buenos Aires y la propia, exactamente en un solar al
norte de la zona vieja de La Ciudad, que hacía parte de la parroquia del
Socorro, entre lo que había sido el mercado negrero, el de los ingleses, y la
plaza de toros más tarde de artillería. En 1936, la Municipalidad compra aquel
palacio junto a la colección de arte del
arquitecto Noel y al año siguiente abre el Museo de arte Colonial pero en 1943,
cuando trasladan las colecciones de don Isaac Fernández Blanco, se pone su
nombre al museo en la bajada, o la subida, por Suipacha hacia Libertador. Todo
es inquietante en él. La colección de platería del Potosí, aquella Potosí a la que los conquistadores desbastaron sus
minas de plata. Cada recodo inspira misterio, cierto aire como de recinto
religioso y por tanto, ciertamente profano. Se cuenta que en el siglo XVII, el
solar hacía parte de aquella primera compañía importadora de esclavos y que buena
parte de sus fantasmas aun deambulan el parque a la búsqueda de sus ancestros,
o tal vez gozando al fin de su libertad y como si no bastara con ellos, se dice
que entre ellos vagan algunos de los ingleses enterrados en el cementerio de
los Ingleses Disidentes, que estuvo en la calle Cerrito porque en el momento de
desmantelarlo fueron removidas las lápidas pero no los restos de los que lo
habitaban, por decirlo de algún modo. Tal vez por eso la atmósfera del lugar,
es fresco apacible, como de reposo. Tal vez al fin los negreros muertos
pudieron estrechar la mano de aquellos a quienes habían esclavizado. Tal vez,
después de todo, el perdón exista cuando
ya no hay intereses de por medio y en
medio de todo aquellos colores
del museo y sus obras, el blanco y el negro de sus fantasmas al fin es un color
neutro o solo unos más entre tantos otras sumas de colores. Todas estas
supuestas historias, y algunas que contaban Norah Lange y Oliverio Girando, que vivían en la casa de al
lado y decían ver fantasmas, dieron más motivos a Manuel Mujica Láinez para
pergeñar sus historias de la Misteriosa Buenos Aires, hasta el punto de decir
que él mismo había conversado con alguno de los que por ahí pululaban, quien
más que alguno de esos esclavos por fin liberados o alguno de los negreros
podría haberle contado aquellas historias; tal vez haya sido Bingo, el mismo
que vengó la muerte de su hermana, ambos esclavos, quitándole la pulsera de cascabeles que el negrero le había colocado para ubicarla
cuando lo embargaban los deseos. “En la barranca, los ingleses de la South Sea
Company –cuenta Mujica Láinez- pasean lentamente (…) Se han detenido frente a
la fosa que caban los africanos, más allá de la huerta. Ya sepultaron doce
apestados. Basta por hoy. Bingo, salmodia con su voz gutural, extraña, una
oración por la hermana que ha muerto. Su canto repta y ondula sobre las cabezas
de los esclavos… (…) Pero a los empleados de la South Sea Company poco los
importan los himnos lúgubres. Están habituados. (…)Mañana fondeará en el Riachuelo
un barco que viene de África con cuatrocientos esclavos más Los negocios
marchan bien…” Claro que hasta los mejores negocios se acaban o por lo menos se
suspenden hasta que escampe. Y así fue. Pero mientras tanto quién más que
Bingo, podría haberle contado a Mujica Láinez esas historias de los negreros y que, después de
partir la cabeza del asesino de su hermana de un solo golpe de pala lo empujó a
una de las fosas comunes echándole encima la pulsera de cascabel y que ahí,
entre esos cadáveres el británico alcanzó la eternidad, esa que tal vez aun hoy
comparten codo a codo con Bingo por los
jardines del Museo, tal vez hasta con el mismito Mujica Láinez, con Nora Lange,
con Oliverio y todos los que acostumbraban trasnochar en la casa junto al museo.
71
La Avenida Las Heras, hoy una de las
calles más importantes de La Ciudad, también lo era antes de llamarse así. En
sus comienzos fue la calle de Chavango. Su origen, fue el Hueco de la
Cabecitas donde eran arrojados los deshechos del matadero y donde hoy
podemos sentarnos a gozar de uno de los rincones más placenteros de La Ciudad,
la plaza Vicente López. Allá por el año 1775, las actuales Pueyrredón,
Las Heras, Azcuénaga y Pacheco de Melo delimitaban los Corrales o Mataderos del
Norte y por los alrededores proliferaban casas de juegos, reñideros de
gallos y los inevitables despachos de bebidas. Desde los Mataderos
partían las carretas cargadas de deshechos y subían por el “Camino del
Chavango”. Hacían un alto en un descampado en el que echaban las cabezas del
ganado muerto para alivianar las carretas. El baldío, al que como todos los
baldíos se mencionaba como ‘hueco’ a partir de entonces fue
nombrado como “Hueco de las Cabecitas”, porque estas se iban apilando descarga
sobre descarga, a la merced de los perros y las ratas, generando un olor fácil
de imaginar. Más adelante, se instaló allí un Mercado, el "6 de
Junio", pero no dejó de ser considerado Hueco de las Cabecitas, hasta el
1896, que recibe en que el predio es rebautizado como Vicente López. En
cuanto al Camino del Chavango, no se sabe el por qué del nombre, pero se dice
que cuando el intendente, don Torcuato de Alvear, decidió dar su aire europeo a
La Ciudad, mediante una ordenanza municipal cambió el nombre de
Camino del Chavango por el de Avenida Las Heras. Al poco tiempo recibió una
protesta por escrito de la ‘viuda de Chavango’ y sus hijos, con amenaza de
demanda por el insulto hacia Chavango. Sin demora, Alvear puso a investigar a
su gente la existencia y labor del supuestamente ‘heroico Chavango’ del cual
nada conocían y por cierto, nada encontraron, puesto que el reclamo de
‘los Chavangos’ no era sino una broma que el Dr. Lucio López jugó al intendente
Alvear.
72
La que en los inicios de
urbanización de La Ciudad se conocía como
“La Bella Vista” y es ahora la
Avenida Alvear, era la calle menos importante de la zona. En planos del
1772, don Cristóbal Barrientos refiere: "Callejuela que se debe cerrar por
inútil e infructuosa". Tuvieron que pasar cien años para que la calle
tomara auge. Fue prolongada hasta quedar unida con la bajada de la Recoleta y
se le cambió el nombre al trayecto que se prolongaba hasta la antigua casa de
Rosas, en Palermo Por otro lado, su paralela la Calle Larga, hoy Quintana, de
un tirón y sin la interrupción de ningún cruce era la que comunicaba el
Convento de los Recoletos con el resto de La Ciudad. Hasta que la Avenida
Alvear tomó su grandeza, Quintana fue la de mayor actividad, aunque con un
aspecto bastante pobre y desigual era el camino obligado de caballos y
carruajes. Por aquellos tiempos, se destacaba otra avenida, la que Bernardino
Rivadavia pensó como Avenida de Circunvalación de La Ciudad, hoy Callao, y
atravesaba las quintas que, en algunos casos torcían su trazado inicial;
también divide la Avenida Alvear en dos, un tramo angosto y otro más amplio
pero igual de pomposos ambos; desde Arroyo cruza Callao y avanza hasta dar
una suave curva y perderse en Libertador. La Avenida Alvear al fin acabó por hacerle honor a su primer mandato
de ser la de La Bella Vista. No sucedió igual con Quintana, que pese su
belleza e importancia dejó bien atrás lo de ser la Calle Larga. En 1900, en la
por entonces Bella Vista hubo un recreo, el “Belvedere”, café y
restaurante con despacho de bebidas, donde el Club Italiano instaló su
velódromo. Por la noche, el ambiente de fiesta, música, cantos y bromas
alteraba de tal manera la tranquilidad del vecindario que ante las quejas de
los vecinos, la Municipalidad compró el predio y lo anexó al paseo Intendente
Alvear. La otra mitad de la manzana, durante años fue propiedad del Dr. Carlos
Dosse, un palacio construido por el arquitecto Mallet, comprado también por la
Municipalidad, pasó a ser parte del
paseo. Así, la zona y la Avenida crecieron de a poco, como si fuesen
convirtiéndola en acotados rinconcitos de París. Aunque algunos no fueron tan
acotados.
La elite porteña procuraba rodearse
de lugares similares a los que habían conocido en Europa y buscaban cambiar su
entorno urbano; quitarle esa pátina de ‘gran Aldea’ a La Ciudad, no solo para
transformarla en su aspecto sino para gozar de los beneficios de una gran
metrópoli. Entre las calles Montevideo y Rodríguez Peña, a principio de siglos
fue construido el Palacio Duhau, obra del arquitecto francés León Dourze y el
ingeniero Luis Alberto Duhau, por pedido del ingeniero ferroviario Alejandro
Hume. Inspirado en el castillo de
Marais, de Ile-de-France. Sus antecedentes se remontan al 1890, y los jardines
producto del diseño de Carlos Thays que
logró salvar el desnivel de la calle Rodríguez Peña.
Este Palacio es símbolo del sentir de
una época y la Belle Époque porteña. Sin
embargo su fama y duración es considerada
también en Europa porque es el último palacio privado de la Belle Époque
que sobrevive, solo en La Ciudad. En la cuadra del Palacio, fueron se levantan dos edificios igual de inconfundibles, uno
diseñado por el arquitecto Le Monnier, hoy la Nunciatura, y la Residencia
Duhau, de Alberto, Faustina y María, hermanos del que fuera entonces ministro
Luis Duhau dueño del Palacio que no solo dejó su impronta en la arquitectura.
Don Luis vivió en el palacio durante su gestión como ministro de Agricultura, en la presidencia de
Agustín P. Justo. Tuvo una actividad y gestión importante y que trajo muchas
controversias en relación al comercio de carne con Gran Bretaña. Situación que
produjo una histórica discusión en el Congreso con Lisandro de la Torre.
Discusión que acabó cuando se escucharon tres disparos, disparos que provocaron
la muerte del senador Enzo Bordabehere cuando se interpuso para que no fuera
herido don Lisandro. Si bien los disparos no fueron responsabilidad de Duhau su
carrera política quedó ensombrecida a causa de este episodio uno de los más
sangrientos de la historia argentina, o tal vez solo uno más. Pero estos acontecimientos no cambiaron la fisonomía
del Palacio ni su fastuoso devenir.
73
Otro de los baluartes arquitectónicos
e históricos es el Palacio que perteneció a la señora Sra. Concepción Unzué de
Casares; al 1300 de la Avenida y obra
del arquitecto Juan A. Buschiazzo, sede hoy del Jockey Club. El Jockey fue creado en 1882 por iniciativa
de Carlos Pellegrini que venía de admirar en París el hipódromo de Chantilly y
decidió promover el auge de la raza caballar. Su sede original fue en la calle
Florida 571, otro edificio importante obra del arquitecto Turner que en 1953 fue
uno de los que fueron incendiados durante otro de los momentos en que La Ciudad
tuvo que presenciar, y padecer, las diferencias políticas entre sus hijos, en
esas cosas de la lucha por el poder.
Pasados estos acontecimientos al Jockey Club le fue asignado un edificio
vecino a la Embajada de Francia pero
tampoco fue aquel la sede definitiva y El Jockey Club sufriría todavía otro golpe. Con el ensanchamiento de la Avenida 9 de Julio fue derribado, hasta
que al fin en 1960 se decidió otorgarle el Palacio Unzué. En cuanto a la
Embajada de Francia, que fue salvada del piquete, en su orígenes fue el Palacio Ortiz Basualdo, otro gran exponente
de la arquitectura Beaux Arts, y aunque en menor escala se le dio un aire
similar a la Opera de París de Charles Garnier.
Ninguna duda que cada rincón de la Avenida Alvear es emblema de esos
dorados y viejos tiempos de esplendor porteño. Hoy,
es igual, todo resplandece, todo es
brillo, luces y flores. Perfumes importados
y maniquíes mostrándose tan
coquetos en las vidrieras como en su andar por las veredas y paseos de la zona
como el Alvear Palace Hotel con su galería imposible de creer a todos los ojos,
aun a la mirada avizora de los turistas europeos. La elegancia de la Avenida va
a la par de ciertos caminantes que aun hoy, van así por la vida tan discretos
como grandilocuentes, con esa discreción regia que los viene moldeando desde
sus ancestros.
74
La irregularidad manifiesta del
barrio, no proviene del urbanismo espontáneo y casual sino de la obediente mano
del arquitecto Carlos Thays. Él lo llamó Barrio Parque cuando por 1912, sobre
arbolados baldíos propicios a las citas galantes, diseñó sus callecitas
enrevesadas y discontinuas rompiendo el geométrico damero español. Sin embargo
el Barrio Parque, es conocido como Palermo Chico a pesar, además, de su
soberbia residencial. Entre la avenida del Libertador, Tagle, Salguero y las
vías encierra un microclima porteño de abundante vegetación autóctona, petits
hoteles, mansiones, embajadas y algunas casas estilo Tudor que olvidaron los
empresarios del ferrocarril inglés. Allí mismo, aunque de interior transmutado
en lofts, restaurantes y multiespacios festivos, muestra su aspecto de 1927 el
Palacio Alcorta y, con mejor fortuna, el Palacio Errázuriz guarda al Museo de
Arte Decorativo. Hoy, los inevitables negocios inmobiliarios que azotan a
La Ciudad, reciclan mansiones y cotizan millones por centímetros cuadrados. Por
suerte han sido preservados los jacarandáes y los lapachos de la misma familia,
los paraísos, tipas, palos borrachos, lapachos y ceibos, todos puestos a
sembrar por Thays. Precisamente, en la diagonal Manuel Obarrio y la Mariscal
Ramón Castilla, en la Figueroa Alcorta, se levanta la nave insignia de aquella
antigua forestación. Sobre el ángulo mismo de la esquina eleva el enorme porte
de quien ya avanza sobre el segundo lustro. Un magnífico ejemplar de Tabebuia
impetiginosa, que proclama su credencial científica con una apropiada
adjetivación, aunque el común le llama lapacho rosado con explícita precisión.
Pese a su perfecta y delineada copa de significativo tamaño, su aspecto común
apenas se distingue en la rutina del tráfico incesante que trepa veloz por
Figueroa Alcorta. Pero una vez al año presenta a todos y destaca su espectáculo
de luz y color con entrada libre y gratuita. Para llegar a ese preciso momento,
él mismo se ocupa de una especial dedicación, lenta y fatigosa, desnudo de
hojas hasta el instante en que al fin, como un enorme pavo real imponente y
majestuoso despliega su floración en innumerables ramilletes rosados. Sólo hay
unos pocos días para disfrutarlo en todo el esplendor de su arte. La cita
rigurosa es la primera semana de octubre. No hay tiempo que perder para
observarlo. Vendrán de inmediato los celestes jacarandás y las tipas amarillas
a colorear veredas y calles, a dar fe una vez más, de la primavera. Hasta que
en el atardecer menos pensado una lluvia templada inunde de colores las veredas
y parques de La Ciudad.
75
En sus orígenes, el zoológico, se
encontraba en Sarmiento y la Av. del Libertador. A partir de la gestión de su
primer director, (1888 a1904) el Dr. Eduardo Holmberg, el Zoo tomó
un destino más científico y fue trasladado a su ubicación actual. Los animales
–según Holmberg, debían ocupar edificios con estilos arquitectónicos
correspondientes a su tierra de origen. A partir del 1904 y por diez
años, don Clemente Onelli reemplazó al anterior director. Y su mayor
ambición fue el intercambio de animales con otros países. A la par el
atareado Carlos Thays se ocupaba de embellecer todo el zoo. Cuando llegó el
nuevo director, Adolfo Holmberg, decidió suprimir las jaulas y crear recintos
donde los animales eran alejados por
fosas o zanjas de seguridad, del público, pero con mayor libertad de
acción. Allá por el 1882, todos en La Ciudad, tomaron partido a favor o en
contra de crear en San Benito de Palermo, alejado todavía del centro, unos 5
Km. con escasas vías de comunicación. "No hay ninguna Ciudad de mediana
importancia que no tenga un Zoológico, que es el punto favorito de reunión de
las multitudes", escribió don Carlos Pellegrini, desde Europa, al
Intendente de Buenos Aires. Pero no fue sino hasta el 1888 cuando nace el
Zoológico separado del Parque 3 de Febrero. Sin embargo, históricamente
no ha sido el único Zoo de La Ciudad. Hubo uno creado también por el intendente
Alvear, en el Parque Patricios, donde se levanta un edificio con aire del
Templo de la Fortuna Viril de Roma, la antigua confitería del Zoológico del
Sud. Alvear, puso al frente a don Clemente Onelli. En sus comienzos solo podían
verse dromedario, dos cebúes del Ganges y dos de Ceylán, una construcción
circular como vivienda de un camello de Bactriana, dos guanacos, dos
avestruces y alguna otra especie casual. Entre el 1912 y el 14 se agregó
una cabrería y un conjunto de edificios semejantes a ruinas romanas.
Según una nota del Ateneo de Estudios Históricos del Parque Patricios, Onelli,
nacido en Roma, le dio a cada construcción aires romanos. El pabellón de
los osos y felinos era una réplica del
Acueducto de Claudio. En el "Ara de Júpiter", se guardaban los
forrajes y había un "Palomar romano". Aunque las grandes aves
ocupaban el Templo de Vesta que daba a la calle Caseros. Pero éste Zoo no tuvo
la misma suerte que el de Palermo, y en 1924, murió al mismo tiempo que Onelli.
76
La Ciudad, casi al borde de sí misma,
no deja de lado su vergüenza. Lo que subyace, suele ser tan poderoso que no
respeta ni el consabido “de aquello no se habla”, no del todo, ni el “por
algo será”. Dos lugares comunes implantados en nuestra idiosincrasia.
Calles rotas, marchas de protesta, marchas de contra protesta, los sin
tierra, los sin casa, los que ocupan esas otras tantas casas patrimonio de La
Ciudad o de quien sabe quién, que ya no las vive ni las permite vivir
hasta que por fin y al cabo alguien logró ocupar; porque al mejor estilo de las
importantes ciudades europeas, promediando el siglo XXI, La Ciudad se ha ganado
sus okupas. Pero tenemos construcciones desproporcionadas que solo los
fantasmas habitan en paz. En otras, como en la escuela de mecánica de la armada
por qué habrían de acatar los fantasmas esta paz que ven al otro lado de las
ventanas, desde los sótanos, desde los cuartos secretos o desde los que no lo
son. A tanto espíritu inquieto encerrado entre esas paredes la paz solo les vuelve
un poco al cuerpo, o al alma, cuando alguien les dedica unas palabras, una
talla, una pintura o una leyenda contra el enrejado de la vereda. He de
reconocer que no he pasado mucho. Una mezcla de dolor y culpa me fustiga el
alma cuando paso. Meses atrás, una amiga, periodista colombiana, de paso un
solo día por Buenos Aires, me pidió que la llevara a la ESMA. Después de
casi diez años de no vernos apenas hablamos. Compró un ramo de fresias y frente
a los portones cerrados me pidió silencio. Uno de ritual. Escribió un pequeño
mensaje que no me dio a leer y lo echó adentro con las flores. Encendió un
cigarrillo y ahí nos quedamos. Tal vez fueron minutos, una hora o
dos. A las puertas de la ESMA se pierde la noción del tiempo. Todo es ayer. Un
ayer malo. Sin embargo, en su presencia el presente da fuerzas para el futuro.
Una vez en el colectivo, Constanza Vieira, retomó la conversación y, como si la
viajera fuese yo o como si estuviese pensando en voz alta, me contó la historia
negra de mi País. Con iguales lágrimas en los ojos, le recordé algunos
paralelos con la no menos historia negra de su País, Colombia. Sonreímos al
fin. Solo importa no olvidar. Y mejor aun que no olvidar es recordar, recordar un poquito a diario y cada
día, en homenaje a los que nunca
murieron, a los que todavía van por lo que andaban soñando una vida más justa y amable no solo para los
que habitan La Ciudad sino en todos y cada uno de los rinconcitos de la
Patria. Y ajeno, o no tanto, a muchos de esos poetas que pasaron por la
ESMA y aun deambulan y puede que hoy también
rían de encontrarse al fin libres, como
Roberto Arlt que, a pesar de que su padre Karl Arlt era un exoficial
prusiando que afortunadamente pudo desertar del ejército imperial, en su
adolescencia intentó entrar a la escuela de mecánica de la Armada y hoy, no
obstante aquella tristeza endémica que
lo caracterizaba, hoy debe reír a
carcajadas de aquellos uniformados que, rondando la década del
veinte, lo echaron por “inútil”. Y lo
bien que hicieron.
77
La Ciudad se fue abriendo en
diagonales y rectas a fuerza de sangre. Pero la muerte y los muertos permanecen
en el aire, o muy por debajo del cemento de sus calles, amenazantes y
amenazados. Cuentan que entre la Casa
Rosada y el Congreso, yace una cifra indeterminada de trabajadores
desaparecidos mientras excavaban la apertura de los túneles del subterráneo y
la avenida de Mayo. Dicen también que a la oficina de contrataciones llegaban
los inmigrantes por centenares y que por suerte pedían “obreros solteros”. Y si
lo dicen por algo será, lo cierto es que cuando Rómulo Fraga se presentó al
capataz, se cuidó bien de contar la promesa que debía cumplir con su novia,
todavía en Galicia. Por suerte, no tuvo que mentir porque con el apuro, el
capataz no le preguntó nada.
Un año más tarde, cuando Carmen Godoy
llegó a Buenos Aires, desde Vigo, aferrando una carta se encaminó hacia el
último remitente de Rómulo Fraga. Alguien le aconsejó tomar el tranvía, aunque
le dijeron que podría tomar también el subterráneo, porque si bien no estaba
terminado llegaba hasta la dirección que ella buscaba. En el vagón del
subterráneo le faltó el aire, la humedad del túnel, aquel olor a maderas nuevas
y los tantos olores de los bajos de La Ciudad se le apiñaron en el
estómago, le cerraban el pecho. Cuando Carmencita, se bajó y atravesó la
estación aun en construcción volvió a marearse. Pero en la calle se sintió
mejor. Decidida y aferrando el sobre en el bolsillo de su abrigo llegó a la
última dirección conocida de Rómulo. Una vez en la pensión poco y nada dijeron,
solo le entregaron unas cartas, las últimas que habían llegado para el señor
Fraga. Carmencita no tuvo que mirarlas demasiado para reconocerlas eran las que
ella misma había escrito a su novio los meses previos a decidir el viaje por su
cuenta y que nadie aun había leído. La pobre mujer que la recibió le acarició
la mano mientras le entregaba las cartas. Solo le dijo que la última vez que
vieron a Rómulo, él corría hacia el obrador del subterráneo porque llegaba
tarde.
-Ni señas dejó, señorita, hace
un año ya.
Carmencita volvió al subte,
seguramente el obrador estaba no muy lejos de la última estación. Después de
todo apenas había pasado un año, qué tanto podrían haber avanzado. Mientras
esperaba algo la impulsó a mirar hacia atrás, como si algo o alguien la
estuviese siguiendo. Pero nadie de los que esperaba parecía tenerla en cuenta.
Con cierta dificultad y el pecho alto inspiró profundo, creyó notar
entonces que su respiración repercutía en el túnel y se mezclaba
con algún murmullo lejano de la que solo ella parecía dar cuenta. Miró a
su alrededor. Solo algunos parroquianos deambulaban por el andén mientras uno
hombre pegaba azulejitos en la pared. Observó de cerca parte del mural aun sin
terminar, que mostraba una Ciudad chata que parecía erguirse en medio del
barro. O por lo menos así la vio. Se subió al tren y fue dejando atrás
ese paisaje frío en marrones, que de a poco en la ventanilla se convirtió de
nuevo en túnel oscuro. El escalofrío la embargó una vez más, también ese
murmullo que parecía salir del barro o por lo menos de tierra endurecida y
apisonada al paso del vagón. De todos modos, aunque duros esos asientos
de tablillas lustradas empezaban a serle familiares y pronto se acostumbraría
también a ese canon entremezclado de las voces lejanas y los rieles. Cuando el
tren se detuvo oyó una voz que anunciaba el final del recorrido aun sin acabar.
Bajó y caminó hacia el final del andén, donde vio unas maderas inmensas en cruz
que tapaban la boca del túnel. Al otro lado se escuchaban algunos silbidos, y
golpes, pero alguien enseguida la invitó a salir a la calle. Una vez afuera,
pudo ver parte del obrador. Se dirigió a la casilla y preguntó por Rómulo
Fraga. El capataz prometió buscar en el listado, pero se habían quemado algunos
registros. Solo contratamos obreros solteros. Carmencita le respondió que nada
sabía porque recién llegaba de Vigo, que era su primer día en la ciudad. El
hombre, con las manos cruzadas sobre el libro de contrataciones e ingresos
apenas sonrió, y en aquella infinita transparencia de aquellos ojos celeste
desvaído Carmencita no vio ninguna señal. Por otro lado Rómulo Fraga, su Rómulo,
jamás hubiese dicho ser soltero para obtener unas pocas monedas. Debo seguir
buscando, ésta ciudad es tan grande -se dijo-, y volvió a tomar el subterráneo
hacia la Avenida de Mayo”.
78
“La pieza Bodas de Sangre, escrita
por Federico García Lorca y estrenada en el Teatro Avenida de Buenos Aires, fue
suspendida cuando Lola Membrivez enfermó, pero sintiéndose mejor y en
vísperas del retorno de Federico García Lorca a España, la misma
Membrivez dispuso una última función para despedirlo. Aquel jueves 4 de enero
de 1934, como a las dos de la mañana, eran muchos los que aun permanecían en la
sala porque la pieza había terminado pero no la función. Aunque solo se
quedaron aquellos que fueron anoticiados de que faltaba El Retablillo de Don
Cristóbal, con los títeres de Cachiporra. Deslenguados y ocurrentes los muñecos
y sus voces, hacían rabiar a algunos y reír a otros.
El mismo Lorca puso a hablar a Don
Cristóbal, una marioneta que simulaba un andaluz parlador y entrometido:
-Señoras y señores, hoy salgo en Buenos Aires para trabajar ante ustedes y
agradecer las atenciones que han tenido…A mi no me gusta mucho trabajar en
estos teatros, porque han de saber ya que soy muy mal hablado…he trabajado
siempre entre los juncos del agua, en las noches del estío andaluz, rodeado de
muchachas simples, prontas al rubor, y de muchachos pastores, que tienen las
barbas pinchosas como las hojas de la encina….pero el poeta quiso traerme
aquí…- se escuchó a Don Cristóbal como justificando la cosa y solo
entonces Lorca salió por detrás de la cortina y se hizo ver, con el muñeco de
Don Cristóbal sentado en su propio brazo. El poeta continuó haciendo hablar al
muñeco:- Llenemos el teatro de espigas frescas, debajo de las cuales vayan
palabrotas que luchen en la escena con el tedio y la vulgaridad a que la
tenemos condenada.
Los aplausos se repitieron una y otra
vez, y una y otra vez, Federico García Lorca, agradeció. Al fin saltó del
escenario y en medio de la algarabía de los que lo rodaban nos tomó del brazo y
salimos rumbo al Tortoni. -Curioso esto de caminar por las calles de otro país
y no sentirse extranjero.
-Así, con una bella española a cada
brazo…, ni siquiera un chileno se siente extranjero en Buenos Aires -dijo
el poeta Neruda, que caminaba por detrás nuestro.
-Dicen que Buenos Aires es la más
grande de las ciudades gallegas, Federico, y sin dudas eso mismo hará de
Galicia la más americana de las regiones europeas –comentó alguno de los
Tuñón cuando entrábamos al Tortoni.
Fuimos a la bodega, donde había una
mesa lista para la cena que, pese a lo español del entorno y los comensales, no
pudo menos que tratarse de un abundante puchero de gallina. Cuando nos lanzamos
a la fuente Lorca sonrió y también el poeta chileno.
-Por el apetito que traen -bromeó el
cónsul Neruda- parece que tampoco las manolas se sienten
extranjeras.
Neruda no nos perdonaba con los ojos
ni con las palabras, pero se mantenía discretamente a distancia, pues Lorca no
nos quitaba la mirada, la atención ni la mano de encima. Parecía habernos
tomado bajo su ala. Pidió tres vasos más de sidra. Cuando el mozo trajo la
bebida, se puso de pie, alzó su copa y dijo:
-Aunque con ansias de estar entre los
míos, me parece que dejo mucho de mí en esta “ciudad bruja que es Buenos Aires.
En poco tiempo me hice de hermanos…En cada calle, en cada casa, en cada paseo
dejo un pedazo de mi, aunque tal vez me habré de llevar a alguno de estos
hermanos o en pocos meses vayan donde yo estaré…
Todos alzaron su copa y muchos se
pusieron de pie. -No me iré con las manos vacías, no dejaré acá todos los
buenos momentos…Mañana el “Conte Biancamano” zarpará… Quien quiera seguirnos
tendrá lugar en el buque. España necesita de la buena fe de todos y yo, muchos
amigos cerca de mi. Luego nos cruzamos al Hotel Castelar, donde vivía Lorca y
se había programado un baile. Aquella noche, encabezados por Lorca, los poetas
eran muchos, y al fin pude hacer parte de ese mundito que había llamado mi
atención los primeros de mi estadía en Buenos Aires. Pude al fin conocer
a Alfonsina Storni, que debatía a sus anchas entre los poetas; tímida Alfonsina
para algunos, sin embargo, se la veía con toda la condescendencia de las
hembras que imponen su presencia sin proponérselo. Y Jorge Luis Borges,
que seguramente nunca aprendería a simular ese aire de estar siempre
fuera, como juez y parte, como si observando a los demás pudiese observarse a
sí mismo entre ellos. Y el tal Oliverio Girondo, con sus loas a los poemas para
ser leídos en el tranvía” y los hermanos Tuñón, que también prometieron a
Lorca abandonar la “ciudad bruja” porque Granada, España en realidad,
necesitaba muchos brazos para la lucha”.
79
“Yo era cronista teatral de un
diario de la tarde – contaba César Tiempo-. Me encontré con Roberto Arlt, que
venía por la calle Corrientes, sonriendo y hablando solo. Era pasada la
medianoche. Entramos a tomar un café en La Terraza y allí nos encontramos dos
muchachas, dos actrices muy jóvenes, muy pálidas y muy delgadas que s mal no
recuerdo, actuaban en el coro de Mercado de Amor en Argelia. Una se llamaba
Helena Zucotti y la otra, María Eva Duarte.
“Nos invitaron a sentarnos a su mesa.
Arlt no las conocía, yo sí, pues habían venido a la redacción del diario más de
una vez en procura de un poco de publicidad –una gacetilla, un clisé-, cosa tan
frecuente en el gremio; Edmundo Guitbourg me había recomendado a una de
ellas. Ya instalados, entre café y café, Arlt se puso a hablar no sé por qué de
la ubicación de la estatua de Florencio Sánchez. Le parecía que Garay y
Chiclana era el sitio peor elegido del mundo para perpetuar la gloria y la
memoria del gran dramaturgo y pedía a gritos que fuera trasladada a la calle
Corrientes, frente al teatro Politeama. De pronto, sin quererlo, manoteó
bruscamente y volcó la taza de café con leche que estaba tomando la Zucotti
sobre el vestido de su compañera. Arlt exageró su consternación y en un gesto
teatral se arrodilló ante la anónima actriz pidiéndole perdón. Ésta, sin
escucharlo, se puso de pie y corrió hasta el baño a recomponerse. Cuando volvió
tuvo un acceso de tos, como una de esas tiernas y dolorosas de Murguer.
Pero sonreía, indulgente.
Me voy a morir pronto –dijo ella sin
dejar de sonreír, y Arlt- No te aflijas, pebeta que yo parezco un caballo, y me
voy a morir antes que vos. ¿Cuánto querés apostar?
Pero no apostaron nada. Pero quiero notar este dato
curioso: Roberto Arlt falleció el 26 de Julio de 1942. Y Eva Perón, la hermosa
actricilla del episodio, murió diez años después, exactamente el 26 de Julio de
1952.”
80
“El centro no es un punto. / Si lo
fuera, resultaría fácil acertarlo./ No es ni siquiera la reducción de un punto
a su infinito./ El centro es una ausencia, de punto, de infinito y aun de
ausencia / y sólo se acierta con ausencia./ Mírame después que te hayas ido,
/aunque yo esté recién cuando me vaya./ Ahora el centro me ha enseñado a no
estar,/ pero más tarde el centro estará aquí…” –anticipó Roberto Juarroz
en su poema 16, de su Poesía Vertical, haciendo alusión a esto de la relevancia
de la presencia del que se ausenta por distintos motivos, la muerte entre
otros.
Este poema obliga a abrir los
ojos, ir por Buenos Aires y poder
encontrarse con él y con muchos como él, o tantas otras como él, y una
vez descubierto el centro por su ausencia, o esos fantasmas que él mismo llama
‘esenciales’, encontrar sus historias y a la vez, la historia de La
Ciudad. En cada rincón, en cada esquina, en cada plaza. Sus poetas, sus
pintores, el común de muchas de sus gentes de los que no se habla en la
historia escrita, pero sin duda han dejado su centro o su impronta. No es fácil
encontrar el nombre de la pintora Leonié Matthis en galerías de La Ciudad o en
libros, ni siquiera en los de historia del Arte. Sin embargo no es difícil
vislumbrarla con su atril y sus pinceles, con sus suaves colores y aquella
fascinación que en ella ejerció La Ciudad. Leonié nació en Troyes, Francia, en
1883. Fue la primera mujer en ser admitida
en la Escuela de Bellas Artes de París, a la que ingresó en 1904, Léonie
Matthis visitó el norte de África donde su paleta adquirió toda la luz; en
España conoció al pintor Francisco
Villar con quien se casó en La Ciudad, en 1912, vivieron en una quinta de
Turdera donde tuvieron nueve hijos y con ellos se lanzó más adelante, a
lomo de burro, a conocer Córdoba, las Misiones Jesuíticas, la Quebrada de
Humahuaca, Potosí.
Sin embargo es Buenos Aires la
que ejerce en ella tal fascinación que la provoca a narrar su historia en esos
colores pastel que domina. Leonié amaba la arquitectura. Desde que llegó, La
Ciudad, se le fue dando ante los ojos y
el pincel, del lodo y la nada a los grandes proyectos arquitectónicos. Pero su
obstinación fue La Ciudad colonial y
aquella de la Revolución de Mayo. Tal vez a causa de la gesta de los jacobinos
porteños aunque no había muchos personajes en sus cuadros, solo paisajes
urbanos. En “Dama en el balcón”, la ventana domina el frente de la casa
colonial, a través de la cortina se percibe una mujer sin rostro y apenas
insinúa la arcada de la puerta.
En el año 1919 pintó la fachada de
esa casa de la calle Bolívar 440, que pronto cambió su aspecto. Leonié nos la
preservó, seguramente intuyó que más adelante tanto la dama como el balcón iban
a desaparecer. La Ciudad fue su obstinación cuando el progreso dejó atrás la Buenos Aires colonial y a la misma Leonié,
su paisajista. Un 31 de julio de 1952 dejó de existir. No hubo palabras ni
flores para homenajearla porque esa semana todas las flores fueron para Evita.
Puede que cuando se lleven a cabo los festejos de los doscientos años de la
Revolución de Mayo, que ella tanto
retrató, Leonié Matthise vuelva a ser el centro de la mirada de La Ciudad y al
fin Buenos Aires pueda ofrendarle aquellas flores que le fueron
retaceadas por las circunstancias.
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“No contentos de ser argentinos de pies a
cabezas, estos diablos de gentes nos argentinzarán en un abrir y cerrar de
ojos, si les diéramos la ocasión de hacerlo”, nos definió allá por el 1911,
Gerorge Clemenceau, en “La Argentina del centenario”, crónicas recopiladas en
un solo volumen y escritas para L’Ilustration, de París. Cuando el libro llegó
a La Ciudad, muchos se molestaron Como funcionario y representante en el
país, el periodista había regresado a su Francia Natal con un bagaje de
vistos y odios que comentaba irónicamente. De un modo muy francés, o elegante,
dejó caer críticas bastante particulares sobre los argentinos. Bien sabido es
que muchos, por acá, eran bárbaros y excéntricos, y aún lo son. Hombres de a
caballo, rebenque en mano, apropidadores y propagadores no solo de la barbarie
de estas tierras, según ellos invadidas por los españoles o ingleses y los
indígenas, sino apropiadores y mejores voceros de las culturas foráneas. Aunque
tampoco eran costumbres que hubiesen tomado de los inmigrantes. Buena parte de
la población, a la que aludía, había estudiado en París por lo tanto ostentaba
una educación no muy diferente a la del mismo Clemenceau. Y los que no poseían
esa educación, preparaban a sus hijos para que sí pudiesen hacer alarde de ella.
De todos modos se mostraban a sí mismos como si en efecto la hubieran recibido.
Sin embargo, Clemenceau, en su ironía, pasaba por algo la admiración de los
argentinos por los franceses, y muy especialmente, y más aun la que profesaban
por los ingleses; sin esa anglofilia no hubiesen ganado los británicos
tantos espacios en los partidos políticos, del conservador al radical
alvearista, del socialismo de Justo hasta el comunismo de Codevilla, de los
toros Shorton a los caballos pour sang. Mucho padecieron de anglofilia, que los
llevaba a traducir a Byron o a Shelly en los ratos que les dejaban sus
funciones públicas, amparados por el privilegio de ser publicados sus pacientes
trabajos en La Nación, donde hasta el presidente de los ferrocarriles era mencionado
como sir William Leguizamón. En cuanto a los que tenían dificultades
económicas que habían nacido al solo amparo del Río de la Plata, eran
considerados más extravagantes aún. Viajeros incansables muchos se habían
vuelto músicos, poetas, artistas en general, puede que exiliados o
autoexiliados, parias todos, nómades que por hambre más que por convicción,
difundían las artes en general, y el tango en particular. Tango que de regreso
al país, mostraba esa pátina europea tan
necesaria para ser aceptado por todos y, justamente, dentro de los ámbitos en que
debía ser aceptado para crecer a la par de La Ciudad, fusionando músicas, acentos, colores y credos”.
82
Muchas veces les sucede, de tanto estar viendo pasar la vida no
encuentran qué decirse. Nada nuevo bajo el sol, salvo, y a veces, contarse alguna
aventura. En invierno o en verano, y aun
en estaciones intermedias, ocupan el
banco de granito bajo el ciprés.
-Que no son cipreses… -solía decir una-, son araucarias.
-Les digo que es un ciprés…
-Este sí, pero los otros son araucarias.
Y así cada día, como si no hubiera nada más a discutir.
Y no lo hay. Podría decirse que las tres son
de una gran belleza, con esa belleza que da la juventud. Aunque una ya
no es tan joven, sin embargo, en su intento
de revivir los momentos felices del pasado suele verse como entonces. Tal vez las ayuda la ropa, y
ese semblante de una blancura sin
mácula, casi translúcida. Una de ellas
es de pelo rojizo, con pecas en pómulos y nariz; la otra, bien podría ostentar canas,
sin embargo mantiene el tono café de su
pelo lacio; la tercera, nunca abandona ese mohín de deshacerse los rulos
morenos entre los dedos, aun sabiendo
que de inmediato volverán a formarse por efecto de esta histórica humedad de
la Santa María de los Buenos Aires.
Codo a codo y alardeando de lánguida sonrisa, observan
el entorno. Se aburren. Solo vuelven a mostrar entusiasmo si en las horas
previas, hubieran logrado vivir una
aventura; un inesperado encuentro o la promesa de alguno. Solo así retoman con
vigor, y apasionadamente la conversación. De lo vivido, ya han dejado de
hablar. El pasado y el presente, cada día, son al mismo tiempo.
Sin embargo, no resignan su ilusión, y en esa búsqueda
del amor perdido, cada tanto, cautivan a cualquier desprevenido. Turista o no.
Si bien en la ciudad, y por esas callecitas en particular, el turismo alcanza
niveles insospechados, las muchachas no reparan en la nacionalidad o
características de su presa. Ni se dejan deslumbrar por las cámaras de fotos. Nada de eso las
perturba, a pesar de los que pasan,
toman fotos y se van. Extranjeros, de otra tierra o de otro cielo, extraños
siempre. Da igual si son rubios o morenos, de ojos celestes o verdes, negros
o achinados, alegres algunos otros
oscuros, dicharacheros y sobre
todo inquietos, tanto que en el apuro
miran todo sin ver nada. Mucho menos las ven a ellas. Aunque puede que,
sin saber, las hubieran guardado en sus
cámaras digitales, y solo las reconocerán
como parte del paisaje, y lamentarán haberlas perdido, ya en la intimidad de
sus hogares en Japón, Francia, Kuala
Lumpur o por qué no Barrancas de Belgrano, Barrio Norte o La Boca.
Pero volviendo a ellas, se aburren. Especialmente
se aburren cuando nadie las ve. La indiferencia las hace sentir
transparentes, incorpóreas. Sensación
que aunque no las perturba cada día, la sufren con frecuencia. Claro que no es
así cuando sus hombres las buscan.
Aparecen de pronto y, sin decir palabra, las toman de la mano y se pierden con
ellas en esa penumbra conque los cipreses, y las araucarias, ensombrecen las veredas y los muros. Pero
cuando sus hombres, los de antaño, los de siempre, demoran en aparecer las
muchachas, sin enojo ni deseos de venganza,
se arriman a uno de los tantos que
deambulan por ahí y les ofrecen
compañía.
Probablemente perciban o crean percibir, en esos
desconocidos, una tristeza similar a la propia, la soledad de un amor perdido.
Y, sabido es que, como dice la canción, Plaisir d'amour ne dure qu'un
moment. Chagrin d'amour dure toute la
vie. Claro que las
muchachas desconocen esas palabras y su melodía, además, saben que las penas de
amor duran mucho más que toda la vida. En ese deambular por los alrededores,
comprueban que sus penas de amor
permanecen intactas. Y se aburren, es que sufrir aburre y quita las ganas de
vivir hasta la eternidad.
Y pueden dar fe de ello cuando al fin se les presenta
aquel amor perdido o lejano. Cuando lo ven aparecer recuperan su integridad, se
redondean, se vuelven asibles, palpables, perfumadas. Plenas. Tan rebosantes de
amor como solían verse en los espejos. Ahora, añoran los espejos. No las reflejen. Es que la pena y la soledad
borran los espejos, o nos borran de ellos. A penas y a veces se ven reflejadas en esos charcos que después
de la tormenta anidan en las losetas del piso. Solo allí se reconocen, en esos
pedacitos de cielo empozados en los charcos.
Las tres van y vienen. A veces, codo a codo y en
ocasiones, cada una por su lado, van eligiendo callecitas no tan sombrías. Se
fastidian por encontrarse todo el tiempo y a cada paso, la una con la otra, en
ese mundo tan pequeño. Mundo pequeño que, no obstante, guarda infinitos amores y desamores. Resquemores y
traiciones. Pero es verdad que nunca
están solas. Su soledad las acompaña. Es
su compañera más leal. Sin embargo, son tantos yendo y viniendo por los
alrededores pero andan todos a su aire.
A veces, la del pelo colorado y las pecas sonríe porque
cree ver a Francisco, caminando hacia ella, enfundado en su chaqueta de paño
con esa doble hilera de botones que, alguna vez reforzó mientras él le
murmuraba palabras de amor y prometía no
irse nunca de su lado; pero la sonrisa se le apaga pronto pues nota que Francisco, se cubre la oreja con la mano como
si quisiera escuchar mejor, o como si quisiera dejar de escuchar, puede que
aquel estruendo o intentando alejarse
del arrullo del mar.
El mar, siempre el mar, murmura la de pelo lacio. El
mismo mar de Mariano. O el mismo río. De vez en cuando, Mariano se le aparece y
le murmura palabras de amor que ella no
alcanza a escuchar porque el mar abre sus fauces como un tigre y lo devora una
y otra vez.
En cuanto a la de pelo ensortijado…también suele
cruzarse con su gran amor sin embargo, la escena se repite, él toma de la mano a
otra y se aleja; muy de vez en cuando va por ella. Pero esto ya no le
entristece. Solo la perturba el temor a
despertar y ese miedo es porque le ha
sucedido y no quisiera volver a despertar y encontrarse de nuevo con la verdad.
Ya no es necesario dormir tampoco cerrar los ojos por tanto, es imposible
despertar. Solo quiere deambular, y esperar
que su amor renazca de las cenizas, entre los transeúntes solitarios y correr el riesgo
de encontrarse de nuevo con el hombre equivocado.
Así van las tres, confundiéndolo todo, con la carga de su pasado, sus ansias de presente y, por qué no de un
futuro inmediato, sin olvidar que el futuro es cada día este día, el siguiente
y así sucesivamente. Sin embargo, no siempre
se confunden. Por ejemplo, no hubo error la última tarde en que
Francisco se acercó con la chaqueta abierta, la gorra un poco de lado y aquel
gesto habitual de la mano sobre la oreja, sin olvidar pero caminando por aguas
tranquilas. Él nunca duda, simplemente la toma de la mano y camina hacia la
sombras o por lo menos hacia los rincones en los que el sol no cae tan a pique.
La ternura de ese beso le permite comprobar que todavía resulta cotidiana para
él. Como si el tiempo no se hubiese detenido. Pero lo de la refutación del tiempo
no es una inquietud. Ningún encuentro es
fortuito, sino cotidiano y probable, con
esa cierta probabilidad de los encuentros y desencuentros habituales en Buenos
Aires.
-Dan poca sombra.
-¿Las araucarias?
-No. Los cipreses.
-Eso les digo…
-¿A quién dices qué?
-Lo de la sombra y los cipreses...
-Pero no hay con quién hablar...
-No creas, siempre alguien pasa o se me sienta cerca.
-No sé, mi linda, es mejor cerca del río.
-¿Acaso quieres que vaya con vos, Francisco? Vamos
entonces.
Francisco no responde. Con él las palabras caen
aisladas, imprecisas como los pensamientos. Puede que así le lleguen, pues no abandona esa costumbre de la mano sobre la oreja como intentado
recuperar el oído o como si pretendiera
olvidar el último cañoneo. La besa de nuevo y se aleja por las mismas quietas.
Dejándola con palabras sueltas como única promesa.
En una ocasión debatiendo estas cuestiones, las tres muchachas coincidieron en que ninguna
despedida es necesaria si se sabe que se regresará. Así son las cosas.
Con Mariano es igual, coincide la del pelo liso, solo
que como es sabido, Mariano ha nacido con el don de la palabra. Salvo si
escribe. Sin embargo, con él o pensando
en él, es más significativo lo no dicho
que lo conversado. Siempre fue así, alcanza con lo
que comparten viéndose a los ojos. Igual que en una partitura musical, en la que los silencios y las pausas armonizan
una melodía, entre ellos, las pausas y los
silencios armonizan opiniones. Aparece, y al contrario de Francisco, el andar de Mariano es por aguas turbulentas. No ha logrado superar el
nerviosismo propio ni el de su entorno. Pobre
amor, se dice la muchacha viéndolo irse, una vez más. Pobre amor, se dice
Mariano mientras la va dejando atrás y, esbozando un gesto de –ya vuelvo-, desaparece por la misma callecita que había
desaparecido Francisco, como con rumbo al Río de la Plata. Siempre yéndose y
llegando pero nunca tanto. Ellas, las dos muchachas, vuelven a compartir el banco de frío granito y ven que se alejan
por un rato, o por siempre. Quién sabe,
se dicen la una a la otra con solo la mirada y un leve alzar de hombros.
Con la de pelo ensortijado y don Hipólito, no es tan
así. Los une un amor ligero como esas mariposas que sobrevuelan las flores algo mustias.
Los une la traición, una traición que pesa como lápida. En casos así, cuando el
amor no alcanza el resquemor humilla y
aplasta de ese modo, igual a una lápida de mármol del blanco más puro. El
resentimiento hacia su madre y hacia don Hipólito, aun la inquieta: engañada
por ellos, y quién sabe qué más. No, la muchacha nunca logrará librarse del
peso de la traición. Y ahora, él se le aparece
así, alardeando de su amor distante, con esos aires de “yo no fui” o de “no es lo que
parece”, como oyeron decir a alguien que
una tarde pasó cerquita de ellas. Y claro que no es lo que parece. Pocas veces
lo es. Don Hipólito se aleja de nuevo inmerso en las sombras, por detrás de
Mariano y Francisco. Nada es lo que parece, y ninguno es igual al otro,
apenas son semejantes en eso de llegar y
de partir sin aviso.
La paz de los sepulcros nunca alcanza. Por eso las
muchachas que solo son semejantes en esto de quedarse y esperar, suelen
confundirlos con otros que también llegan y se van. Los envuelven con sus
mohines, los enamoran, los acompañan por unas cuadras. Los hechizan. Se les
entregan con el alma aun sabiendo que, con ese primitivo miedo de los hombres
ante cierto tipo de mujeres, apenas logren atravesar el portal, ninguno
regresará. O muy pocos.
No obstante, cada tanto, las tres se animan a ir más
allá, cómo no habrían de animarse si son mujeres. Sin embargo, al llegar al pie de la escalera el
desagradable encontronazo con las estridencias callejeras, los autos, los
turistas, en fin, con toda esa realidad
por fuera, les provoca tantos reparos
como a esos hombres que pasan y que, a pesar del deslumbramiento, temen quedar
atrapados en esa otra realidad de callecitas grises en las que solo se oye el canto de unos pájaros y el
ulular del viento invernal o la brisa veraniega. Saben que, si antes de
atravesar el portal, se despiden ya no volverán. Solo conceden la gentileza del
adiós. Esperan el día en que aparezca quien quiera quedarse un rato más, que no
las recele ni se despida, que se aleje ese día pero deseando regresar por
ellas.
Regresan a su sitio. Comparten decepciones en silencio,
mientras acarician las piedritas de colores amuradas al banco de granito bajo
el ciprés. Y las araucarias. Otean desde
el entorno más cercano hasta el horizonte. Suspiran. Se aburren. El día es eterno y aun la noche.
-¡Miren!-dice una de las muchachas, y observan a la mujer que lleva tres rosas blancas.
Frescas y perfumadas rosas que huelen a damascos. Camina
decidida, parece conocer el lugar. La siguen. O van tras el perfume. La acompañan. La rodean.
No saben si la desconocida repara en ellas, pero sonríe. Sonríen. Se sonríen.
Ella simplemente deja una rosa en la
puerta enrejada de los Moreno-Balcarce. Sonríe. Se sonríen. De inmediato,
retoma el camino hacia la izquierda, por la calle ancha hasta la próxima
avenida, y baja hasta lo de los
Cambaceres. Deja otro pimpollo en el umbral y
a pesar del candado, apenas la toca la reja parece abrirse. La
paloma que arrulla en el dintel
la obliga a mirar hacia arriba. Se
estremece. Sonríe. Sonríen. Van hasta el boulevard central, donde los
Brown, allí deja la tercera rosa. Se sienta en el banco de
enfrente. Sonríe.
Sonríen. La rodean. Se acomodan la ropa al vuelo y se
sientan al lado de ella, o alrededor según se vea. La desconocida, se sienta como
Buda y pone en su regazo un block de papel cuadriculado. Lápiz en mano, mira
unos instantes hacia la copa de los árboles que se mecen. Verdad –escribe-. No
son cipreses son araucarias.
Entonces, solo entonces, las tres repiten a coro: Lo
dicho. Son araucarias y un ciprés. Sonríen en silencio. Un silencio que apenas interrumpe el ulular de
la brisa entre las ramas. Por encima del
hombro de la mujer, curiosean el cúmulo de palabras que ha escrito de un tirón y se reconocen en los cuadritos del papel. Sonríen. Husmean el aire que aún huele a rosas. La desconocida, que ya no lo parece
tanto, guarda el block en su bolso. Contempla el entorno. Sonríe. Se sonríen.
El sol, se repliega por detrás de las torres y los árboles. Cuando parece que
ha caído definitivamente por detrás de los muros, al final de la calle, la
extraña abandona el banco y camina hacia la entrada, o la salida, según se mire
o se vea.
Caminan codo a codo, la acarician con el roce de sus
vestidos sin mácula. La acompañan hasta el hall. Ahí se detienen. La ven
atravesar el hall y el portal, bajar
cansinamente la escalera y desaparecer entre la gente. Sonríen, alzan los
hombros y sonríen. -Nos dejó flores, se llevó nuestros nombres escritos y se
fue sin despedirnos-, se susurran al mismo tiempo que cada una se dispersa a su
aire, seguras de encontrarse en cualquier momento. En efecto, pronto regresan
al banco con su flor en la mano. Pero apenas en un suspiro vuelve a anochecer.
Cada una huele su rosa. Muchas veces les sucede, de tanto estar viendo pasar la
vida ya no tienen qué decirse. Nunca nada nuevo bajo el sol, salvo, y a veces,
alguna que otra aventura: -Volverá… -corean sin mirarse-. En cualquier momento
volverá.
A los pocos días la vieron aparecer por el
boulevard. No trae block no escribe.
Tampoco podría decirse que sonríe. Sin embargo, ahí está, sentada como una más,
como una de nosotras.
La gente es mucha y si bien mantienen cierto
silencio respetuoso, los turistas son
molestos. Mira unos gatos sucios que nunca había visto. De dónde habrán salido
estos desgreñados. Hoy todo parece
feo, desangelado.
Esta gris como el día, ni flores trajo. No toda tristeza
es eterna, la que trae parece que recién comienza o, tal vez, carga con una de esas tristezas que
vienen de muy atrás, de muy lejos. Una tristeza ajena. Por nosotras no será...Puede
que algún amor contrariado. Se aburre.
En realidad la gris, es la tarde. Destemplada. No fría, apenas fresca
pero con esa calma que precede a la tempestad. Se miran. Se sonríen.
Se alejan un poco. ¿Quién va? Las tres salen disparadas con
la brisa. Atraviesan el damero del hall central, la escalinata y la vereda hasta llegar al
puesto de flores. Mientras una agita las ramas del árbol para distraer al
vendedor de flores, las otras le roban cuatro rosas. De nuevo inmersas en
la brisa, regresan al banco. La
desconocida sigue observando al gato desangelado. Dejan las flores en el banco.
Un fuerte olor a rosas llama la atención de la reincidente que deja de mirar al
gato y descubre a la mano, cuatro rosas blancas. Mira a su alrededor y sin comprender, o
empezando a comprender, toma las flores y camina. Sonríe. Sonríen. La brisa del
anochecer alborota de nuevo a las muchachas por esas callecitas estrechas que, una vez más, huelen a damascos,
y a lluvia. Se encienden las farolas. Apura
el paso. En lo de los Moreno-Balcarce, pasa una rosa por la reja, no sin
antes prender un cartoncito blanco donde
se lee: “A María Guadalupe”; corre, en realidad corren todas, en lo de los
Cambaceres, queda otra rosa con su
cartoncito: “A Rufina”; apuran el paso por la calle central y deja otra rosa en
el mausoleo de los Brown, con su correspondiente recordatorio: “A Eliza”.
Sonríe. Sonríen. Se alborota el aire y los velos. El viento y la lluvia se
desatan levantando papeles y sacudiendo las hojas de los árboles.
Regresan al banco bajo el ciprés, y las araucarias. La
lluvia no inquieta. Cada una se ha puesto en el pelo la rosa blanca, después de
quitar el cartoncito. Suspiran. Muchas
veces sucede, de tanto estar ahí viendo pasar la vida, no les queda mucho por
decir. Salvo, compartir algún encuentro y la promesa de otro. Cuchichean con
entusiasmo. En cuanto a la desconocida, sin despedirse va ligera por la alameda
y cruza el hall. Apenas atraviesa el damero lustroso, el portal del cementerio
de la Recoleta se cierra rozándole la
espalda. Llueve. Baja rápido la escalera
y, casi sin aliento se queda sin palabras cuando el vendedor de flores la
increpa alzando en su nariz el dedo de acusar:
-Alguien me robó
unas igualitas; ¿de dónde la sacó, hoy no me compró ninguna?
Solo entonces reparo en la rosa blanca que asomaba del bolso.
Sin comprender o empezando a comprender, voy por aguas tranquilas hasta La
Biela. Entro, me siento mirando hacia la ventana. Dejo la rosa
sobre la mesa, abro el block de hojas cuadriculadas y escribo una de fantasmas.
Una más. A veces sucede.
Bibliografía
“Buenos Aires”,
Horacio Vázquez Rial, Ediciones Destino, Barcelona, 1988
“Antología de Raúl González Tuñón”, Héctor
Yánover
“La Baronesa del Tango”, Silvia
Miguens, Editorial Sudamericana, 2006
“La Plaza San Martín”; Bonifacio del
Carril, Emecé, Buenos Aires, 1988
“Buenos Aires, La Ciudad secreta”;
Germinal Nogués, Editorial Sudamericana, 2003
“Lupe”, Silvia Miguens, Editorial
Tusquets, Buenos Aires, 1997
“El
Lenguaje de Buenos Aires”, Borges-Clemente, Buenos Aires, Emecé, 1963
“Ana y el virrey”, Silvia Miguens,
Editorial Sudamericana, 2000
“Poesía Vertical Antología Esencial”,
Roberto Juarroz, Emecé, 2001
“La Manga”, Raúl Scalabrini Ortiz,
Librería Histórica, 2003

