martes, 28 de octubre de 2008

Buenos Aires, La Ciudad

 


 

 

 

 

En blanco y negro, La Ciudad

 

Silvia Miguens

 

 

 

 

 

Ah, yo te enseñaré a sentir, a caminar, a cantar La Ciudad.

Los regresos, las partidas, un olor a punta de lápiz,  a cuaderno nuevo,

a bronce lustrado. (…)

A veces, lo que es frecuente.

A veces uno tiene deseos de esperar no sé qué.

Como descender del tranvía para sentarse en el banco de una plaza que antes fue cementerio.

Como quedarse mirando insistentemente la lluvia que cae sobre el foco.

Como escuchar la alcantarilla, y un fósforo.

Como poner el oído en la columna de hierro para oír los lejanos, amarillos tranvías.

Así, un día hace muchos años, todos estaban en la sala.

Fuera, el agua desembocaba en la rejilla y la flor de la noche, abierta, se inclinaba en la tierra.

Dije sin querer una palabra.

Descubrí ese clima entre el hombre y las cosas,

los sueños y los elementos, que es la poesía,

(el poeta no es un elegido, no, pero es un poeta)…

 

Raúl González Tuñón 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

De mi estadía quedan las magias y los  retos,

unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor,

la humareda distante de la casa donde estuvimos,

y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron.

Olga Orozco

 

 

 

 


 
 
 
 
 A modo de prólogo

 

Dicen que hubo una vez un mar tan confuso que al fin decidió abandonar toda pretensión y se dejó ir mansamente río, entre ambas orillas. En el fondo,  el Río de la Plata, siempre supo que la madre-tierra conforma su cauce, por lo tanto, igual que ella se arrogó marrones y bermejos sin dejar de lado los sepia y, en ciertas tardes de soles curiosos, hasta se acicala de tierra siena quemada. Así, con su aspecto quieto, el río echó a correr sus  aguas y estas fueron soñando en colores, hasta que un buen día dieron a luz una aldea que poco a poco se convirtió en una ciudad  que se supo tan eterna como el agua  y el aire. 

 

La Ciudad, con ayuda del río y su furia creadora, encaminó sus naves hacia la épica, hacia la poesía, hacia la música. No conforme, también quiso ser musa. Condición que nunca abandona. Desde entonces, para bien o para mal, fue tierra madre, cuna y derrotero de cada uno de sus hijos, de los hijos de sus hijos, de sus propios antepasados y viceversa. Fue musa de cada uno de los que devinieron poeta, y de los que nunca llegarán a serlo. Pero supo que así, entre poetas, juglares, saltimbanquis y prestidigitadores atendería siempre su juego.  

 

Desde el primer momento, La Ciudad, soñó con poetas. Se le antojó un tal Jorge Luis Borges, por ejemplo,  lo soñó con fervor y a sus pies, rendido él ante su belleza, y aún en la fealdad; lo anheló díscolo, alborotador, ingobernable como a todo juglar. De igual modo añoró a todos los hombres y a todas las mujeres capaces de habitar su suelo. Y sus calles, sus veredas, sus edificios, sus parques y plazas.

“Los poetas con su intuición –según dijera Raúl Scalabrini Ortíz- hablan desde hace mucho del alma de las cosas…”

Desde acá, desde el alma mía y el alma de las cosas, intenté estos textos. Muy a mi pesar no soy poeta, no son poéticos. Son apreciaciones personales, relatos con aire de cuento, o al revés,  quien sabe, acerca de ciertos lugares e historias de nuestra amada, vapuleada y tantas veces desbastada,  Santa María de los Buenos Aires.

En algunos sitios a cuya vera me instalé, en cercanas mesitas de algún bar, en un banco de plaza, o en el umbral al pie de un zaguán, en el cordón de la vereda, contra una perdida ochava o un viejo farol, pude ver y contar lo que imaginaba, o percibía, a efectos de complementar lo investigado. Lo que se cuenta, lo que ya se ha contado. Contado por otros que la han visto y observado a su manera. Estos escritos fueron pensados en las entrelíneas, en lo que subyace en los libros de la ‘pretendida verdadera historia’ de Buenos Aires, La Ciudad.

Muchas de esas historias me fueron murmuradas por los espíritus que aún circulan entre las columnas, los capiteles, las puertas y zaguanes, desde la copa de los árboles, las alcantarillas, los subterráneos…las sabanas que sobrevuelan terrazas y balcones. Más allá de lo esperado. Y, seguramente, más allá de lo imaginado.

No creo ser la única que acostumbra a caminar y juega a contar historias nuevas de la ciudad vieja. O historias viejas de la ciudad nueva. Para los que comparten este hábito citadino van estas crónicas breves o relatos, en fin, mis percepciones contadas.

 

 

 

 

 

1

Antes de que La Ciudad fuera una aldea, empezaron a rondarla los conquistadores. Allá por el siglo XVI, fue Juan Díaz de Solís quien se descubrió a sí mismo orillando la utopía sin considerar que aquellos hombres y mujeres que interrumpían su labor, durante aquel curioso desembarco, vivían aquí desde tiempos inmemoriales. Hombres y mujeres a los que La Ciudad en cierne,  soñaba insumisos aunque leales, y acabaron por devorarse al extranjero y a su tripulación. Voraces custodios los de la no menos voraz e insumisa ciudad que bien pronto aprendió que la historia se gana con sangre y supo de la zozobra que provocan los sueños que se concretan. En 1536, fue don Pedro de Mendoza el que arribo a sus orillas y la nombró Puerto de la Santa María. La Ciudad, herida en su amor propio por ese conquistador que a las orillas del Plata decidió reconocerla solo como puerto, lo sometió a la hambruna. Mendoza acabó prendiendo fuego a todo y se largó con sus hombres río arriba en búsqueda de aires más amables en Paraguay, donde fundaron el Puerto de Santa María de la Asunción. La Ciudad, hubo de aceptar que nunca sería la única ni la más hermosa. Cincuenta años más tarde, otro conquistador, don Juan de Garay pretendió seducirla bautizándola Ciudad de la Santísima Trinidad, pero La Ciudad venía ya acuñado su identidad como Buenos Aires y en esto nada concedió. Así nos fuimos conformando, como un Puerto para comunicación de los naturales, y La Ciudad creciendo de la tierra y el barro como frontera entre el afuera y el interior, entre la pampa y el río, entre lo autóctono y lo foráneo.  

 

 

 

 

 

2

Allá por el 1855, habiendo quedando atrás las primeras disputas de La Ciudad con sus conquistadores, se decidió construir una Aduana Nueva. Se demolió parte del fuerte y se inauguró también un Muelle de Pasajeros. Cuatro años más tarde, bajo diseño del ingeniero inglés Eduardo Taylor, se inauguró  un conjunto de edificios en el que funcionaban más de cincuenta almacenes de techos abovedados con galerías, faro en la torre central de forma semicircular más un espigón de madera. Pero solo podían operar buques de pequeño o mediano calado. Los de mayor calado fondeaban lejos de la costa donde tanto personas como carga eran transbordadas en lanchones  a lo que se llamó la Aduana Taylor, si se trataba de mercadería, y  al muelle del Bajo de la Merced si se trataba de pasajeros o al Espigón de las Catalinas que complementaba el acceso hacia el Sur con una alameda destinada al tránsito de personas que finalmente eran trasladadas en carretas al Hotel de Inmigrantes y luego de los inconvenientes de sanidad y admisión, se los volvía a montar en carretas que rumbeaban por el Camino Viejo, hoy calle Necochea, hasta el Alto, hoy San Telmo, o al Camino Nuevo, hoy avenida Almirante Brown. Puede también que fuesen llevados a los corrales de Miserere con destino a tierra adentro, otra de las fronteras que se fue creando La Ciudad a la par de los suburbios en este “arrabal humano con leyendas que se cantan como tangos…” según Homero Expósito otro de sus grandes poetas.  


 
 
 

 

3

En 1870, la afluencia de personas invitadas por el gobierno nacional en los consulados europeos, tomó tal magnitud que provocó la necesidad y el proyecto de construir un Hotel de Inmigrantes. Ese mismo año llegaron los alemanes del Volga, numerosas familias campesinas alemanas que fueron desterrados, tiempo después que murió su protectora, la zarina Catalina la Grande, princesa de origen alemán  que durante su reinado en Rusia les había  ofrecido colonizar esas tierras a orillas del río ruso. Cuando llegaron a este lejano puerto al Sur de América,  los alemanes del Volga, salvo el haberles facilitado el traslado a la provincia de Entre Ríos para dar origen a nuevas colonias y hogares, no pudieron gozar de ninguna de las comodidades ofrecidas por el gobierno argentino en los afiches de los consulados europeos. El gran hotel de inmigrantes  era todavía un boceto. Por entonces solo se contaba con un edificio redondo y gris de precarias instalaciones que fue destruido  en 1911, por orden del director de migraciones.

Al año siguiente recaló el lujoso vapor Giulio Césare. Así como sus pasajeros, los de otros vapores, con sus primeras, segundas  y terceras clases daban idea a los inmigrantes de las diferencias que deberían soportar de ahí en más. Los buques ostentaban camarotes de lujo, pero de inmediato el pasajero común  comprobaba la falta de salvavidas y cuchetas, de comodidades insuficientes y de tan escasa higiene que muchos preferían dormir en el suelo de la cubierta, a pesar de su aire húmedo y frío. Nada cambiaba en aquellos afiches de invitación que se repartían como panfletos, y publicidad, invitando a las familias a radicarse en éstas tierras casi vírgenes; se les ofrecía cinco días de estadía sin costo en el Hotel de los Inmigrantes, tiempo de gracia en el que se les dictaría cursos de español, economía doméstica, el buen uso de las máquinas agrícolas y se les practicaba un estricto control sanitario y de equipaje. Por último se les facilitaba el traslado a la provincia que hubiesen elegido como nuevo hogar. Fueron muchos los que así llegaron,  y, en muchos casos, debían compartir espacio en los barcos con el ganado en pie. De ahí nuestra historia, de ese modo arribaron a Buenos Aires muchos de nuestros abuelos, cargando en su morral y en la garganta no solo el regusto de la historia que pretendían dejar atrás, al otro lado del océano, pera sin poder abandonar buena parte de la ideología que, sin ellos imaginar cambiaría o iba a dar nuevo curso a la novel historia  de La Ciudad.  


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

4

Infinidad de veces sucedió, porque La Ciudad tiene sus propios vientos provenientes del río que la engalana, como si quisiera liberarla, lavar tanto oscurantismo del pasado,  del  presente y del futuro. Aunque en realidad, depende del humor con que el río amenaza. Suele  azotarla con múltiples ráfagas o arrullarla con unas brisas. El viento Norte la acomete con calor y humedad, dando cuenta de una inminente tormenta; el Pampero, se le opone o por lo menos lo enfrenta con frescura, intentando quebrar el aire caliente con nubarrones y tormenta a veces; otras, es seco, luminoso y frío o por el contrario levantan polvaredas amenazantes.  Entre los meses de junio y octubre puede suceder que ambos vientos se enfrenten y estalla la Sudestada cargada de ráfagas frías y húmedas. Este enfrentamiento de poder  provoca violencia y oleaje en el río quieto que,  saliéndose de madre, inundando las calles más cercanas a la costa, en los barrios bajos, sobre todo ha sido tradicional en la zona de La Boca y los alrededores causando  trastornos en el tránsito y el movimiento general de La Ciudad. Claro que todo esto es un poco parte de la historia de Buenos Aires. Muchas zonas han sido rellenadas para levantar lujosos barrios conformado con edificios y nuevos desagües. Eso dicen, sin embargo, no faltó los últimos tiempos en que las grandes lluvias y la Sudestada, parece haber vuelto atrás el llamado progreso, y La Ciudad a los primeros tiempos de la aldea que intentaba sobrevivir entre el agua y el barro. Aun resulta difícil lograr el equilibro necesario;  el río  y los vientos se debaten en una puja de poderes, desde el fondo, desde mucho más allá de los edificios de Puerto Madero, desde mucho más allá de le Reserva Ecológica y la antigua costanera, para dar cuenta además  de su presencia ante la ingratitud de sus habitantes y la modernidad que de a poco  empezó a construir otra ciudad entre el río marrón y La Ciudad misma.  

 

 

 

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Allá por el 1933, Charles Darwin escribió en su diario de viaje: “La Ciudad de Buenos Aires es extensa, y a mi parecer, una de las de trazado más regular del mundo. Sus calles se cortan en ángulo recto y, como guardan las paralelas igual distancia entre sí, los edificios constituyen sólidos cuadrados, de iguales dimensiones, a los que se llama cuadras (…) La plaza ocupa el centro de la ciudad y a su alrededor están las oficinas públicas, la fortaleza, la catedral, etcétera, y antes de la Revolución también allí tenían su palacio los virreyes. El conjunto de esas construcciones ofrece un hermoso aspecto aunque ninguna aisladamente, pueda jactarse de su arquitectura”. Tal vez no mintió.  Lo cierto es que la Avenida de Mayo nace en esa Plaza y que ambas  muestran una de las  mayores y primeras contradicciones de La Ciudad. La plaza simboliza la revolución,  los albores de la independencia de España y al mismo tiempo se abre dando origen a la calle más española de Buenos Aires o  de “La Ciudad Bruja”, al decir de Lorca. Y no cabe duda que algo de magia, ensueños y superstición destaca a la misteriosa Buenos Aires, porque guarda infinitos secretos que custodian las palomas en  cada  mansarda de la Plaza de Mayo. La  Avenida de Mayo nace de ese misterio y los muchos secretos que apaña La Ciudad,  se abre paso entre el Cabildo que dio origen a la gesta de Mayo y ese edificio que el gobierno comprara  a un traficante de esclavos y que  luego obsequió al general San Martín que nunca ocupó y  hoy hace parte de la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad. Lo cierto es que, según una semblanza de Antonio Pérez Prado: “ Galicia hizo de Buenos Aires la ciudad gallega más grande del mundo (…) y Buenos Aires hizo de Galicia la más americana de las regiones europeas, la más argentina, la más porteña”. Así somos, en ambas vivimos.

 
 

 

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La Casa Rosada, ocupa el lugar que hasta mediados del siglo XIX ocupó el primitivo fuerte de La Ciudad.  En el lado oriental de la Plaza de Mayor, trazado por la calle Balcarce, se levanta la Rosada o Casa de Gobierno. Fue construida en dos etapas. En 1868, en los inicios de la presidencia de don Domingo Faustino Sarmiento, él mismo eligió el fuerte para instalar el Poder Ejecutivo. Se diseñó y construyó por entonces lo que hoy vemos como ala sur. Al comienzo,  improvisadamente como casi todo iba resultando en La Ciudad, se pensó en albergar también en ese sitio los correos.  La práctica empezó a dar fe ya desde entonces de  que la dirección de un Estado requiere mayor papeleo y dedicación. Se decidió llamar a un segundo arquitecto, que atendiendo a los lineamientos del primero, proyectó y dio lugar a la construcción del segundo bloque, separado del anterior, y que conforma hoy el ala norte de la Casa.  Sin embargo,  fue imprescindible la participación de un tercero que  unió con un arco central los dos cuerpos, con tres pisos visibles desde el oeste, y un piso más, desde el este.  Al parecer, fue  Sarmiento quien eligió el  ‘rosa colonial’ o, en el mejor de los casos: ‘rosa viejo’, para la pintura exterior.

Cuenta Horacio Vázquez Rial en su libro ‘Las Ciudades’, dedicado a Buenos Aires: “Después de medio siglo de degollaciones, fusilamientos, descuartizamientos y otros desastres mutuamente infligidos por los miembros de los dos grandes partidos de la independencia, el federal, cuyo color emblemático era el rojo, y el unitario, identificado con el blanco, el gobierno de la organización nacional venía a erigirse por encima de facciones y disputas: el rosa mezclaba y diluía los dos tonos extremos. ‘Color sangre de pato’.” El color ha sido ratificado capa sobre capa, pese a que en la década del noventa se perdió un poco el tono original. Sin embargo, aunque más intenso, aun persiste aquel color sangre de pato, rosa viejo o en el mejor de los casos ‘colonial’.

 

 

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El Cabildo, aunque emplazado en el mismo lugar donde fue pensado por Juan de Garay, no empezó a construirse sino hasta sesenta años después de su proyecto. Por entonces se levantaron apenas dos habitaciones. Entre los años 1725 y 1764 fueron derrumbadas y se levantó el definitivo. Cumpliéndose el bicentenario de su construcción inicial, el Cabildo, fue centro de los debates que llevaron a perder el dominio de La Ciudad, cuando hasta ella misma fue seducida por los higlanders que le izaron la bandera británica en mitad de la plaza. El sitio duró 45 días, hasta que los criollos la reconquistaron, con la temeraria ayuda de don Santiago de Liniers. No obstante los favores del quien de inmediato fue nombrado virrey, por el mismito rey de España, los criollos le hicieron la revolución y el Cabildo, aun a medio construir, se convirtió en la sede del nuevo gobierno. Sin poder despegarse de la historia de La Ciudad, el Cabildo que llegó a tener una cúpula cubierta de azulejos de Palais-Calais y once arcos en cada planta, un día  fue denostado en su aspecto hispano y  se le modificó su fachada, dándole un aire de arquitectura franco-italiana. Sufrió interminables modificaciones durante los años 1861,1880, 1889, 1931 y 1940. Cuando se ensanchó la avenida de Mayo, solo conservaron cinco arcos. A finales del siglo XIX, el arquitecto Buschiazzo en base a documentos y pinturas de la época pudo recuperar algo de la fachada original. Hoy es una miniatura, igual a un troquelado infantil en cartulina. Apenas un símbolo y apenas otro símbolo el aljibe en mitad del patio, rodeado de artesanos, mesas, sombrillas y servicio de buffet; aljibe  que, según se rumorea,  perteneció a la casa natal de Manuel Belgrano,  héroe de la gesta libertadora. Casi el  único detalle que nos da la sensación, cuando  atravesamos el solar desde la Avenida de Mayo hacia Hipólito Irigoyen y suena el carrillón de la Legislatura, de alternar por un instante la inocente frescura  de algún patio colonial.

 

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 Desde esa torre cercana al Cabildo, la del edificio de la esquina Hipólito Irigoyen con Perú y de 97 metros de altura, proviene la música del carillón. A simple vista solo vemos un reloj de 4 cuadrantes; entre esos cuadrantes se está el reloj patrón que mantiene en movimiento la marcha del principal y de otros cien relojes distribuidos por todo el edificio. Ese mecanismo es el que da vida a cinco campanas, cada una con su nombre: La Argentina, La Porteña, La Bemol, La Santa María, La Niña y La Pinta, ajenas al Carillón. Si se quiere alcanzar la torre, por ascensor y luego otro tramo por detrás del cuadrante del reloj la escalera que lleva al campanario, desde donde no solo se puede ver gran parte de La Ciudad, y en días claros la costa Uruguaya. El carillón, ensambla su encanto con treinta campanas fabricadas en Alemania, en una aleación de bronce con estaño y cada una tiene grabado el Escudo Municipal y las palabras “H. Consejo Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires. Entre todas el edificio carga con 27.350 kg. Allá por el 1931 era el mayor del mundo. La campana mayor, es en tono ‘sol’ y la menor en ‘do’, además de una pianola de madera, con posibilidades de ejecutar treinta notas musicales, que además de las permanentes como la Canción de cuna de Brahms y Noche de Paz, permite grabar nuevos rollos musicales, así pudo escucharse no hace mucho tiempo atrás El Choclo, de Angel Villoldo, como parte de un festival que, cada cuatro años,  se lleva a cabo en el mundo. No obstante, el de la Legislatura no fue el primer carillón de La Ciudad sino el de la Iglesia de la Merced, con su escala cromática para lograr complejos acordes y sus diecinueve bronces, es al carillón de La Merced al que mencionan Lepera y Discépolo: “Yo no sé por qué extraña razón te encontré, Carillón de Santiago que está en la Merced, con tu voz inmutable, la voz de mi andar, de viajero incurable que quiere olvidar”. Pero nada es como parece tratándose de la palabra de los poetas y según  se ha dicho no se referían  al primer carillón de La Ciudad sino al  de la Merced de Santiago de Chile.             

 

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En la esquina de Rivadavia con Reconquista Juan de Garay había levantado la primera iglesia del puerto de la Santa María; también ahí fue el primer cementerio y el primer baldío mencionado por sus antecedentes como Hueco de las Ánimas. Luego fue levantado el Teatro de la Ranchería con exitosa actividad  hasta que se incendió y tiempo después ante la necesidad de continuar con las actividades teatrales se construyó el primer Teatro Colón en 1857, decorado con esculturas y vitrales provenientes de Italia y Francia, y de Gran Bretaña el techo de acero; teatro en cuyo primer piso se encontraba la sede de la Mazonería. Luego se levantó el Hotel Argentino, donde José Hernández escribió el Martín Fierro. Sin embargo, había mayores proyectos para el Hueco de las Ánimas. Fue vendido a la Municipalidad, y en 1888, buscando recaudar fondos para levantar el nuevo y actual Teatro Colón, se volvió a vender se lo transformó en Casa Central del Banco Nacional. En 1891 tomó carácter  de Banco de la Nación.  A fines de la  década del treinta, épocas de gloria urbanística, el argentino Alejandro Bustillo empezó a construir el edificio del Banco que no pudo terminar sino hasta el 1952. La mole se destaca por unas puertas corredizas de acero que, según se dice, durante la construcción y su levantamiento costaron la vida a varias personas. La muerte siempre coqueteando con La Ciudad. El edificio ostenta un salón central cuya bóveda ha sido superada por pocos edificios en el mundo, la Iglesia de San Pedro en Roma, tal vez, y el Capitolio. Finalmente, el Hueco de las Ánimas por el  que seguramente siguen errando los antiguos espíritus, no tuvo mejor destino ni más definitivo que el de convertirse en una caja blindada de cincuenta  metros de lado por cuatro de alto a prueba de bombas, con más de cien mil cajas de seguridad pertenecientes a no menos fantasmagóricos clientes del Banco de la Nación Argentina.

 

 

 

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Desde los primeros tiempos de la historia,  la Plaza de Mayo tuvo un gran protagonismo. Como toda plaza fundacional de cada ciudad de la América hispana, es el centro histórico y quien dice histórico dice político. Directamente relacionada con los albores de la Independencia, la Revolución de Mayo y de ahí su nombre. A un año del acontecimiento que marcó un antes y un después en el devenir de La Ciudad, la esposa de uno de los gestores de la revolución criolla describe a su marido ya en el exilio los festejos de aquel acontecimiento: “Buenos Aires, 25 de mayo de 1811, están todos en una gran función de acción de gracias por la instalación de la Junta; (…)Han hecho arcos triunfales, una pirámide en medio de la Plaza, aunque no la han podido acabar; mandó la Junta de los Alcaldes del barrio pidan a los vecinos para hacer arcos y otras cosas, que acredite el patriotismo de los vecinos, y que pongan luminaria doble a más de la contribución. Yo no he dado nada porque como vos no estás (…) las gentes no están gustosas porque no se ha visto en esta función la alegría que se ha visto en otras, ha habido danzas en la plaza, músicas en los arcos y seguirán cuatro por noches...” Durante casi doscientos años, y aun antes de aquellos momentos, la Plaza Mayor de La Ciudad ha sido escenario de no tan diferentes reclamos y ausencias. Sin embargo, pese a que hoy, como tantas otras plazas ostenta vallas y monumentos enjaulados, no se agota el inexorable Camino de los Pañuelos Blancos de Madres y las Abuelas,  el 25 de Mayo del 2010, se podrá festejar algo más que doscientos años de libertad con más de  una pirámide, arcos triunfales o luminarias, porque la Plaza Testigo guarda en sus entrañas y en sus aires las cenizas de una de las tantas mujeres en lucha que ya nunca habrá de morir ni podrá ser acallada: Azucena Villaflor. Tal vez logre rezumar de frescura el aire viciado aún de  pólvoras y el polvo alzado por los cascos de los corceles abrumados por la obligación de correr a los habitantes de La Ciudad,  en las  distintas épocas de la  azotada plaza. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Cuando Juan de Garay llegó a estas tierras, trazó de una sola vez la cuadrícula destinada a la ciudad de la Trinidad y Puerto de Buenos Aires. Así quedó  marcado el emplazamiento que daría origen a la secular Manzana de las luces. En 1568, desde Perú,  llegaron los primeros jesuitas con la intención de convertir a los aborígenes. Cuarenta años más tarde concretaron su establecimiento en Buenos Aires, en la mitad oriental de la Plaza de Mayo donde  emplazaron su residencia, colegio e iglesia. A mediados del siglo XVII, ante la amenaza de corsarios y piratas  sobre el  Río de la Plata, se puso a La Ciudad en estado de defensa. Por razones militares, el predio de los jesuitas resultaba doblemente inadecuado, no solo porque su construcción estaba en importante estado de  deterioro,  sino porque obstaculizaba el uso de artillería desde el Fuerte. Resultó imprescindible entonces, en 1661, trasladar  la Compañía de Jesús a un nuevo predio delimitado por las  actuales calles Bolívar, Moreno, Perú y Alsina. Por debajo de la Manzana de las Luces, se construyeron túneles que comunicaban con el Fuerte más adelante la Casa de Gobierno, con la aduana y  quien sabe con qué otros destinos, pero ciertamente construidos como vía de salida hacia la costa de quienes pudieran quedar sitiados en el antiguo fuerte y con ganas de lanzarse hacia río marrón. El de Buenos Aires, puerto de salida imprescindible dio luz a La Ciudad como hija del contrabando, pues al ver demorado su desarrollo a causa del monopolio comercial de Cádiz, debía tomar recaudos para que según fuese necesario pudieran migrar  hombres, mujeres y otras mercancías. Hoy, es apenas otro museo con su tienda de antigüedades que  no pertenecen al lugar con dudosas referencias de su origen y muy poco queda  del  original recorrido de sus túneles. Permanece, eso sí, un silencio conventual  en mitad del bullicioso tránsito, demasiados vehículos para las  calles angostas. Cómo podría imaginar nadie, mucho menos  don Juan de Garay cuando tomó su carboncillo y trazó esa simple cuadrícula en un pergamino o solo con el extremo de su espada, levantando el polvo y sin mayores expectativas, esbozó en el suelo un cuadrado con círculos, cruces y referencias que, siglos más tarde seguirán dando que pensar acerca de su probable intencionalidad con respecto a la Manzana  de las Luces. 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

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A mediados del siglo XIX, desde el 1858,  el café Tortoni era  un símbolo de la vida porteña. Uno o el más antiguo de La Ciudad, su actual ubicación  al ochocientos de Avenida de Mayo, es del 1894 aunque la entrada principal por esos tiempos estaba por la calle Rivadavia. En la década del veinte y el cuarenta, su  dueño Celestino Courchet cedió la bodega a esos hombres  y mujeres del arte que de a poco fueron haciéndose habitué. No solo poetas y escritores de culto, entre ellos anduvo presente Carlos Gardel que, en 1927 cantó por primera vez a dúo con Razzano, en homenaje a Luigi Pirandello recién llegado con su compañía de teatro en el “Re Vittorio”. Por aquellos días la Argentina sufría la crisis mundial y las peñas como la que se había constituido en la bodega del Tortoni, eran un paisito acogedor al que acudía el mundillo cultural porteño buscando confraternizar. Un grupo de intelectuales inauguró La Peña, que fue el primer café-teatro de Buenos Aires, bajo la tutela de Benito Quinquela Martín y Germán de Elizalde, verdaderos arcángeles de la paz. Cuando alguna discusión se descontrolaba los mediadores echaba una señal a Alfonsina Storni que, de inmediato, subía al tablado y recitaba sus poemas. Sólo así se calmaban las aguas. En una ocasión, el escritor italiano Massimo Bontempelli le preguntó: “¿Y usted que hace señorita?” y Alfonsina respondió: “Dirijo el tráfico en la Vía Láctea”. Puede que en agradecimiento a esos  tantos vidrios y mesas que la Storni evitó que rompieran los beodos, o con más admiración que reconocimiento, cuando Alfonsina murió,  don Celestino Courchet decidió vender el piano de la bodega para costear las exequias de la poeta, porque tal vez con ella también moría la Peña. Pasados más de ciento cincuenta años la bodega ganó cierta intelectual popularidad. En largas y alegres filas, ocupamos buena parte de noches  en las veredas del Tortoni y muchas otras de la Avenida de Mayo, enfundados con nuestros abrigos, boina y bufanda, esperando ver y escuchar al ángel gris,  Alejandro Dolina. El tiempo pasa y es siempre irrefutable. Hoy, podríamos compartir la vereda con los turistas que esperan para entrar a beber chocolate o una leche merengada o cerveza y tomar  fotos de la madera de los muros cargados de cuadros de los días de Gardel, Alfonsina, Lorca, Neruda, Girondo y Lange, de los Tuñón…


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

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La del Tortoni no era la única peña de aquellos  intelectuales rondando los treinta y aquellos intelectuales y artistas eran los mismos cruzaban al Hotel Castelar donde funcionaba “Signo”, peña que se llevaba a cabo en el Grill del hotel. El motivo no era solo seguir la noche y la juerga hasta la salida del sol sino acompañar hasta sus últimas horas en La Ciudad, a Federico García Lorca, o ‘Federico El Bebo…che’ como solía firmar el poeta que habitaba la   habitación 704. En el  hotel, transmitía Radio Sténtor. Desde ella y para todo el que tuviera la suerte de escuchar las primeras transmisiones radiales, Lorca acompañó en el piano a Encarnación López, “La Argentinita”, que cantó entre otros temas: “El café de Chinita”. En una de esas transmisiones Lorca se despidió de los Argentinos: ‘Ahora, con ansias de estar entre los míos, me parece que dejo algo de mi en esta ciudad bruja…”  Pero el  Castelar es aun  más que uno de los puntos de referencia y reunión de aquellos  personajes en torno a Lorca. Aunque marcadamente español, el hotel había sido construido en 1928 según los planos del arquitecto italiano Mario Palanti, el mismo que del Palacio Salvo de Montevideo, el Palacio Barolo y la Nunciatura Apostólica de Buenos Aires, entre muchos otros suntuosos edificios durante esas excéntricas décadas porteñas. Se inauguró un sábado 9 de noviembre de 1929; ostentando el primer comedor refrigerado de Sudamérica. Desde el comienzo funcionó como hotel-restaurante, con entrada tanto por la calle Victoria o Hipólito Irigoyen como por Avenida de Mayo. Era, por entonces,  uno de los más altos de la avenida con más de diez pisos. Manuel Mujica Láinez, describió el salón de fiestas del primer piso como: “uno de los principales atractivos del Castelar Hotel (...) con sus paredes  revestidas con riquísima marquetería, con luz cenital que llega a través de dos artísticos vitrales, este local, dada su amplitud, belleza y confort, será el más indicado para la realización de banquetes y fiestas sociales”. Quién más acertado para describir el lugar que el exquisito Mujica Láinez. El detalle más evidente  de tanta suntuosidad nos recibe todavía hoy, con una recepción y  salón comedor  de 12 x 46 metros sin una sola columna. Con solo unos divisorios de cristal y las mesas de entonces y el cuero suave de los sillones, y los espejos, como para no olvidarnos que seguimos haciendo parte del alarde porteño, por eso nos contemplamos en las paredes espejadas mientras alzamos la taza de café o el chocolate.  Imponente entrada, sin duda, sin por ello dejar de ser cálida;  ahí, en mitad de La Ciudad ajetreada, ruidosa igual a cualquier ciudad europea,  más española que ninguna.  


 

 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

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Los 36 Billares, es otro de los rincones curiosos de La Ciudad. Fue fundado en 1894, como uno más de los hoy considerados Bares Notables, que hacen parte del bulevar ideado por el primer intendente porteño, Torcuato de Alvear, que desde 1883 decidió la apertura de una avenida según el modelo urbano parisino de Haussmann, con la finalidad de organizar el tránsito y de  unir simbólicamente la Casa de Gobierno, o Poder Ejecutivo, con el Congreso Nacional, o Poder Legislativo Éste último recién inaugurado en el 1907. Claro que aunque con muchas complicaciones las diez cuadras previstas por don Alvear, de la Avenida de Mayo también conocida como Avenida de los Pleitos, de tantos inconvenientes que causó su ensanchamiento,  estuvo lista mucho antes. En medio de ese clima nació y creo su propia fisonomía los 36 billares. También fue reducto de artistas, periodistas, escritores, políticos y otros personajes no menos típicos de La Ciudad, que se congregaban ya no solo en torno a una mesa de bar sino a debatir acerca del mundo con el fondo  musical de los tacos y las bolas de billar, inmersos en una atmósfera de humo y bajo el haz de luz circular de las lámparas  y el paño verde. Infinitas historias han de perdurar en torno a esas mesas del bar que, aunque remozado, podemos ver más allá del salón restaurante y su tablado o pequeño escenario turístico, que al final del salón aún perduran esa atmósfera como en blanco y negro, en sepias en realidad, no solo con sus  mesas de entonces sino con el pequeño salón sin remozar donde vemos seres reales, aunque como abandonados por el paso del tiempo, jugando a los dados, al dominó, concentrados  en las viejas piezas del  ajedrez o los  naipes gastados.  Están además las mesas del sótano; fue centro de torneos y encuentros internacionales. Entre sus más relevantes ‘cracks’, allá por la década del 30, se contó con el profesor Andrés Urzanqui, que en una conferencia elogió el invalorable aporte de lugar, que logró imponer el billar como deporte y ese espíritu en cada jugador.  Fueron muchos e importantes los habitué. Allá por los años 40, como el creador de la revista Rico Tipo; o Juan Mondiola, un exponente de la época, muchacho de café capaz de soñar que si le daba a la bola correcta la suerte le cambiaría la vida  a partir de esa noche. Hasta aquí, algo de la historia más o menos oficial.  Pero como no todas lo son…rondando los años 50, el auge del billar hizo del torneado de tacos de madera y virolas de marfil una tarea bien remunerada, por lo menos para uno de esos soñadores muchachos que durante el día cumplía su labor como empleado en la Junta Nacional de Granos. Pero al llegar a casa, apenas después de la comida y hasta bien entrada la noche, complementaba el siempre magro sueldo de empleado público con aquella tarea. Por entonces, la empresa Casaban, proveía de taco a los 36 Billares y contrataba artesanos para el tallado, en torno manual,  de las virolas de marfil. Por lo tanto, el empleado público en cuestión después de comer encendía la radio y empezaba su tarea, tal vez con el fondo musical del Glostora Tango. Él torneaba el marfil y su esposa lijaba los restos de las punteras hasta quedar impecables. Era el momento de las reflexiones, de los proyectos, de algún que otro silencio más elocuente que cualquier palabra. El niño de tres años y la niña de meses dormían en el cuarto de al lado. Al mismo tiempo, tal vez, en el salón de  los 36 Billares, un hombre pasaba la tiza azul en la puntera de su taco, seguramente una de esas mismas punteras, pensando una jugada. Sin embargo, puede que el jugador  pensara cosas no tan distintas a las del artesano y su compañera. Pero el otro jugador esperaba la decisión de su contrincante, por lo tanto el hombre debió abandonar el entizado y sus pensamientos para dar un golpe certero con la puntera de marfil sin mácula de su taco.  


 

 

 

 

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A finales del siglo XIX llegó al país Luis Barolo, un poderoso y progresista productor agropecuario que no tardó en importar máquinas de hilar algodón y claro también  a él pertenecieron las primeras hilanderías de lana peinada y los primeros cultivos de algodón. En 1910, don Luis Barolo conoció al arquitecto Mario Palenti y lo contrató para construir un edificio pensado para rentas. Para entonces,  la guerra destruía buena parte de Europa. Tanto Barolo como Palenti, que admiraban al Dante, pensaron entonces conservar sus cenizas o por lo menos levantar un edificio  en su homenaje, inspirado en la Divina Comedia. Ambos eran estudiosos de la obra y pensaron la división del Palacio como infierno, purgatorio e infierno. Con nueve bóvedas de acceso, como las nueve jerarquías infernales y nueve coros angelicales; sobre el faro la Constelación de la Cruz del Sur. De cien metros de altura, como los cien cantos de la obra y veintidós pisos, como veintidós son las estrofas de cada verso. Las citas grabadas en el cemento pertenecen a la Divina Comedia y muchas más las alusiones y el homenaje. El edificio fue  inaugurado en la fecha de aniversario del Dante. Hoy, la belleza no cambia ni los grabados ni el misterio de su cúpula. Sus ascensores son un viaje incierto, detrás de sus puertas un verdadero cielo o un verdadero infierno, cómo saber. Pensando en algo más cercano subí a uno de los ascensores y bajé en el que imaginé como el último  piso, caminé por un corredor estrecho hasta enfrentarme a una ventana abierta, del otro lado una habitación colmada de sedas, raso y plumas, bellas ropas y complementos de Tango. Entré. Todo era Tango. Alguien con cierto aire o la galanura de la época en que Barolo y Palenti soñaron el Palacio, me ofreció un café y un beso. Solo acepté el beso. No se bailar tango, dije y sonreímos. El tango es apenas  uno de los círculos que nos separan. De inmediato, el Palacio Barolo cambió su halo dantesco por uno no menos sobrenatural, convirtiéndose  a mis ojos en un arcano de  mayor vértigo aún. Quién sabe a cuál de los círculos a los que el Dante refiere tuve acceso esa tarde; si es que el lugar, los ojos del hombre y el beso fueron reales. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Ángel Villoldo, que nació en el 1868 y  murió en 1919, en La Ciudad, Buenos Aires, fue sin duda uno de los precursores del tango, y especialmente del tango como canción de protesta. Por lo menos  él lo puso en marcha. Fue uno de los primeros aun sin saber qué era lo que escribía, recitaba o cantaba y hacía bailar en sus noches de cabaret, que por entonces, tal vez, tampoco fuesen nombrados como cabaret…De lo que sí estuvo seguro cuando escribió el tango  Matufias, allá por el 1903 es que en ese siglo apenas iniciado ya  “el progreso nos ha dado/ una vida artificial…”. Aun cuando no existiera todavía el concepto de canción de protesta Villoldo fue uno de los poetas que pusieron el ojo y más que el ojo la mirada, en todo cuestionamiento social. Villoldo y el tango nacieron en un conventillo, la versatilidad de ambos era  resultado del devenir cotidiano y contestatario de los inmigrantes, casi en su mayoría anarquistas, sumado al aporte de esas incursiones y escapadas de los ‘cajetillas’ a los cabarets y prostíbulos en los que encontraban mucho más que diversión, voces y discursos nuevos. El tango en sus orígenes iba de la mano con el anarquismo, mano a mano con la protesta social.  Sarmiento, que asumió la presidencia el año en que Villoldo nació, recibió un ataque de dos anarquistas italianos aunque dicen que el presidente como era sordo ni se dio cuenta del ataque hasta que se lo contaron. El espíritu  ‘libertario’ subyace ya desde esa década del setenta y, Ángel Villoldo fue creciendo a la par de ese espíritu  que pisando la década del veinte pareció alcanzar el clímax y pareció morir al mismo tiempo que el poeta, pisando la década del veinte. El tango sobrevivió. Y con qué intensidad.

Dicen que el tango ‘Matufias’ podría haber sido escrito por Errico Malatesta, Lewis Mumford o Max Stirner, como un himno a la vida sin contaminación que por esos años primeros del  siglo XX era ya objeto de añoranza y  melancolía. Tango y anarquismo van de la mano, por lo menos así era por aquellos tiempos primeros. Muchos compositores   como José González Castillo, padre de Cátulo, Dante Linyera y Alberto Ghirlado, de reconocían a sí mismo como anarquistas, muchos de ellos, además, relacionados con  el grupo literario de Boedo. Días más días menos, muchos otros fueron tras sus huellas o por lo menos buscaron decir lo que aquellos mismos buscaron transmitir: Homero y Virgilio Expósito, Homero Manzi y hasta la misma Libertad Lamarque. De todos modos anteriormente,  Ángel Villoldo reconociéndose libertario o no, supo vislumbrar la verdadera historia que se daba en La Ciudad y en su entorno; pudo vislumbrar los estragos del positivismo y el acatamiento general de la sociedad a los discursos oficiales.  A su modo y desde su lugar, Ángel Villoldo, desde el patio de atrás o mejor aun desde algún patio central de conventillo alborotado de inmigrantes recién llegados y influenciado con todos los colores musicales que le rodeaban, instauró el tango como otro producto de la modernidad;  pero uno implacable, uno capaz y definitivo de dar testimonio de su tiempo;  de lo que todas esas novedades foráneas quitaban de placentero y de genuino a la vida en La Ciudad. Con Matufias o El arte de vivir, don Ángel nos dejó constancia, con una vigencia absoluta de lo más genuino de aquel espíritu libertario que se intentó silenciar en esas décadas primeras del siglo; espíritu que quedó disperso por cada rincón de La Ciudad anticipando o dando pie y origen a temas como Cambalache, de Discépolo; Al mundo le falta un tornillo, de Cadícamo;  Tiempos Nuevos y Camuflaje. Hoy, durante la primera década del siglo XXI, cumplidos los 100 años,  el tango Matufias, como los otros, no pierden  vigencia. 

 

 

 

 

 

 

 

 

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“Es el siglo en que vivimos/ de lo más original,/ el progreso nos ha dado/ una vida artificial. / Muchos caminan a máquina/ porque es viejo andar a pie/ hay extractos de alimentos/ ...y hay quien pasa sin comer... / Siempre hablamos del progreso/ buscando la perfección,/ y reina el arte moderno/ en todita su extensión. /La chanchuya y la matufia /hoy forman la sociedad,/ y nuestra vida moderna/ es una calamidad. / De las drogas hacen vino /y de porotos, café./ de maní es el chocolate/ y de la yerba se hace te. / Las medicinas, veneno/ que quitan fuerzas y salud/ los licores, vomitivos/ que llevan al ataúd. / Cuando sirven algún plato/ en algún lujoso hotel,/ por liebre nos dan un gato/ y una torta por pastel. / El aceite de la oliva/ hoy no se puede encontrar,/ pues el aceite de potro/ lo ha venido a desbancar. / El Tabaco que fumamos/ es habano por reclame,/ pues así lo bautizaron/ cuando nació en Tucumán. / La lecha se pastoriza/ con agua y el almidón/ y con carne de ratones/ se fabrica el salchichón. /Los curas las bendiciones /las venden, y hasta el misal/ y sin que nunca proteste/ la gran corte celestial. /Siempre suceden desfalcos/en muchas reparticiones,/ pero nunca a los rateros/ los meten en las presiones. / Hoy la matufia esta en boga/ y siempre crecerá más,/ y mientras el pobre trabaja/ y no hace más que pagar. / Señores, abrir el ojo y no acostarse a dormir,/ hay que estudiar con provecho/ el gran arte de vivir”.


Matufias, o el arte de vivir, de  Ángel Gregorio Villoldo 

 

 

 

 

 

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La historia no es nueva, es de hace mucho tiempo atrás, es de cuando había una vez una niña hermosa que vivía a orillas de un río y que a los dieciséis años fue obligada a casarse con un anciano de mucho dinero. Cuando él murió la muchacha quedó viuda, joven y rica. Despertó todo tipo de  pasiones, tanto que hubo dos gallardos porteños que se la disputaron hasta las últimas consecuencias. Se dice que fue la más bella mujer por estas orillas. Y tal vez lo fue. Por lo menos por la Barracas de entonces. Lo cierto es que hermosa o no, le tocó  protagonizar un crimen pasional. Lo sucedido se vino gestando desde La Postrera, su propiedad a orillas del Río Salado,  justamente el día que se inauguraba el puente que aun hoy lo cruza. No solo ese acontecimiento sino un reguero de pólvora recorrió La Ciudad, a fines de aquel enero en la década del setenta. La del siglo XIX. Cuando sucumbió al vértigo del  triángulo amoroso  la viudita de Martín Álzaga rondaba los 26 años. Enrique Ocampo, hombre joven perteneciente a una familia tradicional porteña la pretendía formal y apasionadamente. Sin embargo, parece que Felicitas había ofrecido o por lo menos aceptado ya los galanteos y amores de otro estanciero don Samuel Sáenz Valiente. Cuando Ocampo se enteró del doble juego de la bella, decidió esperarla ahogando su dolor en un  último brandy y en el salón de su enamorada. Aunque hay quien dice que la paciencia es el arte de la paz, aquel día  el canto de las cigarras tampoco el de las criadas en los patios y el cacharrerío de la cocina ni el desorden de los peones que quitaban los arneses y correajes a los corceles del coche recién llegado, amortiguaron la discusión ni los disparos. Ocampo la mató y se suicidó. O también se dice que el que mató a Ocampo fue un primo de Felicitas que también la amaba en secreto. Pasados los primeros e inevitables comentarios los padres de Felicitas decidieron hacer construir una capilla en su homenaje. Cuatro años más tarde frente a lo que hoy es  la Plaza Colombia, se inauguró la única iglesia de La Ciudad que posee estatuas  que representan  a auténticos  mortales: Felicitas Guerrero con su hijo, muerto poco antes que su padre y al mismo don Martín de Álzaga. Desventuras aparte, la capilla con su aire neorromántico y neogótico que logró darle el ingeniero Bunge, marcó pautas en la arquitectura de la época, convirtiéndose en  patrimonio cultural de la, una vez más, azorada y misteriosa Buenos Aires por la que deambulan fantasmas de tan diversos colores.

  
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

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Entre la llamada Calle Larga o avenida Montes de Oca al 800, Isabel la Católica, Brandsen y Pinzón, vemos la Plaza Colombia, que lleva ese nombre desde 1937, con una plenitud de verdes, juegos de niños y contradicciones. Este predio, vendido a la municipalidad por la Señora Guerrero en 1908, en origen fue ocupado por la Subintendencia Municipal de Barracas y la Dirección de Limpieza, finalmente todo fue demolido para dar lugar a la plaza. En el centro, se levanta un grupo escultórico  obra de Julio César Vergottini, importante escultor vecino de la zona, tenía su ‘castillo’ en la antigua sala de máquinas del Viejo Puente Pueyrredón sobre el Riachuelo, donde vivió en la pobreza por treinta años. Pero sus obras recorrieron el mundo y La Ciudad, el monumento de la Plaza Colombia fue bautizado por don Julio como ‘De Barracas a la Patria’. Es un mástil   con cinco figuras masculinas en actitud de izar la bandera. Fue inaugurado en 1940. Por esos tiempos conoció a Quinquela Martín, con quien jamás se separaron e hicieron parte, junto a otros artistas del barrio, de los legendarios encuentros del grupo al que ellos dieron en llamar la Orden del Tornillo. La placa de bronce, fundida en la ciudad de Bogotá fue ofrecida en 1940 por el Gobierno de Colombia a Buenos Aires. Rondando el siglo XXI, la esposa del entonces presidente Samper, viajó desde aquella capital para inaugurar en la plaza una placa en homenaje al poeta colombiano José Asunción Silva. Sin embargo, curiosamente, también puede verse otra placa: “En este solar se encontraba la casa de don Martín de Álzaga, español residente de Buenos Aires. Confabulado contra el gobierno patrio y fusilado el 6 de Julio de 1811”. Una vez más, ni La Ciudad ni la historia agotan sus extravagancias. En el mismo solar, años más tarde, fue construida la Iglesia en homenaje Felicitas Guerrero y su marido don Martín de Álzaga. Nieto y heredero de aquel otro Álzaga, que en el 1795 reprimió la primera conspiración contra el colonialismo y al que  por ser el principal negrero de La Ciudad se lo nombró “juez pesquisidor”, para contrarrestar  el “complot de los franceses” que pretendían llevar a cabo una campaña contra la esclavitud; el Álzaga mismo que habiendo convertido su casa en Cuartel General, con un ejército encabezado por él mismo, uno de los  héroes de la reconquista y defensa de La Ciudad en 1806 y 1807. Lo cierto es que, cuando con sus hombres se dispuso a derrocar al primer gobierno criollo, un esclavo lo denunció y aunque Álzaga alcanzó a huir, refugiándose en la capilla de Santa Lucía, justamente ahí recibió todo el peso de la ley divina, fue apresado y ajusticiado. Sin embargo, también puede considerárselo uno de esos hombres solo leal a sus principios, sean los que fueren, al  rey de España,  o a sus propios intereses y convicciones. Todo ha sido y aun es, según el cristal con que  la historia se vea.  


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

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Hay una calle de La Ciudad que no tiene nombre, aunque tal vez haya más de una. En este caso  nace en la calle Lima 350 y acaba en la avenida 9 de Julio, frente al Ministerio de Salud, entre Belgrano y Moreno. La escueta calle hoy sin nombre alguna vez lo tuvo. Tres nombres en realidad. Allá por el 1812  se le mencionaba como “La Calle del Pecado" y dicen que el nombre le fue puesto como consecuencia del desgraciado romance entre una joven que vivía en la zona, con un torero andaluz que la mató y de inmediato se ahorcó en la reja de la casa, cuando ella no aceptó irse con él a España. Con el tiempo se fueron instalando buena parte de los prostíbulos de La Ciudad pues a medida que las familias patricias abandonaron el barrio, sus casas fueron convertidas en bares y lugares de paso y divertimento. Allá por el año 1871, la Calle del Pecado y sus alrededores fue la más golpeada por la epidemia de fiebre amarilla. Se recuerda que los muertos eran unos 300 por día. Durante cuatro meses duró la epidemia que arrasó con unos 14000 habitantes de La Ciudad. De todo aquello quedan malos recuerdos y de todos sus muertos unas escuetas  estadísticas. En el año 1893 a la calle se  la rebautizó como calle “Aroma” , nombre de uno de los combates librados en Bolivia, en el 1810 y también tuvo sus épocas en que se la conoció como “calle Fidelidad”, vaya a saber por qué. En la década del treinta, con el ensanche de la avenida 9 de Julio, de la original Calle del Pecado quedaron apenas unas plazoletas, y en el lugar donde estaban las ‘pulperías’ y los ‘prostíbulos’ se levantó el edificio del Ministerio de Obras Públicas, a pasitos nomás del sitio donde Eva Duarte, un  31 de Agosto del 1951, a causa de su enfermedad renunció a la vicepresidencia de la Nación  ante una multitud que reclamaba por ella,  en una de las entradas del Ministerio, justo  un año antes de su muerte.   Sea como fuere ‘De la Fidelidad’ o “Del Pecado” lo cierto es que aun la calle sigue sin ser rebautizada.

 

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De los orígenes de la medicina en el país o  el  Protomedicato porteño, declarado independiente del Protomedicato de Castilla a fines del siglo XVIII, a La Ciudad le quedan solo recuerdos. Inaugurado veinte años antes, por el Virrey Vértiz, estaba presidido por un médico llegado con la expedición de don Pedro de Ceballos, don Miguel O’Gorman con ayuda de Francisco Argerich y  José Alberto Capdevila. Funcionaba en los bajos del edificio de la Junta de Temporalidades, a los fondos de la Iglesia de San Ignacio, hoy calle Alsina, en la Manzana de las Luces; sitio donde más adelante funcionó la Universidad de Buenos Aires que dio a luz a los primeros médicos criollos. En 1858, a la facultad se le asignó un edificio propio justo frente a la iglesia de San Pedro Telmo, en el solar de los monjes betlemitas con esos dos antiguos magnolios sembrados por ellos y que aún perduran. Colmados de flores blancas en contraste con el verdinegro de sus hojas, los árboles aun bañan de luz y sombra el enrejado, la vereda angosta, la empinada calle del Comercio hoy Humberto Primero y el empedrado colonial. Pero no todo en la cuadra  era armonía por entonces. Las autoridades de la Universidad, a cargo del doctor Montes de Oca, elevó una nota a la Academia de Medicina declarando que no se haría ninguna intervención quirúrgica mientras se mantuviese enfrente el Hospital General de Hombres, porque según manifestaban era un sitio miserable y sucio donde primaba la locura y la indigencia como única enfermedad. Sea como fuere para unos y otros, lo cierto es que aquel hospital de pabellones amplios en dos plantas comunicados entre sí por el apacible patio con acacias fue trasladado de San Telmo y dio lugar al Hospital de Clínicas.  


 

 

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 “Donde San Juan y Chacabuco se cruzan, vi las casas azules, vi las casas que tienen colores de aventura. Eran como banderas, y hondas como el naciente que sueltan las afueras” escribió Jorge Luis Borges.  No cabe duda que en cada rincón de  San Telmo, Lezama o Balvanera, en La Ciudad toda, se recrean sus escritos. En cada barrio hay compadritos, una esquina y  un cuchillo, o por lo menos, entre las sombras camina un hombre o dos, que así de compadritos se han  soñado a sí mismos. Pero en el caso de San Telmo, también llamado Altos de San Pedro, sus primeros habitantes fueron los que se dedicaban a tareas portuarias. Y al parecer ubicados a pasos de la Plaza Dorrego, en la calle Defensa, que según se dice es la más antigua de las plazas. Sin embargo con el tiempo, fueron ubicándose familias tradicionales en la zona como las de Domingo French, Esteban de Luca, Esteban Echeverría entre otros vecinos ‘notables’. En 1806, durante la invasión de los británicos, estos ocuparon buena parte del barrio dando lugar a muchas anécdotas. Como la de doña Martina Céspedes  que, con una bravura común a las mujeres de la época, supo tomar prisioneros a doce ingleses que entraron en su casa al parecer al lado de la Iglesia de San  Pedro Telmo, pero a uno de ellos le propuso matrimonio con su hija y por supuesto el oficial inglés y la muchacha aceptaron. En época de Rosas, en la calle Chacabuco se encontraba el Cuartel de la Mazorca y muy cerca vivía el jefe de los mazorqueros don Ciriaco Cuitiño. En San Telmo, cada época da cuenta de una historia en permanente cambio. Pero quizá el más notable es el que se dio durante la epidemia de fiebre amarilla en 1871, cuando buena parte de esas familias que habían pertenecido a la clase dirigente durante la colonia, la reconquista y la revolución, fueron abandonando sus casonas para trasladarse a zonas con menos riesgos en La Ciudad. Fueron justamente ésas propiedades abandonadas, enormes y confortables las que poco después cuando el gobierno argentino propuso abrir y favorecer el paso a la inmigración fue necesario subdividir, convertidas en ‘Conventillos’, dando vivienda a muchas familias en una misma propiedad. Típicas viviendas y habitantes que sin dudas cambiaron definitivamente la fisonomía del barrio y La Ciudad. Hoy, aun perduran casi como en aquel tiempo algunas de esas viviendas  pero en su gran mayoría fueron convertidas en galería de antigüedades, de arte, restaurantes y lugares a la moda pensados para el arribo de extranjeros, claro que solo como turistas.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

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Casi donde el barrio de San Telmo se acaba se levanta un gran jardín con ciento de espíritus en sus escalinatas que deambulan las colinas verdes un tanto extrañas para tanta ciudad plana. En la parte más elevada del parque entre los árboles, se alza lo que en su origen fuera la Quinta de los Ingleses. En una primera época  propiedad del un tal Mackinlay, luego del americano Horne y al fin de Gregorio Lezama. Emparentado y relacionado con lo más granado de la sociedad porteña, descendiente de un salteño no menos encumbrado y adinerado, entre otras propiedades compra en julio de 1857 esta casa quinta rodeada por las actuales calles Defensa, Brasil, Paseo Colón y Almirante Brown. Hacía pocos meses que había fallecido su esposa, quedando con su hijito de 6 años, por lo tanto contrae nuevo matrimonio con su cuñada Ángela de Álzaga, también viuda joven. Don Gregorio, transformó aquella residencia en una hermosa casa de estilo italiano,  macetones, estatuas, galería exterior, un mirador hacia el río y La Ciudad y el gran caudal de plantas que hizo traer del extranjero y lo convierten en un jardín botánico. Pero no duró demasiado el período de gloria de la casona soñada y hermoseada por don Gregorio. Pues empezaban a darse los primeros casos de Fiebre Amarilla o ‘Vómito Negro’. Su propietario entonces ofreció aquella vivienda como lazareto. Pasada la peste la casa le es devuelta por la Municipalidad. Con los años,  fallecido su esposo, la viuda de Lezama vendió a la Municipalidad  la casona con su hermoso bosque y jardín, de  76.500 metros cuadrados, siempre y cuando fuese considerada como parque y con el nombre de su esposo. En cuanto a la Quinta guarda parte de la historia del país y de La Ciudad, por eso la llaman hoy Museo de Historia. Sin embargo, el museo de historia no alcanza, porque buena parte del pasado de La Ciudad esta presente en los cafés que lo circundan, en cada recodo del barrio,  en sus conventillos devenidos en anticuarios, en la muselina de los vestidos que se mecen al sol y al son de los recuerdos que ventean los patios en damero, esperando ser comprados por algún amante de lo antiguo; también la historia va al tranco por el empedrado de las calles, en los restos de su arquitectura colonial, en algunos de esos cuartos de azotea donde algún fantasma se asoma; alguna de esas almas todavía en pena que cada familia patricia encerraba en un desván o torre, según Ernesto Sábato fantaseaba desde una  del Bar Británico: “El mirador, al que asciende por una escalera de caracol, por la que lleva Alejandra a Martín, es como un ingreso en la historia, con su techo deteriorado, su moblaje anacrónico y su espejo de esfumada luna…”  Y, quién no haya caminado el Parque Lezama tratando de mirarlo con los ojos de Ernesto Sábato, que arroje la primera piedra. Todo es posible en el parque. Hasta la presencia, una tarde de domingo a la sombra de los árboles añosos, rondando los noventa, de un alemán con barba, piercing y guitarra de concierto, Paco Liana, alborotó el pajarerío y los curiosos con su versión inimitable del Ave María, sentado en las escalinatas del anfiteatro, tal vez a modo de ensayo pues al día siguiente dio un extraordinario concierto en el anfiteatro del Centro Cultural Recoleta. Tantos recuerdos guarda el Parque, la calle de los maceteros altos…imposible no regresar una y otra vez y según Aníbal Troilo: “He vuelto a aquel banco del Parque Lezama, lo mismo que entonces, se oye en la noche, la sorda sirena de un barco lejano…” 


 
 
 
 
 
 
 

 

 

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La Iglesia Catedral Ortodoxa Rusa de la Santísima Trinidad es uno de los lugares enigmáticos de La Ciudad.  Deslumbrante, igual a la figura de un antiguo libro  de cuentos, de esos que al abrirlo. El zar Alejandro III, encomendó al presbítero Juanov y al diácono Smechevsky  oficiar servicios religiosos en una casa porque allá por el 1888 unos inmigrantes cristianos ortodoxos sirios, rumanos y griegos le reclamaron por su fe; mientras tanto, en Holanda, el padre Constantino Izrastzoff,  fue elevado a Superior de la Iglesia Rusa en Argentina, contrajo matrimonio con una belga, Elene Buhay, convertida al cristianismo ortodoxo y de inmediato fueron enviados a la Argentina. Izrastzoff  regresa a su país en busca de dineros que consigue, no solo en  la casa Imperial, sino que al sur de Rusia, en Mirgorod le donan los campesinos. Con éste capital fue comprado el terreno y con planos similares a los templos moscovitas de los siglos XVII y XVIII, fue construida la Capilla de la Legación Imperial Rusa que se inauguró en 1904. De Rusia fueron llegando luego piezas de gran valor, no solo en cuanto a lo religioso sino en lo  artísticos, que enviaban el zar Nicolás II y la zarina Alejandra. Cómo no echar a volar la fantasía al observar las cúpulas con sus pinturas y mosaicos, con sus estrellas doradas  y esas cadenas que, en Rusia son  protección contra los fuertes vientos y nevadas que envuelven las cúpulas originales amenazando con arrasarlas, pero en Brasil al 300 frente al Parque Lezama, las cadenas son inútiles. Apenas simbólicas. O no tanto. Entre sus imágenes la iglesia cuenta con la de Isabel Federovna, hermana de la zarina Alejandra y cuñada del zar Nicolás que, como Catalina la Grande, nació princesa, alemana y protestante pero fue bautizada  para poder convertirse en Gran Duquesa Imperial. Pero Rusia le ganó el corazón. Fundó y fue Superiora del Convento del Amor y la Misericordia de Martha y María en Moscú y allá murió mártir en su fe cristiana ortodoxa. Una de las cúpulas tiene su rostro, también en un perfecto estilo bizantino, pueden verse las figuras del Zar y la Zarina. Pero los cuentos de hadas, aquellos con hermosos príncipes y princesas, aun los troquelados con halos de oro y que nos remiten a la infancia  no se han llevado bien con la historia ni el imaginario colectivo. De todos modos, al fin y al cabo, los zares rusos eran príncipes y princesas alemanes, en la mayoría de los casos nacidos en principados menores como sucedió con Catalina la Grande, que  nada tenía de rusa y por lo tanto tampoco heredar ella, ni los que la sucedieran,  de la casa real de los Romanov. No obstante, Catalina la Grande, siguiendo los pasos de Pedro el Grande, a quien no había conocido  logró transmitir a sus descendientes una férrea voluntad para llevar adelante aquel reinado y  no perder el poder de los Romanov, dinastía  a la que  la historia con su devenir inexorable le reservaba un  final  trágico y definitivo.  Ninguno de esos acontecimientos históricos ha impedido a La Ciudad, tan cosmopolita como los porteños, guardar entre sus reliquias y curiosidades la bella Catedral Ortodoxa Rusa levantada gracias a la curiosa  concordancia  entre el zar Nicolás II, la zarina Alejandra y parte del pueblo ruso poco tiempo antes de la Revolución Rusa.       


 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

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En algunos sitios de Buenos Aires es imposible saber qué cosas son reales y cuáles patrimonio de la ilusión o la fantasmagoría. Y en eso se destacan los alrededores de San Telmo. A la Plaza Dorrego, la llamaban Hueco de la Residencia, y hasta bien entrado el siglo XIX  fue paradero de carretas de los habitué que entraban a los bares por una caña o una ginebra. O por ambas. Esas barracas donde carretones, galeras  y caballos descansaban después de sus largos viajes atravesando el lodo de los juncales, aun perduran, solo que hoy son paradero y solaz de caminantes, de turistas que  otean el barrio desde los patios, las terrazas, bebiéndose el sol y luna en la plaza. Una plaza sin verde, sin canteros y sin flores. Pero en otros tiempos más lejanos todavía aquel solar tuvo flores, cuando era la casa del gobernador bonaerense coronel Manuel Dorrego, aquel que por orden del general Lavalle fuera asesinado por un tal Navarro. Ya por entonces  se reunían  vendedores y productores claro que por esos días no podían vender antigüedades. Los objetos devinieron en  antigüedades con el siglo XX. Todo a la vista del bar de la esquina de Defensa y Humberto Primo, el bar Dorrego  que  tienta los que pasan  con platitos cargados  de maníes igual que a las palomas.  Ese bar, y todos los  que rodean la plaza, brindan amparo a los espíritus que cada tanto dejan a buen resguardo sus pertenencias en cada uno de los  anticuarios y se cruzan en busca de una caña, un café o una gaseosa. Cómo negar esas presencias que se imponen cuando nos detenemos a mirar los chales de seda,  los vestidos de raso, las levitas con moño,  los sombrero de copa y esos guantes vacíos rozados por el paso del tiempo,  los chambergos o esas dos copas de champagne de cristal en una bandeja de plata. Pero no todos los que deambulan por ahí están dispuestos a crear lazos con los fantasmas, ni vislumbran la mirada de los santos guardianes que con sus ropas de  mármol  les observan desde la cúpula de la iglesia de San Pedro González  Telmo, y que también custodian la aun  más  antigua iglesia de Nuestra Señora de Belén, levantada en sus primeros tiempos por los jesuitas en el año 1734 y terminada por los padres betlemitas a fines del mismo siglo. Nada de eso presumen los caminantes o tienen en cuenta si lo saben, pero sí se suman al juego de las estatuas humanas inmovilizadas por el maquillaje  y con una gorra a los pies para monedas, y al de  los bailarines de tango, que se ofrecen como personajes-acompañantes en las fotos; pero poco y nada ven los que pasan ni escuchan  el redoble de las campanas o las tamboras  ni los antiguos candombes que subyacen en cada rincón de San Telmo, replegados o silenciados por la vorágine turística.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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Al pie de la Bahía Vuelta de Rocha, del Riachuelo, se libró la batalla ganada al dominio colonial, por el almirante Brown. Decisiva para la soberanía porteña. La historia siguió avanzando, claro que proveniente siempre de las escalerillas de los barcos. Así fue como los inmigrantes, en esa zona en su mayoría genoveses, fueron arribando y dieron al barrio su tono pintoresco o  estrafalario, según quien lo vea. Levantaron sus casas al pie de un puerto atiborrado de buques y obreros portuarios en una prolífica actividad que  solo sobrevive en cuadros y postales.  Pero han persistido los colores de entonces, entreverados en su desarmonía o con su propia armonía. Mostrando hoy un aspecto teatral, como si el teatro Caminito, que  concentraba o encajonaba la coloración del barrio apenas en cien metros hubiera tendido sus brazos. Algunas casas son las de los días primeros, en que la casualidad las fue apiñando a las unas contra las otras con sus parroquianos asomados a los ventanucos o balcones; otras, se levantaron más adelante y aun hoy, imitándose a sí mismas, repitiendo hasta el infinito las maderas, las placas de zinc acanaladas y los tintes iniciales, casi hasta la saturación de color. Salvo en las explanadas de cemento y ladrillos igualmente grises o en los bancos que miran hacia el río. Pero el arrabal alberga mucho más que esos aires de pobreza orillera y tango, en  tonos expropiados al pasado y reciclados para el goce fotográfico del turista. La Boca fue mucho más. Allá por el 1884, abandonados por el ‘dios municipal’ aquel grupo de inmigrantes crearon su propio cuartel de bomberos y, con iguales agallas, en 1902, pusieron en el congreso al primer diputado socialista de América, don Alfredo Palacio. Hasta don Benito Quinquela Martín, que por entonces contaba 14 años, aunque no podía votar empuñaba sus ideales ganados en lo humilde de su origen y la politizada vida barrial. Repartió volantes y manifiestos socialistas, pegó carteles y a la par de todo el vecindario  echó a volar papelitos de colores a la hora de  festejar. Aquel día, el candidato socialista, llegó a la Boca con ochenta centavos en el bolsillo y luego de  una hora de viaje que le permitió dejar ir su mirada por cada rincón. En el barrio de La Boca, en algunas de las placas de señalización de sus calles pueden leerse los nombres de algunos dirigentes del partido socialista, entre otros don Enrique del Valle Iberlucea. El dramaturgo Florencio Sánchez, haciendo alusión por aquellos días ‘reciente’ diputado Alfredo Palacios, manifestó: “Ahora, La Boca ya tiene dientes”.  


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

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En aquel barrio de inmigrantes, donde hasta los correntinos hablaban genovés, la calle Magallanes era la elegida para vivir por los artistas plásticos, como Alfredo Lazzari, maestro de pintura  de Benito Quinquela Martín, Fortunato Lacámera y Victorica entre tantos otros,  hechizados por ese recodo de La Ciudad: la Vuelta de Rocha, conocida también y casi con mayor exactitud como la Plaza de los Suspiros. En la esquina de Magallanes y Garibaldi, donde se entremezclaban el pasto con el empedrado y las vías del tren, solían encontrarse el poeta y los hermanos Filiberto, músicos, con Lacámera y Quinquela, que para entonces ya tenía su taller y vivienda en la terraza de la  escuela Pedro de Mendoza. En ese pedacito de cielo donde los mascarones de proa y algunos de sus cuadros, dan fe del movimiento portuario que rodeó a don Benito,  desde su niñez en aquella carbonería en la que creció. El adentro y el afuera del estudio se entremezclan es  una continuidad no exenta de magia. Los cuadros devienen en paisaje y el paisaje deviene en nostalgias de sí mismo. No cabe duda que por el barrio ha predominado aquel halo estético inconfundible, toda mirada recae en los hombres a los que Quinquela quiso eternizar en la dignidad de sus labores. Obreros portuarios que, aunque hoy ausentes,  no han abandonado la bahía ni los barcos aun los hundidos. No podemos dejar de verlos a cada paso, en cada pequeño cuadro, en cada acuarela, en cada sueño de nuevos pintores. Aun persiste  la costumbre de pintar las casas con los colores de aquellos restos de pintura de  barco. Haber estrechado la mano de Quinquela  allá por el 1967, entrecruzando miradas y silencios ante los ojos atentos de los mascarones de proa, vislumbrar el paisaje a través de sus ventanas cotidianas, me marco a fuego la idea de que el lenguaje y la memoria del arte superan cualquier testimonio de la historia oficial. El caserío de chapas, en sus distintos niveles y muchos altillos continúan siendo reducto de pintores forjadores de su entorno; coloristas y artesanos que los días de feria se van impregnados de la patina con que el aire del  río los unge. Así son las cosas por ahí, así se queda uno después de visitar la Plaza de los Suspiros y ver o recordar, no importa en qué contexto o  galería el cuadro preferido de Quinquela, su ‘Crepúsculo en el Astillero’ 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

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La Isla Maciel resiste al otro lado del Riachuelo y unida a él, por un servicio clandestino, lentísimo y peligroso de botes y  por un puente, o dos, varios al fin. Sin embargo no abandona ese servicio regular de lancheros que cruzan a sus leales parroquianos y a algunos domingueros. La Ciudad le da la espalda. La isla, que tal vez no sepa que es tan útil a La Ciudad, carga con su pobre fama. Desde el comienzo de la historia, se fueron asentando ahí  frigoríficos, astilleros y barrios con sus casas de chapa gris, cuadradas y algunas de dos plantas con ventanucos, que se extienden hasta el Doke confundiendo los límites. El barrio tuvo fama de ser el de la más baja   prostitución  y de  la delincuencia más feroz, refugio de fugitivos de toda laya. Triste cosa la fama, triste esa reputación que se ganó o se le impuso ganar. Territorio prohibido hasta para la policía. Su condición de polvorín y  hábitat  muestra una traza poco isleña. Solo se la recuerda por los botes de colores en medio del río, los remeros y esa estela en el agua como si aun fuese ser aquel Riachuelo primitivo. Hace unos años, cuando aun las máquinas fotográficas no eran digitales, tomé una foto como al voleo para terminar el rollo y poder revelar por lo menos las treinta y cinco restantes. Una vez con las fotos en la mano, descubrí un paisaje  no visto. No del todo. Es una de esas fotos en las que alguien no aparece pero estaba o que sin estar apareció,  en el papel fotográfico se destaca un fantasmal paisaje veneciano. El río reverbera colores increíbles, una barcacita  va  y otra viene, las gentes conversan de bote a bote y la  serenidad de los remos acaricia la superficie del agua, de un azul cielo nocturno con luces que no son estrellas  sino  chispazos de sol. Fue en La Boca, a pasos del viejo transbordador. En otra ocasión, fue la cámara de un cineasta la que captó un segundo, tercer o cuarto momento espléndido en  la isla Maciel. Un corcel y un niño cabalgando al paso por la orilla.. Por un instante el paisaje es una marina perfecta, de inmediato la lente toma distancia el objetivo y al mismo tiempo que caballo y niño se minimizan crecen los conductos de la destilería con sus chimeneas que vomitan el humo letal. A veces La Ciudad, como sucede con muchas  hembras, suele  ser  cruel consigo misma y con sus hijos 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Nunca  se la llamó alameda ni  malecón, sin  embargo la Avenida Costanera fue todo eso y más. Buena para las caminatas sin apuro entre los árboles añosos o bajo la pérgola, que invita a las sombras y al beso, aunque sin glicinas ya, sin las muchachas con pamela ni los señores con rancho,  con el solo romanticismo de alguien sentado en los muros atento quien sabe a qué, con la mirada mucho más allá del horizonte. O cómo fue y cuando que crecieron todas esas mesas y sillas y puestos de comidas, y todo es comida y bebidas al sol. Pero, si de caminar se trata, se puede insistir hasta alcanzar la boca del Riachuelo, donde  unas cadenas servían de marco a las fotos del paseo dominical y de columpio a los niños con boina y sobretodo, hamacándose del lado de acá del encadenado negro, en realidad el  único malecón ahí como para impedirles caer al río. Hoy, el agua  no sueña con bañistas, aunque los bañistas sí la sueñan a ella. Los que caminan la alameda  y La Ciudad, añoran el río ausente, o por lo menos  más lejano que ausente. Más allá, lindando con la Costanera Sur, se extiende una zona que atiborrada de deshechos más el producto del dragado se colmó de verdes y no pocos pájaros. Con una orilla de lodo y  cemento,  y  la otra de río, un día pareció emerger de la nada una isla, que llaman Reserva Ecológica,  donde los claveles del aire y los  zorzales  nos hacen pensar en aquellos tiempos  que La Ciudad se veía a sí misma, y a nosotros, como un sueño imposible. Porque de alguno de sus sueños venimos y hacia otros aun más inciertos nos encaminamos. De ese  mismo sueño surgió ella misma como una diosa Venus,  prodigándose generosamente en sus calles de tierra y más delante tapizada de adoquines hasta que el asfalto se las ganó a todas, haciendo de La Ciudad un laberinto indefinido por donde deambulan  sus  hombres y  mujeres. Buenos Aires es la única ciudad que sus habitantes recorren como turistas, los porteños van a su aire como extranjeros en su propia casa. Así voy.

 

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No es para muchos, no todos saben qué es ese bello edificio con cierto aire de abandono, en diagonal a  la Fuente de las Nereidas. Al comienzo, el local cumplía funciones de caballerizas, las  del Lazareto ubicado a la par. Las caballerizas fueron levantadas a comienzos del 1900, con intenciones de verificar el estado sanitario de los animales que llegaban al país. En 1903, el concejal Don Ernesto de La Cárcova presentó el proyecto de asignar: “una suma de dinero anual en el presupuesto para la compra de obras de arte destinadas a ser colocadas en plazas y jardines de la Ciudad de Buenos Aires”. Fueron destinados la cantidad de treinta mil pesos moneda nacional “para la adquisición de obras de arte de carácter decorativo en bronce y mármol destinadas a plazas y paseos del municipio”. Entre 1895 y 1911, junto al crítico e historiador  Eduardo Schiafino, creador de la Sociedad de Estímulo de Bellas Artes y director del Museo Nacional de Bellas Artes, importaron las primeras obras que fueron destinadas a distintos parques de La Ciudad, como  “El Pensador”, que podemos ver en el Botánico, “Los primeros fríos”, “Sagunto” y “La duda”, adquirida por el Dr. Manuel G. Güiraldes. No conforme, don Ernesto con esta iniciativa, rondando el 1921, propuso convertir las caballerizas del Lazareto, en la Escuela Superior de Bellas Artes, Ernesto de la Cárcova. Inaugurada recién en 1928, fue nombrada en su homenaje pues don Ernesto había fallecido el año anterior. A pesar del estado de abandono o semisalvaje del parque, la escuela esta rodeada de otro de los hermosos jardines diseñados por Carlos Thays. Cuenta además con esculturas que pueden descubrirse entre la maleza y una fuente de estilo andaluz y allá por los años ochenta me recibía cada viernes del año con su armoniosa caída de agua. Era paseo deseado y obligado, tres cuarto de hora antes de la clase de Técnicas Textiles. Antes o después de la misma clase, que no era más que un pretexto para vivir la magia de la escuela, iba a tomar algo a la  pequeña casilla de maderas verdes con el precario bar en el que, por monedas,  solo servían café de filtro con leche  y alguna medialuna o sándwich en pan de molde, todo pensado para el escaso presupuesto de los alumnos y artistas. Hoy, en su lugar hay un restaurante algo sofisticado que permite comer en medio de un ambiente selvático que nos traslada a un sito que puede ser cualquier lugar, cualquier ciudad del mundo. Especialmente si a los postres, consideramos entrar por las altas puertas de chapa, al otro lado de la fuente andaluza, para conocer el Museo de Calcos,  ver y tocar  El David,  El  Moisés, La Piedad y tantos otros. Lo único auténtico de la zona, fuera de la elección de don Ernesto de la Cárcova y de Thays, a quien popularmente llamaban “El creador de la sombra en Buenos Aires”, es la fuente de Las Nereidas a un paso de la entrada a la escuela que anticipa o cierra aquel paseo que por unas horas nos traslada a un mundo imposible de imaginar, solo para ver y gozar en silencio con el solo  murmullo de loros y zorzales.  


 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

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La fuente de las Nereidas, actualmente está emplazada en la Avenida Costanera. La obra, en mármol de Carrara, representa el nacimiento de Venus desde una gran concha marina, rodeada de tritones. Es esta sensualidad de la escultura lo que provoca gran molestia en la sociedad porteña. Fue tallada, esculpida, cincelada y trasladada desde Italia, por la primera escultora sudamericana y argentina,  Dolores Candelaria Mora Vega de Hernández conocida como Lola Mora. Nacida en El Tala, provincia de Salta, llegó a Buenos Aires en 1894. Dos años después viajó  becada a Europa y fue en su taller de Roma donde, entre otras obras, dio a luz La Fuente de las Nereidas. Con ella regresó desde Génova, a Buenos Aires, en el vapor Toscana, y la obsequió a La Ciudad, para ser ubicada en la Plaza de Mayo. A pesar de la influencia política de algunos de sus simpatizantes y amigos, como don Bartolomé Mitre y Julio A. Roca, los porteños decidieron que la escultura era impropia. Corría el año 1918. De poco sirvieron sus dotes ni las intenciones del legado. Lola, era la primera escultora  sudamericana y argentina, pionera en minería, inventora, urbanista, demasiados talentos para una  mujer; cómo podría una mujer con tan ‘escasa fuerza’ ejercer la escultura y  con tales obras, desnudos en la Plaza de Mayo y nada menos que frente a la Catedral. Se decidió como lugar alternativo el barrio de Mataderos o el Parque de los Patricios, zonas bastante despobladas, sin embargo Mitre logró que fuera instalada en el por entonces llamado Paso de Julio, donde hoy se cruzan Leandro Alem y Cangallo, fue cuando Lola Mora se instaló para dar lugar a la reconstrucción, rodeada de una cerca de madera ocultando el taller de los transeúntes que como al pasar observaban a la gran y maltratada escultora, en pleno trabajo con sus andamios y algunos operarios, con quienes pudo dar final a la tan ansiada obra. El 21 de mayo de 1903, con la presencia del ministro del interior don Joaquín V. González y el intendente Casares, tuvo lugar la inauguración. Lola Mora fue la única mujer presente, tanto en el palco oficial entre los funcionarios como entre el grupo aquellos que la homenajearon en el Club del Progreso. Las cosas no mejoraron con el correr del tiempo. A cierto sector no solo molestó el carácter de la obra  sino que la autora logró  acaparar gran parte de  los proyectos escultóricos oficiales. Como si todo esto fuera poco, en 1906, le fue permitido montar su atelier en el edificio, todavía en obras, del Congreso Nacional, donde realizó sus alegorías a la Paz, la Libertad, la Justicia, el Trabajo y el Progreso, y dos leones para la fachada. Finalmente, no le quedó sino levantar Las Nereidas de su emplazamiento y trasladarla a la Costanera Sur.  La misma Lola Mora, en persona, supervisó el traslado. No mucho más concedió. Poco después de cumplida la tarea, Lola Mora, regresó a su ciudad natal, Salta, donde vivió aislada porque, según se dijo, acabó perdiendo la razón. Nada hizo para evitar las críticas. Sumida en la oscuridad y la miseria, murió el 7 de junio de 1836 a los 69 años, en Buenos Aires. El 25 de marzo del 2004,  en un simbólico y  tardío reconocimiento, La Ciudad, impuso el nombre de Lola Mora al hall de entrada del Palacio del Congreso. Sin embargo, el mayor reconocimiento sigue siendo del pueblo de Buenos Aires que hace referencias a la gran obra escultórica no como la fuente de Las Nereidas, sino como la fuente de Lola Mora.  


 
 
 
 

 

 

 

 

 

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A mediados del siglo XIX, dos reposteros italianos, Constantino Rossi y Caetano Brenna, compraron la que por esos días se conocía como Confitería del Centro, en la esquina de Federación y Garantías, hoy Rodríguez Peña y Rivadavia. A comienzos del XX la trasladaron a Callao y Rivadavia. Fue rebautizada como Confitería del Molino, porque en uno de los ángulos de la Plaza del Congreso, trituraba granos el primer molino harinero de La Ciudad, el molino a Vapor de Lorea. Allá por el 1914, contrataron a un arquitecto italiano para construir el edificio que soñaron espectacular, don Francisco Giannotti, a quien en Italia su maestro Alfredo  Melani, cuando el joven profesional decidió embarcarse a Buenos Aires, le  preguntó: “¿Está usted dispuesto a emigrar hacia aquellas playas? Seguramente perderá lo poco que ha aprendido en la Academia. El continente americano del Sud –insistió el maestro- no es otra cosa que un inmenso mundo (…) donde el mayor desarrollo lo constituye el comercio de la agricultura y la ganadería,  ambiente  inadaptado para desarrollar ideas y capacidades” Giannotti no hizo caso, llegó a La Ciudad en 1909 como representante de una empresa de vitrales, hierros forjados y bronces y pronto se contactó con otro gran arquitecto Palenti con quien para empezar, ambientaron el Pabellón Internacional. Le fueron llegando de inmediato otros trabajos y pudo dedicarse a la par de Palenti  al  diseñó y  vanguardia de la Belle Époque en La Ciudad,  como cada detalle que ostenta aun hoy en medio de su decadencia, la confitería de El Molino. Varios salones de fiesta, el general en planta baja, y tres subsuelos, en uno, la cocina con elaboración integral propia que hizo escuela, por ejemplo con el Imperial Ruso, conocido en Europa como el postre argentino, creado por Brenna en homenaje al zar Nicolás y su familia, después de la revolución del 1917. También se especializaron en marrón glasé y el chocolate con churros. El Molino, cumple por estos tiempos unos diez años de desaliñada  soledad y abandono. Por lo menos en su fachada. Tal vez, por dentro, don Brenna mantiene abierta la cuenta corriente de aquellos legisladores y personajes importantes a quienes sin duda seguirá atendiendo como entonces, engalanado y de levita, elegante y solícito. Las damas, recibirán sus delicias y galanterías, ataviadas con sus cuidadas vestimentas y sombreritos con pluma, mientras esperan a sus niñas que en algunos de los salones de fiesta, imbuidas de muselinas, zoquetes y zapatos de gamuza blanca, festejan algún cumpleaños. Alineados sus pies perfectos y recta la espalda, así como corresponde, o correspondía,  a toda niña. A toda futura señora bien plantada en la sociedad porteña. Ajeno a todas ellas y abandonado a su suerte, la confitería del Molino, acodada al Congreso de la Nación, al edificio viejo y al nuevo,  y de cara a una de las avenidas más importantes de La Ciudad, espera nuevas épocas de gloria y cumple la sola función de ser muro de contención de grafitis y pegatinas. Sin embargo, mirándolo bien  en alguna de sus ventanas hay indicios de vida, y también humana. 


 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

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Desde la década del 70 soy propietaria de mi propia Manzana de las Luces, una donde ir a la par de  los fantasmas de La Ciudad. Mi padre, trabajaba en una  empresa que suministraba  papel a editoriales y medios de  prensa; a veces lo pasaba a buscar por las oficinas de la calle Defensa. Comprábamos alguna cosa en la farmacia de la esquina, hoy museo, tomábamos café con leche en la Puerto Rico de la calle Alsina mientras  hacíamos moler café para llevarle a mamá con algún dulce. No me resulta fácil recordar el sabor de los dulces ni mucho de la conversación entre padre e hija adolescente  pero sí la certeza de su compañía y  el aroma del café recién molido. Imposible olvidar el siguiente paso por la Librería del Colegio, en la esquina de Bolívar, con Alsina.  Cómo no recordar ese estado de fascinación ante las bibliotecas de aquella librería abarrotada de libros perfectamente alineados con el dorado a la hoja de las letras que se codean las unas a las otras en el lomo de cartón marrón, verde o azul. Se dice que en ese lugar, conocido antiguamente como La Botica del Colegio,  se comercializaban velas, crucifijos y los primeros libros que llegaban del Alto Perú. Sus compradores habituales eran los profesores y  alumnos del Real Colegio de San Carlos, hoy Colegio Nacional Buenos Aires, por eso tomó el nombre de Librería del Colegio, hoy Librería de Ávila, único comercio de La Ciudad que, en cuanto a rubro y ubicación, se conserva como en épocas de la aldea colonial. Entre los fantasmas que deambulan frente a los anaqueles, no pocas veces me he topado con sus leales y primeros clientes: Mariano Moreno, Juana Manso, Camila O’Gorman, Sarmiento,  Alberdi  y tantos otros que aun me permiten soñar en la hoy rebautizada como Librería de Ávila. De sus magias y ensoñaciones salí alguna vez con mi primer Melville, el primer Mecedonio, el primer Borges, y por consejo de papá con uno más de Agatha Christie para sobrellevar las largas  siestas de verano.  


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A comienzos de siglo XX, allá por el año  trece, David Ovejero y Emilio San Miguel, salteños y propietarios de la casona ubicada en Florida 165, casona del 1830,  decidieron contratar al arquitecto italiano Francisco Gianotti, el mismo que proyectó la confitería del Molino, para construir en lugar de la casona, un edificio con galería comercial en la planta baja. El edificio ostenta vitrales, capiteles de mármol, columnas, figuras geométricas en armónica connivencia con flores y frutas que aireaban el cuerpo de hormigón armado con seis pisos de alto y ocho más en otras dos alas. Todo culmina con una torre y un faro cubierto con tejas doradas.  Dos años más tarde  el Círculo de la Prensa, en la inauguración,  ofreció una conferencia acerca del caudillo gaucho don Martín Miguel de Güemes, salteño como los gestores del proyecto,  y con  su nombre se bautizó el lugar. El edificio, y la galería tan aristocrática como la calle Florida, no pudo sostener su linaje. Con el tiempo se volvió tan comercial que hasta el teatro devino en streep tease. “Hacia el año veintiocho el Pasaje Güemes  era la caverna del tesoro en que deliciosamente se mezclaban la entrevisión del pecado y las pastillas de menta, -dice el escritor Julio Cortázar en el cuento que le dedicó- donde se coceaban las ediciones vespertinas con crímenes a toda página y ardía la sala del subsuelo donde pasaban inalcanzables películas realistas (…)Recuerdo sobre todo olores y sonidos, algo como una expectativa y una ansiedad…” La melancolía rondó siempre a Cortázar, sobre todo en la Otra Orilla, al final del Pasaje Güemes donde, una y otra vez, esa puerta de salida por la calle San Martín le permitía volver a La Ciudad, Buenos Aires o  París, según la añoranza del día. Pero el de Cortázar no es el único espíritu errante de la galerías, al parece, todavía ronda por ahí una joven artista del teatro de varieté a la que, quién sabe cuáles penas la llevaron a suicidarse arrojándose sobre la cúpula y atravesando el vitral. 

 

 

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El Obelisco dice poco a las miradas desatentas de los que cotidianamente atraviesan la Plaza de la República. Por ese motivo no está de más recordar que se fue erigido en el barrio de San Nicolás de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, donde se ensambla la Diagonal Norte con las avenidas 9 de Julio y Corrientes. Unas pocas palomas lo sobrevuelan, añorando las torres de San Nicolás, cómo habrían de olvidarlas si  en uno de sus flancos él mismo recuerda: “En este sitio, en la torre de San Nicolás fue izada por primera vez en la ciudad, la Bandera Nacional el XIII de Agosto de MDCCCXIII”.  Qué podrían entender las palomas, cómo podrían si quiera recordar aquellas torres  habitadas por sus antepasados que fueron demolidas para erigir esta otra torre sin ningún hueco donde anidar. Así como las palomas, ciento de vehículos y peatones lo orillan diariamente, pero nada añoran de arquitectura pasada. Muy pocos saben que en ese mismo predio donde alguna vez se erigía la iglesia de San Nicolás, en el centro mismo de lo que hoy, dicen, es la Plaza de la República,  el Obelisco fue construido como hito y  a modo de homenaje al cuarto centenario de la fundación de La Ciudad, aunque tres años más tarde estuvieron a punto de echarlo abajo, pero no muchos saben una cosa ni la otra, salvo aquellos que se detuvieran a leer algunas de las inscripciones de sus cuatro caras: “…A los cuatrocientos años de la fundación de la ciudad por don Pedro de Mendoza …7 de febrero de 1936”. Se construyó en treinta y un días, en base al proyecto del arquitecto Alberto Prebisch, ardua y complicada tarea, llevada a cabo por 157 obreros, la mayoría extranjeros. Y sí, en el 1839 los porteños pensaron en destruirlo, pero al fin decidieron convertirlo en símbolo. A pesar de que Prebisch no dio explicaciones demasiado convincentes del por qué de la elección del diseño y que  solo era  un monumento en forma de obelisco, en el frente que da al lado sur se transcribió un pequeño soneto que Baldomero Fernández Moreno dedicó al arquitecto en una cena homenaje: “El Obelisco/ ¿Donde tenía la ciudad guardada / esta espada de plata refulgente / desenvainada repentinamente / y a los cielos azules asestada? / Ahora puede lanzarse la mirada / harta de andar rastrera y penitente / piedra arriba hacia el Sol omnipotente / y descender espiritualizada. /Rayo de luna o desgarrón de viento / en símbolo cuajado y monumento / índice, surtidor, llama, palmera. / La estrella arriba y la centella abajo, / que la idea, el ensueño y el trabajo giren a tus pies, devanadera”. Sea como fuere, y aunque tampoco es verdad en cuanto a su ubicación, el Obelisco,  en muchas postales y figuras, simboliza el centro de La Ciudad a la par de la sonrisa de Carlitos que nunca lo conoció. El año anterior a su construcción, aunque ya demolida la iglesia, aquel inmenso hueco que por un tiempo tuvo aires de plaza, fue testigo del paso del cortejo fúnebre que trasladaba rumbo al cementerio de la Chacarita, apenas llegados desde Medellín, ciudad donde murió. Aquel día solo se escuchaba el aleteo de las palomas y puede que algún canto lejano en alguno de los balcones recordando: “Ah que noches tan tristes en el barrio, donde nunca volviste a cantar!/ todo el mundo lloraba en los patios! Y el jazmín se empezó a marchitar./ Cintas rojas y flores de sangre / Para que no te olvides jamás / Coloqué en tu guitarra dormida, guitarras de San Nicolás”. La historia que siempre juega con sus protagonistas,  no permitió que Carlitos pudiese conocer el Obelisco, este con el que siempre deberá compartir afiches, postales y el imaginario popular.

 
 
 
 

 

 

 

 

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En una de las veredas del Petit Colón, en Lavalle con Libertad,  frente a la Plaza Lavalle, Dalmiro Sáenz, escribe al sol. Una paloma espera la ocasión de su cuota de maníes.  Prudente, la paloma no sabe que él no la ve de tanto que mira su cuaderno. Una mujer pasa dejando aroma del repique de sus tacones y un aroma como de jazmines. Entonces sí, él  inspira y alza la cabeza y parece observar a la mujer se  aleja por la plaza y mueve el plato hasta el borde de la mesa, pero nada, o muy poco, se atreverá a hacer la paloma en su presencia. Mira el reloj.  Cierra el cuaderno que  lo tuvo atrapado por tres horas, deja unas monedas sobre la mesa,  guarda  sus notas en el viejo  morral de cuero y a paso ligero se va detrás de aquel perfume de mujer o puede que hasta otra esquina soleada donde sentarse a escribir. Tal vez, igual sucede con otros escritores desde que el bar abrió sus puertas en 1978. Aunque eran años difíciles para La Ciudad y sus poetas. El Petit Colón y su estilo rememoran a cualquier café de parisino, salvo que sus paredes fueron decoradas con fotos que recuerdan a Carlos Gardel, Tita Merello, Enrique Cadicamo, Hugo del Carril y a muchos otros exponentes del reciente pasado cultural. Tal vez, reserven algún  lugar en la boisserie para recordar a los  que hoy escriben y sueñan en sus mesas. Aunque es verdad que no es barrio de poetas sino de leguleyos,  por lo tanto en esas mesas se reúnen ciento de ellos por día y puede que no pocos malandras con sus defensores,  en ese  emblemático sitio a pasos del edificio del Palacio de Justicia. 


 
 


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En el año 1932, un 6 de febrero fue inaugurado el estadio Luna Park, con su entrada principal por la ochava de Corrientes, completa la manzana con las calles Bouchard, Madero y Lavalle. Pero anteriormente a ser un estadio fue de actividad similar a la de hoy. En el año 1912 el italiano Domingo Pace, levantó en la calle Rivera una feria de entretenimientos que llamó Luna Park pero dado el fracaso fue cerrado.  Corriendo  el año 1923, pasada la pelea de Firpo con Dempsey el boxeo, cuya práctica estaba prohibida, fue ganando popularidad. El Consejo Deliberante acabó por dar rienda suelta al deporte. De inmediato don Domingo Pace dando cuenta de esa nueva afición, y entendió la necesidad de  promover el box. La bonanza no le duró demasiado pues el hombre falleció en 1925.  Su hijo Ismael quedó al frente del negocio, asociando a su amigo José Lectoure con el que se instalaron en la esquina de Corrientes y Carlos Pellegrini. Cuando la avenida fue ensanchada se mudaron a la ubicación actual en terrenos que hasta ese momento habían pertenecido al ferrocarril. En 1930 se levantó el estadio actual que se abrió sus puertas   dos años más tarde con un gran baile de Carnaval.  A partir de entonces, fue reducto y escenario exclusivamente del boxeo, en ese ring se llevaron a cabo las peleas, los triunfos y las derrotas de los exponentes más importantes de la historia del boxeo dando lugar  a muchos de los tantos otros mitos argentinos: Lucho Gatica, Juan Carlos Monzón, Horacio Acavalo … Con el tiempo, su nuevo dueño Tito Lectoure creyó agotado el tiempo del box y convirtió  el  ring en escenario donde se ofrecieron y aun hoy se ofrecen los espectáculos   más relevantes de La Ciudad: Julio Bocca, Eleonora Cassano, la ópera Carmen

 

 

 

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Allá por el 1913, con respecto a la avanzada cinematográfica  en el país, "Caras y Caretas" comentaba en  uno de sus editoriales: "El cinematógrafo queda como el triunfador del día. Las salas para esa clase de espectáculos se multiplican asombrosamente, habiéndose operado completa y felizmente la evolución de la simple sala inicial a los verdaderos teatros que hoy se construyen. El favor del público por el cinematógrafo se comprende sin mucho esfuerzo. Tiene casi todas las ventajas del teatro sin ninguno de sus inconvenientes, entre los cuales suele ser, el no menor, la voz de los actores”. La Ciudad, se regodea de ser una de las  ciudades  del mundo en que se conoció por primera vez el invento de los hermanos Lumiére y ese acontecimiento sucedió un 18 de julio de 1896, en el teatro Odeón, según la iniciativa del empresario de la sala Francisco Pastor y Eustaquio Pellicer, creadores de las revistas Fray Mocho y esa Caras y caretas que reconocía el cine como ‘el triunfador del día’. Sin embargo un par de años antes, al 300 de la calle Florida, tuvo lugar una función basado en el “kinetoscopio” del norteamericano Tomás Alva Edison. Tampoco fue considerado por el periodismo que un tal Enrique Lepage, belga, había empezado a importar filmadoras y proyectores, con intenciones en realidad de impulsar la modernidad de su casa de artículos fotográficos, en la calle Bolívar 375, entusiasmado por dos de sus empleados:  el austríaco Max Glücksmann y el francés  Eugenio Py. Fue este último quien realizó el primer corto, dedicado a “La bandera argentina” flameando en el mástil de la Plaza de Mayo. En cuanto a Glüksmann, con un espíritu más comercial insistió en la conveniencia de las “vistas animadas por medio del cinematógrafo”. En realidad por esos tiempos, según Ducrós Hicken, "la edición cinematográfica no se apartaba de las actualidades y las reuniones de familia, de los cumpleaños de opulentos hacendados, algunos paisajes rurales y fluviales" y dentro de esas filmaciones pueden verse las honras fúnebres de Mitre en 1906. De a poco se fueron escenificando canciones o sainetes, óperas o zarzuelas, unos cuarenta títulos entre los que pueden mencionarse , “Abajo la careta", "Ensalada criolla", "La beata", "El perro chico", "La reina mora", “Gabino el mayoral", "Los políticos", ", "La mala sombra", "La leyenda del monje", "A Palermo", "Mister Whiskey", "Justicia criolla" o "Soldado de la independencia", y en alguno de ellos además de los considerados ‘actores especializados, participaron  Ángel Villoldo y Alfredo Gobbi, cuya popularidad como músicos ya circulaban por Europa en placas de 78 revoluciones por minuto. A partir de entonces, el fanatismo no tuvo límites ni cesó. Realmente el cine se convirtió en moda y necesidad cultural. Así se fueron dando, "En un día de gloria" (1918) y "En buena ley" (1919.  Contemporáneo de Gallo uno de los ‘cineastas’ primeros, surgieron  el uruguayo Julio Raúl Alsina y Lipizzi mandaron a hacer "Avelino Viamonte" (1909), "Facundo Quiroga" y ‘La tragedia de los cuarenta años" , producidas por Alsina, que por aquellos días tuvo su galería de filmación en un galpón de Córdoba y Gascón y Córdoba y produjo entre otras, "La Revista cielo Centenario" , en 1910, en la que resumía los festejos de los cien años de la Revolución de Mayo, el mismo año en que se estrenó  “El fusilamiento de Dorrego". Lipizzi decidió que lo interesante resultarían los temas suburbanos y realiza la exitosa "Resaca" en 1916, protagonizada  con Luis Arata, Camila Quiroga y Pedro Gialdroni, y en 1917, “Federación o muerte’. Las cosas recién empezaban, tanto en lo testimonial como en la ficción hasta nuestros días.  Pero, la fantasía parece no ser hoy la mayor necesidad, ni tampoco jugar este juego de habitar mundos soñados y lejanos, lo apremiante hoy está en los mundillos inmediatos, los más cercanos, la realidad sin atenuante de los medios de prensa y aun en el cine. La calle y lo más cotidiano de la gente también se vive en el cine. Tal vez para que pegue con mayor fuerza en nuestros sentidos. Con el ‘nuevo cine’, la realidad nos invade dentro y fuera de la sala. Aunque ese considerado hoy nuevo cine, tuvo su apogeo en los sesenta, con la llamada ‘joven guardia’. Tal vez no haya tanta diferencia. Aunque sin dudas, es más testimonial todavía. O será simplemente que ‘épocas eran las de antes’ y las de hoy son todavía más complejas e inspiradoras del realismo.  Sin embargo,  la realidad, como la verdad, tiene muchas caras y buena parte nos  la ofrecen hoy  dentro y fuera del cine, los centros comerciales nos la ofrecen con  baldes de ‘popcorns’. Por lo menos ésta es la realidad que nos impone la modernidad, sin embargo para los que el consumo no es una ley ni el ‘pochoclo’ un símbolo de cultura y mucho menos de fantasía, preferimos las pocas viejas salas como  el Cine Lorca o el Gaumont. Tal vez queden otras salas en distintos puntos de La Ciudad, pero pocas como éstas  remiten a cierto cine y a cierto espectador. Entre ellos podría considerarse  el Complejo Tita Merello, pero no todo está perdido porque el viejo cine Grand Splendid, fue convertido en Centro Comercial a la moda,  pero de libros. Algo es algo.    


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

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“Once era entonces la plaza de los turbulentos primero de Mayo. Allí estaban los trenes convocando y despidiendo una heterogénea multitud de gente noble y buena…”-cuenta Héctor Yánover hablando no solo del barrio  sino del poeta Raúl González Tuñón que había nacido: “Frente al paredón del asilo, en la calle Saavedra, número 614, del barrio de Once, el 29 de marzo de 1905” y quién mejor que el mismo Tuñón para describir el barrio: ‘…allí quedó el mundo de mi infancia (…) Vi la luz en el barrio del Once, en el surero./ cerca de allí nació también Julio de Caro/ y escribió de la Púa sus memorables versos./ entonces la luna bajaba hasta los patios. / ¿Todo era mejor? No lo sé. Era distinto…/Había carnaval, nochebuena, organitos, herrería, corralones y mágicos baldío, / y en mi barrio nacieron la poesía y el tango…/Yo amaba la lluvia; era un niño perplejo. / Del almacén vecino salía un denso tufo/ a lata ultramarina, a vino grueso y truco. / Y la siesta en el barrio con sus perros tendidos, / los últimos faroles de gas en las esquinas…” Y de qué otro modo podría definirse mejor no solo el barro de Once sino cada barrio de La Ciudad: “¿Todo era mejor? No lo sé. Era distinto.” Era distinto y cada día lo es como todo en La Ciudad que se recicla a sí misma. Hubo épocas en que el barrio estaba rodeado de barracas y carretones en los alrededores del ferrocarril que abría paso hacia el interior, hacia la pampa. Esa pampa promisoria hacia donde viajaban los inmigrantes en los primeros tiempos del ferrocarril; esa pampa desde la que venían a La Ciudad, los hijos o nietos de aquellos otros  buscando mejores posibilidades. También esta el Once de La Perla con sus metafísicos poetas bajo la   tutela de Macedonio Fernández, que al amparo y el desamparo del viejo maestro, con el tiempo  fueron dejando libre sus sillas que fueron ocupadas por los poetas de los setenta, los roqueros, y entre ellos,  Tanguito, José Alberto Iglesias Caseros, que habitó La Ciudad  apenas por 26 años y unos meses. Ahí sí en esas mismas mesas y en cada rincón de  La Perla se convirtió en mito luego de La Balsa, que terminó de  escribir Litto Nebbia, en esa balsa que se lo llevó de este mundo  veinte años después que Macedonio. “El tiempo se detiene –nos dejó dicho Tanguito- y cuando nadie maneja el aire, una magia nueva se produce, una magia nueva, una balsa nueva”. De Macedonio, de los  otros poetas y de Tanguito, solo quedó como él mismo vaticinó en uno de sus poemas,” el hombre restante” Hoy todos aquellos días y lugares del Once, son lugar de paso y a la vez reducto de tiendas de ocasión, negocios al por mayor y otros menudeos en la recova y los alrededores, la zona  dio lugar  a una modernidad  con una estética y una  ética  no pensada para La Ciudad del  siglo XXI. 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

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“Asomado a mi ventana, veo cotidianamente el desfile monótono de una muchedumbre que va por la mañana y vuelve por la tarde.

“Cuando el viento del Sur y el claro cielo destaca su azul sobre los grandes cúmulos blancos, el humo de la chimenea próxima se alza glorioso hacia el cenit y corre hacia el norte. La muchedumbre, displicente, va por la mañana y vuelve por la tarde.

“Si el viento llega del Norte, la atmósfera, pesada y turbia, ensucia el horizonte y la columna de humo huye al Sur, penosamente , sobre los tejados. La muchedumbre va por la mañana y vuelve por la tarde.

“En el invierno las lluvias arrecian, las ventanas se cierran, las flores desaparecen de los balcones y los árboles desojados jalonan tristemente las calles. Bajo la inclemencia del tiempo, tiritando, la muchedumbre va por la mañana y vuelve por la tarde.

“El sol vuelca en el verano su cálido aliento y llena de reverberaciones las calles. Las sombras violentas de los edificios varían las perspectivas. Sudorosa, la muchedumbre va por la mañana y vuelve por la tarde.

“En el invierno las lluvias arrecian, las ventanas se cierran, las flores desaparecen de los balcones y los árboles deshojados jalonan tristemente las calles. Bajo la inclemencia del tiempo, tiritando, la muchedumbre va por la mañana y vuelve por la tarde.

“El sol vuelca en el verano su cálido aliento y llena de reverberaciones las calles. Las sombras violentas de los edificios varían las perspectivas. Sudorosa la muchedumbre va por la mañana.

“Cuando era niño y lo contemplaba todo con mis grandes ojos indiferentes, no prestaba atención a la muchedumbre que iba por la mañana y volvía por la tarde./ Al presente, pienso a menuda en esa muchedumbre triste, resignada, siempre variable y aparentemente la misma, que va por la mañana y vuelve por la tarde.

“Pasarán los años. Mi recuerdo se borrará, porque hasta los pocos que pudieran conservarlo, pasarán también. Y la muchedumbre irá por la mañana y volverá por la tarde.

(Los humildes, Raúl Scalabrini Ortiz )


 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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El Mercado de Abasto se empezó a construir en la década del treinta  aunque, dadas las malas condiciones en que se manipulaban las mercaderías fue pensado con sus aspiraciones catedralicias, desde el 1889. El mercado,  la Plaza Miserere y los alrededores resultaban muy atractivos. Por  un lado el acceso a   esa otra especie de mar que  les vaticinaba oleadas de trigo y maíz, pastura, vaquitas y caballada, la llanura pampeana. Por otro, a esos que llegaban a la zona, lo que más les sorprendía era ese aire malevo conformado por las gentes del lugar sumado a los de paso, con sus culturas tan diversa, sus voces y su música. Mixtura  que no solo daba color al mercado sino al caserío que lo rodeaba. Arrabal que, igual que el tango, con el paso del tiempo fue creciendo,  extendiéndose en realidad hacia barriadas más coquetas. El tango, veloz y bastante lógico en su recorrido de clases, era lumpen en las orillas pero a sus reductos concurrían los ‘señoritos’ distinguidos que  de a poco lo fueron llevando no solo a Europa sino a mejores barrios, sentando así sus reales en Palermo, en ´lo de Hansen’ y otros con su patio de tierra,  pero cuando lo cerraron en 1912, el tango volvió al Abasto, y a Villa Crespo. Pronto empezó a conocerse como el barrio de “Carlos Gardel”. La clase media que habitaba la zona del Abasto lo asumió como propio y el tango acabó por ganarse a La Ciudad que  lo echo a rodar por todo el país con una identidad incuestionable y porteña, pese a la inmigración o gracias a ella. Con el tiempo, en el Abasto, se amontonaron los prostíbulos; “Las esclavas” y “El gato negro”, entre muchos otros, que fueron cerrados al comenzar el siglo XX. Aquellas ‘casas’ se volvieron refugio de maleantes y el barrio intransitable. Un día, casi cien años más tarde, la modernidad decidió ocuparse del caso, transformó el viejo edificio del Mercado en Centro Comercial y entre fileteados, publicidades,  graffitis gardeleanos, y turistas, la zona  se colmó de  nuevos colores a la moda.    


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 “Entre las mil ciudades que abajo (en la Tierra) perfuman el éter con el humo de sus chimeneas existe una: se llama Buenos Aires –manifestó alguna vez Leopoldo Marechal- ¿Es mejor o peor que otras? Ni mejor ni peor. Sin embargo, los hombres han construido allá un barrio inefable, que responde al nombre de Villa Crespo”. Al comienzo, allá por el 1887, esos parajes eran quintas y chacras a un lado y otro de un boulevard,  la avenida Corrientes. Barrio cercano o a la vera  del arroyo Maldonado donde echaban sus desperdicios las fábricas y que fuera entubado en la década del treinta. El barrio tomó su carácter y su nombre gracias al intendente Antonio Crespo. Sin embargo, el desarrollo de Villa Crespo fue obra de don Salvador Benedit que, entre otras cosas,  donó a la Municipalidad una parte de sus terrenos para levantar  una parroquia. Benedit era el gerente de  la Fábrica Nacional de Calzados. Pero aquel desarrollo no se produjo solo por la presencia de la fábrica. En el barrio habitaban muchos zapateros que hacían su trabajo en forma particular en sus pequeños locales o zaguanes, por este motivo los vecinos insistieron con que se dedicara la iglesia a San Crispín, patrono de los zapateros. Sin embargo, al inaugurarla en 1896, se decidió bautizarla en homenaje a San Bernardo, porque así se llamaba el padre del benefactor del barrio de Villa Crespo, don Salvador Benedit. Con su Cristo de dos metros de altura y que a causa del deterioro con el tiempo se lo conoció como ‘el Cristo de las manos rotas’. Casi la mismo tiempo que aquella Fábrica Nacional de Calzados se edificó un conventillo que albergaba a sus obreros; también otro con más de cien habitaciones donde vivían los obreros de otra de las grandes empresas de la zona, la  tejeduría de Enrico Dell’Acqua. En esos conventillos y sus miles de anécdotas se inspiró a Alberto Vaccarezza, que por cierto vivía en el barrio, para escribir sainetes como El conventillo de la Paloma y tantas otras piezas donde se destacaban siempre una mujer, un vivillo, algún ataque de celos, un malevo o dos, un cuchillo, o dos, y todo el color de La Ciudad no solo en las voces de los inmigrantes sino en la música y esos  bailes bajo las estrellas de los patios con aroma de  jazmines o glicinas.  En uno de esos patios de Villa Crespo entre otros músicos y poetas nació Celedonio Flores que,   en cada una de esas esquinas de su infancia pudo vislumbrar  lo que iba a  plasmar en sus tangos.  Para el “Cele” y en Villa Crespo las cosas  empezaron  un 3 de agosto de 1896,  el mismo año en que se dedicó la iglesia a San Crispín. En la adolescencia Celedonio tuvo que mudarse a un  conventillo de la calle Talcahuano y luego, en mejores condiciones familiares, a una casita del barrio de Almagro. Corría el año 1907, cuando  empezó su carrera musical estudiando violín  en la academia Williams; no conforme cambió por Bellas Artes.  Nada parecía conformarlos y así con esa mezcla de  melodías en mente, los papeles, los lápices y una gama de colores y leyendo a Alfonsina Storni, Evaristo Carriego y Pascual Contursi, bocetó poemas que devinieron en letras de tango. Nunca se estaba quieto, su inquietud era mayor y le hicieron buscar otro cable a tierra, el boxeo. Se entrenó en el Club Universitario para competir en la categoría de livianos y al mismo tiempo como entrenador en el club América de Villa Crespo. Mientras tanto publicó sus primeros poemas “Flores y yuyos”. Pero el tango fue su  querencia,  especialmente a partir de aquel día que recibió la visita y los elogios del duo Gardel-Razzano. Pero el Cele, igual que Discepolín, allá por los años cuarenta fue proscrito y la tristeza los embargó para siempre. Es que el poeta que boxeaba o el boxeador  poeta, antes que nada era otro libertario, marcado por la criminalización de la pobreza, un verdadero lector y crítico de la realidad social. Escribe lo que ve y siente de aquel Villa Crespo de la pobreza en que había chapaleado barro. Aunque un poco menor, casi a  la par de  Villoldo, Celedonio Flores escribe lo que siente y ha vivido en contacto con el suburbio, el arrabal, el callejón y los personajes que lo pueblan. A su muerte, otro gran poeta, Homero Manzi, lo homenajeó con un responso: “...Camarada inmortal del barrio y de la noche porteña, endulzo con sus lágrimas menudas la sangre de tu corazón. Tal vez Darío que mojó con champagne los labios de Margarita, te invitó desde su soneto a recordar sin rencor las aventuras malogradas. (…) Y sin duda Contursi te mostró el ámbito confuso  y quejumbroso del tango que exaltara Gardel.”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Boedo es el barrio porteño por excelencia. Conserva muchas de sus casas antiguas, aunque no ha podido resguardarse totalmente de cierta modernidad no solo en la desordenada arquitectura de La Ciudad sino como consecuencia de la cercanía a la Autopista AUI  o 25 de Mayo, que  lo atraviesa  de este a oeste a la par de la Avenida San Juan.  Sus  árboles antiguos aun dan sosiego a sus veredas.  Comparte la  Parroquia de San Cristóbal o San Carlos con los barrios de Parque Patricios, San Cristóbal y Almagro, extendiéndose entre las avenidas Sánchez de Loria, Caseros, Independencia y La Plata. El barrio tomó su nombre de la avenida Boedo,  y  esa importante vía  fue bautizada de ese modo en homenaje a al doctor Mariano Boedo, nacido en Salta que luego de pasar por el  Seminario Conciliar de nuestra Señora de Loreto, en Córdoba, anduvo por Charcas, donde estudió leyes con y a la par de Mariano Moreno,  quien  ya en Buenos Aires y estando don Boedo de regreso en Salta, fue nombrado asesor del coronel Pueyrredón, por el secretario de la Junta de Mayo.  Boedo dedicó su vida y labores a la causa de la Independencia, fue jurado de la declaración en Tucumán en 1816. Sin embargo no es este personaje salteño lo que caracteriza y ronda el entorno barrial  sino el tango, el Club San Lorenzo, y muy especialmente su movida intelectual e ideológica, de la que hacían alarde, causa y consecuencia una bohemia de poetas, pensadores, escritores, en su mayoría libertarios,  anarquistas pacíficos, cristianos y  “azules”, que dieron lugar no solo a la revista Claridad sino a numerosos tangos de protesta, como sucedió con “Acquaforte”, escrito por  Juan Carlos Marambio  Catán, uno de los primeros cantores de tango, y Horacio Pettorossi, guitarrista que supo acompañar a Carlos Gardel y  que  muchas veces, como se acostumbraba en Francia, dirigía su grupo musical vestido de gaucho, haciendo referencia en su protesta a “Un viejo verde/ que gasta su dinero,/ emborrachando a Lulú/ con su champán, / hoy le negó el aumento/ a un pobre obrero, /que le pidió un pedazo más de pan…”. Eran tiempos de protesta y cultura popular en las peñas, el boliche, la calle o en la sede de  la FORA y el Ateneo Popular. También por estas tertulias andaba Homero Manzi, uno de los símbolos barriales con su tango Sur que musicalizó Aníbal Troilo, y es éste el espíritu que aun hoy se respira en la zona especialmente con su esquina de “San Juan y Boedo antiguo  -ya para entonces antiguo según Manzi-  cielo perdido,/ Pompeya y más allá la inundación...” donde La Ciudad comenzaba a desdibujarse hacia el Gran Buenos Aires… En sus inicios el barrio de Boedo, comprendía un conjunto de tambos, molinos, pulperías, un horno de ladrillos y cafés como el Del Aeroplano, que mas adelante pasó a ser el Nipón, Canadian y hoy caracteriza la zona como la esquina de Homero Manzi. Entre los bares también puede mencionarse el Café Dante, en la misma calle Boedo donde se reunían los jugadores, dirigentes y aficionados del Club San Lorenzo de Almagro, con su famoso estadio El Gasómetro en Avenida La Plata e Inclán aunque  también cercano, en Boedo y Chiclana, se encontraba El café La Puñalada, frecuentada por  los eternos adversarios de San Lorenzo, los hinchas del Club Huracán. Demarcando una vez más ideológicas fronteras entre Boedo y Almagro. También fue zona de los primeros teatros independientes de origen proletario que dieron lugar a importantes salas como el teatro Florencio Sánchez. A quién mejor, y en que más adecuado barrio, podrían elegir para rendir homenaje, que al don Florencio que, con una mirada libertaria y   de alto contenido social, rondando el 1903, escribió “M’hijo el dotor” y “ Canillita”, pintando como pocos  la sociedad rioplatense de entonces.


 

 

 

 

 

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Las Violetas abrió sus puertas allá por el año 1880, en lo más granado  del Barrio de Almagro. A partir de entonces la esquina se llenó de coches con caballos tan aristocráticamente ataviados como sus pasajeros, pero la inauguración tuvo lugar cuatro años más tarde un 21 de Setiembre. Asistieron a ella personajes como Carlos Pellegrini, que llegó con toda su troupe, munido de capa, galera y coqueto bastón a partir de entonces, los concurrentes y las anécdotas no fueron pocas. Cuentan que el jockey Ireneo Leguizamo llegó una tarde, a la confitería Las Violetas  y  el maestro pastelero le tenía preparado un nuevo postre. Aunque Leguizamo estaba acostumbrado a las manifestaciones de cariño y homenajes de sus fanáticos en esa ocasión  la disfrutó de modo especial. La torta que le fue servida no solo ostentaba una abundante capa de su gran favorito el dulce de leche, sino que aunaba todas esas otras delicias que a los golosos nos pierde: una base de pionono, merengue, hojaldre, crema de almendras, marrón glasé, cobertura de fondán y chocolate. Con el músico Pascual Contursi la casa no fue tan generosa. Acorralado por sus deudas gastronómicas, el músico que había escrito ya el tango Ivette, decidió editarlo con la autoría musical de Enrique Costa y Julio Roca. De ese modo aquellos mismos señores,  dueños de Las Violetas, recuperarían con derechos de autor lo consumido por el músico. Pero la confitería no siempre vivió  en la opulencia. Cierto día las cosas dejaron de funcionar y ante la amenaza del cierre, los viejos empleados decidieron rescatarla, ocuparla, sacarla a flote. Y en el 2001 le fue devuelto su apogeo a la esquina de Rivadavia y Medrano. Aunque ya no la visitan Alfonsina Storni, Roberto Arlt, ni Pascual Contursi. O tal vez todavía se regodean aun entre sus nuevos visitantes. En la vereda de enfrente junto a la ventana y  desde  una mesa del bar Tuñín,  un hombre que se quita la boina y la deja sobre su rodilla, pone en orden su melena blanca, bebe un trago de moscato  y  le da un corte a su porción de pizza,  mira hacia la esquina en diagonal. Tan distinta la ve, es verdad  que siempre fue emperifollada y erguida, pero hoy, -se dice el hombre mientras bebe otro trago de moscato-, parece un tanto  empalagosa  como un merengue mixto, ese de dulce de leche y crema chantilly que alguna vez él mismo supo comer en Las Violetas. Ya nada es como antes. Qué va a ser. Sin embargo, cuando el mozo se lleva su plato bebe el último sorbo de su vaso a través del humo que echan los colectivos y los autos, le parece ver a don Ireneo Leguizamo que una vez más hunde  la cuchara en el dulce de leche de su postre. El hombre echa unas monedas sobre la mesa del Tuñín y aunque esta abrigadito y nada se compara al aroma de la pizza, se levanta y decide  cruzarse a Las Violetas. Si don Ireneo ha vuelto por su postre,  tal vez también el merengue mixto  siga siendo  bueno todavía. Por qué no. Se calza la boina y sale. Solo lo detiene la luz del semáforo, cruza lentamente y una vez ahí  empuja con cierta dificultad la doble  puerta cada vez más pesada. Afuera, La Ciudad sigue debatiéndose entre lo criollo y lo inmigrante como en cualquiera de sus esquinas, en este caso en el cruce de Avenida Rivadavia con Medrano, donde se enfrenta  a su propia y bien ganada dicotomía.

 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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El teatro Colón, fue inaugurado el 25 de mayo de 1908, con la ópera "Aída" de Giusseppe Verdi, una vez terminados los sucesivos proyectos y modificaciones de  los arquitectos Francisco Tamborini, Víctor Meano y Julio Dormal, donde se nota una gran influencia del renacimiento italiano. Pero , la realidad es que los espectáculos teatrales venían de mucho más allá. De los tiempos del Virrey Vértiz, en el teatro de la Ranchería, que ocupaba la esquina de Perú y Alsina, donde se estrenó la primera versión del Siripo de Manuel José de Labarden y previo al espectáculo central se ofrecían tonadillas y seguidillas. Este teatro o Casa de Comedias, en 1792 sufrió un incendio, motivo por el cuál prácticamente hasta 1804 que se construye el Teatro Coliseo, La Ciudad no tuvo teatro oficial, sino que se daban piezas en cualquier lugar que se resultase conveniente. Después de la Revolución de Mayo, el pianista y cantante Antonio Picassarri volvió a insistir hasta que logró imponer el canto operístico. Rondando los años veinte, llegaron los primeros cantantes líricos y para el 1825 ya se contaba con una compañía lírica local que ofreció Il Barbieri di Siviglia. Sin embargo, a causa de las desavenencias políticas con Juan Manuel de Rosas, muchos de los artistas tuvieron que irse del país. La actividad operística se reanudó en 1848, pero las representaciones se llevaban a cabo en el Teatro de la Victoria, El Teatro Argentino y el Coliseo, aunque sin por eso dejar de lado la moda europea en cuanto a los programas. Por lo tanto pudieron verse las más importantes obras de Donizzetti, Verdi y Bellini. Ya para el 1857 se contaba con el primer Teatro Colón, ubicado frente a la Plaza de Mayo, con una capacidad de 2500 personas, inaugurado con una puesta de La Traviata. Pese al éxito y lo moderno de la sala, en 1888 debió cerrar sus puertas, transformado en la sede del Banco de la Nación Argentina. No obstante, se le deben las primeras y más importantes actuaciones de los mejores cantantes del mundo. Al fin se dio la necesidad de una sala que resultara de las más importantes del mundo, porque Buenos Aires había pasado a ser una de las de mayor actividad operística. Siete teatros se disputaban la exclusividad de la música predilecta no solo de la élite porteña sino que, por aquellos tiempos, por cada argentino se contabilizaban dos inmigrantes; unos 6 millones de extranjeros pululaban por La Ciudad imponiendo su cultura y sus gustos.  De todos modos entre la propuesta de las autoridades de erigir el nuevo Colón y tenerlo listo para 1892, pasaron veinte años. Las dificultades de presupuesto sumadas a la muerte de los arquitectos en las distintas  etapas, complicaron la terminación. La tragedia parecía acechar la actividad teatral desde aquel primer incendio de La Ranchería y en las distintas salas el teatro y el público  fluctúan entre la ópera y el circo, más otras disciplinas como la zarzuela y la opereta, el sainete. No obstante, las complicaciones, el Colón fue terminado. Su esplendor  resume las tendencias arquitectónicas de la época y pudo acabarse con una lograda síntesis del eclecticismo primero que se pensó en el proyecto inicial.  “Sin tener aspecto de masas colosales, demasiado severas, que solamente convienen a edificios destinados al culto político religioso –escribe Meano sin saber que tampoco él podría verlo terminado pues murió en 1904 – él se presentará con aspecto simple y variado, alegre y majestuoso a la vez. Nuestro edificio tendrá el privilegio de indicar a primera vista su propio destino.” En 1966, al esplendor se sumaron los frescos del pintor Raúl Soldi en la cúpula central. Posee diversos salones, especialmente decorados y pensados, entre ellos el Salón Dorado, ocupando el frente sobre la calle Libertad, de más de cuatrocientos metros cuadrados, con columnas cargadas de detalles en oro y espejos enormes, todo al estilo del palacio de Versailles y algunos otros de no menor importancia. Muebles franceses, marquetería, arañas cargadas de cristales, vitrales realizados la casa Gaudín de París, en 1907, y en la sala central en herradura todo o casi todo es dorado y las butacas de terciopelo “sangre de dragón”. De ese modo  fue pensada la ópera de La Ciudad en el teatro Colón, tan fastuosamente como se pensaba cien años atrás. 

 

 

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El año 1900, y los próximos inmediatos, fueron tiempos de organizar  los festejos del Centenario, por lo tanto para  ponerse al día con la argentinidad, con lo que quedaba de ella luego de las corrientes inmigratorias, con lo que se venía gestando con y gracias a ella. Se publicaron en 12 tomos las cartas y documentos de don José de San Martín. Los gauchos se iban transformando en compadritos y algunos en ‘cajetillas’ o viceversa, según el tango y las condiciones, y ninguno dejaba de alardear con la política. Las mujeres, por su lado,  tomaban otras banderas que solo las del hogar. A  La Ciudad le tocaba hacerse o rehacerse a sí misma en esa incontrolable mezcla de culturas, de estilos y de ideologías. Buenos Aires se debatía  en esa mezcla de catalanes, rusos, francesas, parisinos, italianos, madrileños, gallegos. Sobre todo, ese otro París que crecía aceleradamente, que se extiende alocadamente en medio de las pampas,  así por lo menos lo ven  los porteños que viajan asiduamente entre una y otra ciudad. Durante la Exposición Internacional de Saint Louis ganaron premio los bizcochos Canale, la mermelada de naranja Bagley y el licor Hesperidina;  tres clásicos argentinos por muchos años. Sin embargo, para La Ciudad,  no todo era un mar calmo o un quieto río marrón bañando sus orillas  ni todo cargado de las  ondulantes líneas del Art Nuveaux que ya por entonces globalizaba a Buenos Aires. Los festejos del centenario se hicieron bajo Estado de Sitio. Las clases populares apuntan sus cañoneras contra la Ley de Inmigración que expulsó a los principales dirigentes extranjeros. Es entonces cuando aprovechan los anarquistas,  saben que el mundo tiene puesto los ojos en Buenos Aires, esa ciudad próspera y excéntrica al Sur de América; por otro lado  los estudiantes de las clases altas atacan los locales anarquistas, conflicto que alcanza su clímax cuando estalla una bomba en el Teatro Colón en una función de gala. En medio de tales acontecimientos más los festejos del centenario, para lo que se contaba con la presencia de importantes  visitantes extranjeros en el Hotel Mejestic  ubicado en la esquina de Avenida de Mayo con Santiago del Estero,  se decretó el Estado de Sitio. Las cartas estaban echadas, la realidad nunca sería otra.  Hoy, La Ciudad, igual que en las primeras décadas de los dos  siglos anteriores, empezando a pensar en los festejos del bicentenario, aun se debate entre el jolgorio y calma, la indiferencia y la rebeldía. Eso la mantiene viva.      

 

 

 

 

 

 

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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En la década del cuarenta, uno de los periódicos de La Ciudad anunciaba la conexión Harrods-Londres con su Harrods-Buenos Aires: “Hace 100 años, en la fangosa calle principal de la entonces aldea de Knightsbridge, Henry Charles Harrod se convirtió en propietario de un negocio pequeñito, iluminado por lámparas de kerosene y dedicado a la venta de té, jabones y velas. Nacida en el corazón de la ciudad más grande de la tierra..." Sí, desde la ciudad más grande de la tierra hasta una lejana a Aldea casi al fin del mundo.  Pero quien mejor que los ingleses para conocer estas orillas. Todo estaba calculado sin error. La tienda en ese solo año facturó 50 millones de dólares. Los dólares nunca dejaron de ser parámetro en La Ciudad…aun tratándose de una empresa proveniente  que ellos mismos no se cansaban de definir como ‘la ciudad más grande de la tierra”. Fue así como al 877 de la calle Florida un hombrecito vestido de verde empezó a recibir a los curiosos y probables compradores, deslumbrados por la perfección y el aroma de la boisserie, el Art nouveaux de las arañas de alabastro. Y de sus propias figuras reflejándose en la luna de los espejos biselados. Circulaban por los corredores mullidamente entapetados, y, a la par de los paseantes, deambulaban igual elegantes, los más de mil empleados, gozosos de trabajar en Harrod’s, la sucursal más importante de la más importante ciudad del mundo, Londres, que había puesto los ojos en la, por consiguiente no menos importante ciudad del Sur de América, la más ‘chic’. Entre sus lemas promocionales estaba aquel de que “Lo que usted quiera, Harrod´s lo tiene, lo hace o lo consigue”. Vestidos de voile, chiffon, crepe mogador, satén, tafetán o lamé, zapatos en potro charolado, lavabos de mármol de Carrara en sus instalaciones, grifos de bronce como los que de los camarotes en los trenes, igual de ingleses. La hermosa manzana de Florida, Córdoba, San Martín y Paraguay ostentaba por entonces verdaderos aires de la Belle Époque. Sin dudas lo fue y  con no poco exotismo. Se presentó un elefante de la India,  en vivo, durante la exposición dedicada a Inglaterra o en el homenaje rendido a Londres, un ómnibus de dos pisos, o la réplica del Patio de los Leones de Granada con fuentes y todo. Pero,  como le sucede a casi a todas las ‘bellas’  un día  a las grandes tiendas  les llegó el fin de la Belle Époque. Como si esto fuera poco, para mal o para bien, lo que realmente murió fue el estilo Harrod´s. Desde finales del siglo XX y comenzado el XXI, surgieron gigantescas tiendas idénticas a tantas otras tiendas de cualquier ciudad del mundo. Tiendas con las mismas  ropas,  perfumes, plantas y espejos que muestran a cientos de paseantes, compradores  y empleados globalizados, de Harrods, apenas quedan sus  instalaciones vacías como mausoleo de tiempos mejores. Alguna vez, una de sus  vidrieras fue engalanada con capelinas, satenes y muselinas en rosa y natural o beige y los maniquíes emulaban la languidez y el estilo de Eva Duarte, que sin dudas continúa riendo de la osadía del que se animó a esa jugada artística.   


 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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El año 1910, en conmemoración del centenario, se inauguró el Pabellón Argentino. Soberbio inmueble rebosante de hierro, vidrio y mayólica. Sin embargo, la  razón de su construcción, en 1889,  fue la Exposición Universal que se llevo a cabo en París. La mole, diseñada por el arquitecto francés Roger Ballu, había sido erigida a la par de la Torre Eiffel, y  a la entrada nomás de la Exposición. La cúpula central estaba rodeada de otras cuatro más pequeñas y las cuatro columnas de las esquinas rematadas por hermosas esculturas. Tenía 60m de largo, 25m de ancho y 34m de alto. En el interior  fue decorado por artistas reconocidos en  aquellos años: Cormon, Roll, Luc-Olivier Merson. La crisis económica, allá por el 1890, motivó al Gobierno a intentar vender el lujoso edificio en Francia. Habiendo fracasado la gestión, el Pabellón Argentino fue trasladado a Buenos Aires y así metido en cajitas y como un simple rompecabezas de vivos colores le fue obsequiado a La Ciudad. Se reconstruyó  en la calle Arenales al 600, sobre la barranca de la Plaza San Martín, entre Maipú y Florida. En el mismo lugar donde poco antes se encontraban aun los antiguos cuarteles militares del Retiro. Fue el ingeniero Waldorp, el mismo que diseñó el Puerto de La Plata, quien dirigió la obra a la que se le puso punto final en 1893. Según Bonifacio del Carril: "Se celebró un contrato con una empresa particular para explotarlo como sala de conciertos y teatro. En la bajada de Maipú se construyó otro edificio para servir de confitería. Pero el negocio  fracasó y allí quedó el Pabellón Argentino, solitario, en el alto de la barranca, soportando las inclemencias del tiempo” y de los tiempos por venir. Para empezar fue sede del Museo de Productos Nacionales para ser visitado por todo aquel extranjero que quisiera conocer las riquezas del país y sacar conclusiones de nuestro porvenir; no contentos con la finalidad, poco después se reemplazaron los productos naturales por el arte y se instaló allí el Museo Nacional de Bellas Artes. Aunque de origen francés y alardeando de sus lujosas y modernas instalaciones, el pobre Pabellón quedó ajeno y descolocado, extranjero  en medio de un tembladeral. Sus dos plantas nunca alcanzaron a satisfacer a La Ciudad. La Dirección del Museo solicitó al arquitecto Martín S. Noel diseñar un edificio complementario que nunca fue construido.  Una vez más, el Museo de Bellas Artes fue trasladado, en esta ocasión a la Casa de Bombas de la Recoleta donde aun hoy funciona, pero esa es otra historia. Lo que atañe a ésta es que allá por el 1931, cuando se decidió ampliar la plaza San Martín y sus paseos, fueron demolidos varios edificios de los alrededores, entre ellos el coqueto Pabellón Argentino. 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

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En 1702, el gobernador Agustín de Robles construyó su residencia y un pequeño fuerte con los cañones apuntando al río, que fue bautizada como “El Retiro”, en homenaje a “El Buen Retiro”, la casa de campo de los reyes de España en Madrid.  Un buen día, uno malo en realidad, la propiedad fue vendida a la Real Compañía de Guinea, empresa británica que traficaba y comercializaba los esclavos que traían a La Ciudad. Rondando el 1800 se construyó la plaza de toros con su contorno que llegaba hasta la Plaza San Martín, en lo que hoy es su frente hacia la Avenida Santa Fe.  Fue en torno al fuerte y a la compañía negrera que la zona fue tomando vida. Llegada la década del setenta, muchas familias llegaron al sector escapando de la fiebre amarilla que asolaba las callecitas del barrio Sur en torno a la Calle Larga, hoy Avenida Montes de Oca. De ese modo fue creciendo el barrio del Retiro que muy de a poco iría dando  apertura a las avenidas más coquetas de La Ciudad: Santa Fe, Alvear y Florida.  Pero entre unos y otros momentos, allá por el 1820, un inglés que no sin darse a conocer se arrogó su derecho a opinar, escribe: “El Retiro, destinado a cuarteles se halla en el extremo norte de La Ciudad y no tiene de notable más que su apariencia teatral y sus paredes pintarrajeadas. (…) Los criminales son fusilados en ese sitio, siempre que su delito no tenga carácter político. Ubicado en un terreno no elevado, cerca del río, el edificio ofrece un aspecto agradable”. En éste barrio, en este otro hueco de las ánimas y denominado hoy Catalinas Norte, a causa de la presencia del convento de clausura, cercano al río se encontraba la Bajada de las Catalinas, hoy calle Viamonte ,que era camino muy bien utilizado  por la compañía inglesa The Catalines Warehouse and Mole Co. Ltd., que  levantó sus galpones y un espigón en terrenos ganados al río entre las actuales calles Paraguay y Marcelo T. de Alvear. A finales del siglo XIX, se construyó la Dársena Norte y poco después del Puerto Nuevo. La zona, de  poco,  fue perdiendo su actividad portuaria. En buena parte de aquel predio, durante la década del 30, se creó un parque de diversiones “El Parque Japonés”, pero eran tiempos de guerra y habiendo entrado Japón en conflicto con el mundo, se decidió llamarlo “Parque Retiro”. No importó demasiado, porque seguía siendo aquel lugar que prometía felicidad a cambio de echar una moneda en la ranura de alguno de sus juegos; pero bien claro está que  nada es permanente para La Ciudad, caprichosa y enamoradiza, ni siquiera la diversión. Por lo tanto, durante los años 60 el parque fue destruido para dar lugar a todos esos edificios, que hoy  llaman inteligentes,  en contraste con la bruma, por esos lares, todavía alcanzamos a percibir unas pinceladas de río. 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

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Luego de haber pasado por  propietarios de dudosa reputación, allá por el 1718, el predio y la propiedad fueron vendidos a la Compañía Inglesa del Mar del Sur, que reemplazó a la compañía francesa en cuanto a la trata de esclavos. Extraños orígenes  para lo que hoy, sentados en cualquiera de sus bancos e inmersos en la magnífica arboleda dispuesta también en este caso por don Carlos Thays, podemos apreciar.  Era por aquellos días un descampado con  su barranca. Luego fue emplazada ahí  la segunda Plaza de Toros de La Ciudad, inaugurada un 14 de octubre de 1801,  de forma octogonal, con ladrillos a la vista y de estilo morisco; plaza que además de oficiar como divertimento de los ciudadanos presenciando los creces sangrientos y las lidias entre toreros y toros,  fue escenario  en 1807 de no menos cruentas batallas entre las tropas españolas y las inglesas; una vez que La Ciudad fue reconquistada empezaron de nuevo las corridas de toros. La Plaza fue demolida en la segunda década del siglo y por aquella defensa de los españoles se nombró el predio como Campo de Gloria. Hacia el 1812,  el regimiento de granaderos a caballo, al frente de don José de San Martín, y los cuarteles se instalaron en aquel campo. En tiempos del gobernador don Juan Manuel de Rosas, en aquel lugar llamado para entonces Campos de Marte,  funcionaron calabozos. La historia fue sumando contradicciones y derramando sangre en éste espléndido lugar.  Solo se pensó un nombre definitivo cuando se supo que en Chile se levantaba una estatua en honor al libertador San Martín. La Ciudad y alguna de sus autoridades consideraron que se le debía un homenaje. Para empezar y por el momento, el ingeniero Nicolás Canale, remodeló los Campos de Marte a modo de  paseo  con fuente,  escalinatas, enrejado y dos altos pilares a la entrada, todo al mismo tiempo que se realizaba  la estatua, inaugurada en 1862. No obstante, solo en 1878, se fue rebautizada como Plaza San Martín. En 1931, Tahys hermoseó el parque extendiendo los jardines hasta los bajos del Retiro. Ahora todo esta ahí, desde el pie del monumento y más allá del balaustre de cemento se extiende el parque con el monumento que recuerda a los caídos en la guerra de Malvinas y un poco más adelante enfrentado a la plaza la Torre de los Ingleses. En los alrededores aun se lucen decimonónicos palacios de la magnitud del Hotel Plaza, el edificio Kavanagh y  el Palacio San Martín entre otros y la desembocadura de la calle Florida, por la que  ciento de turistas se arrojan hacia la incomparable sombra de la plaza y la ocasional presencia de alguna muestra con fotografías de La Ciudad y su historia aunque no de la plaza. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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A finales del siglo XIX, La Ciudad había crecía voraz y asimétrica. Con esa adolescencia en ciernes, quién mejor que la elite gobernante para seducirla provocándole deseos. Acorde al mandato debía ser frívola y consumista. A cambio de  ser exportada como materia prima sería recompensada con la más exquisita modernidad,  tecnología, mano de obra y capitales. Imprescindible construir, entonces, sitios más acordes donde mostrar y vender las tantas novedades que llegaban a su regazo. Ya no resultaban convenientes los mostradores de las ferias en calles o mercados, tampoco los puestos de las Recovas del Paseo de Julio, hoy Leandro N. Alem, o la recova medieval de Chester, “esa calle donde -según Eduardo Mallea- una serpiente de luz corría bajo las arcadas”.  Se imponen las galerías al modo europeo. Cierto regusto aun independista y resquemores con lo español, provocaron a La Ciudad no pocos devaneos con la cultura francesa o la italiana y la intelectualidad inglesa. Se levantó entonces  una  planta en forma de cruz con salida, o entrada, hacia las calles San Martín, Florida, Viamonte y Córdoba.  Francisco Seeber y Emilio Bunge pensaron un diseño inspirado en las  Bon Marche y la Vittorio Emmanuelle, solo que la bóveda central nunca llegó a ser vidriada sino que en el interior de la cúpula realizaron murales  artistas de la talla de Spilimbergo, Berni, Castagnino, Urruchúa y Colmeiro. En esos primeros tiempos los locales se utilizaron como  estudio de pintores y a partir del 1896 fue sede del Museo Nacional de Bellas Artes. Más adelante,  cuando el museo fue trasladado,  se instalaron  las oficinas del Ferrocarril Pacífico. Pero al ser nacionalizados los ferrocarriles la galería perdió una vez más su norte y  aunque fue remodelada tampoco se logró el ambicionado Bon Marché. En 1989, las Galerías Pacífico, fueron declaradas monumento histórico y tres años después se logró imponerles  el perfil para lo cual fueron originalmente pensadas. Sin embargo, pese al halo de frivolidad que las alumbra nunca se la apartó del arte, no solo fueron conservado los primeros murales sino que fueron realizados algunos más y se dispuso un gran espacio cultural, el Centro Jorge Luis Borges, en homenaje al poeta que por cierto  nació casi a la par de aquel proyecto inicial de las galerías y a pocas cuadras  al 900 de  la calle Tucumán.  Igual que La Ciudad,  bajo sus murales, pinturas nuevas y múltiples recovecos por donde deambulan  tantos poetas,  caminantes y turistas  las Galerías Pacífico atesoran  infinitas historias: las del origen, las del paso del tiempo y las de hoy, porque en sus veredas y la de los alrededores, otro perfil de ciudad se ofrece a los turistas, perfil que erróneamente consideran  típico de la calle Florida y las Galerías Pacífico, los vendedores ambulantes de sahumerios, remeras y platos pintadas, retratistas, niños refugiados con semblantes balcánicos que hacen música en sus acordeones,  bailarines de tango, un paisaje impensado por La Ciudad a quien cada  vez más le cuesta mantener su identidad. O darse cuenta al fin que ésta era su verdadera identidad. 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

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Las tierras que Juan de Garay, repartió generosamente más adelante fueron donadas a entidades religiosas. Don Juan de Narbona, a fines del siglo XVII donó parte de esas tierras a los frailes recoletos que construyeron sus conventos. En 1715, dos arquitectos jesuitas empezaron la construcción de una Iglesia que después  de numerosos reformas fue terminada con una torre de treinta metros e inaugurada un 12 de Octubre de 1732. Distinguida la zona por la vida de familia y el ambiente popular de las fiestas durante los días de Nuestra Señora  del Pilar, no siempre reinaba la concordancia. En un decreto del 10 de Octubre de 1787 puede leerse: “…En el convento de  Recoletos, extramuros de esta Ciudad, se celebra el día 12 la acostumbrada festividad de Nuestra Señora…(…)Es conveniente precaver todo motivo de exceso de pulpería…” y, para evitar tales desmanes de pulpería la autoridad fortalecía la seguridad policial y  premiaba la concordia con una rifa cuyos premios eran: “medias de seda, esclavinas de lino, pañuelos de seda para el cuello y las narices, pañoletas de felpa con guarda y abanicos de papel con esmalte”. Por otro lado, en los muros que daban al río, por muchos años, se mantuvo una batería presta a cañonear a quien intentase desembarcar con el propósito de ocupar La Ciudad. Durante una noche interminable, del año 1806,  veló don Santiago de Liniers implorando la protección divina para poder libertar La Ciudad de las tropas británicas. Con el tiempo, el gobernador Martín Rodríguez y su ministro don Bernardino Rivadavia expulsaron y expropiaron a los padres recoletos y la iglesia se cerró. A fin del siglo XIX  se decidió recuperarla pero no fue sino hasta doscientos años de su inauguración, en 1932, cuando el arquitecto Millé logró restablecer la fachada original de la Basílica, declarada Monumento Histórico por el papa Pío XI. Historias aparte, andando por sus claustros con los cantos gregorianos emergiendo de los muros encalados o por detrás de alguno de los retablos, se respira aun  hoy una paz verdadera y anciana.

 

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Con esa dicotomía permanente entre la vida y la muerte que desde sus orígenes reina en La Ciudad, la zona de Recoleta, engalanada con parques, árboles añejos más los ciento de toldos bajo los cuales los artesanos mercadean con los paseantes, la muerte observa  su entorno sin pudor. Impone su presencia con esa paz que trae desde el viejo “camposanto”. Hubo épocas que los muertos comunes eran inhumados en los fondos de la iglesia y los de los grandes señores o señoras dentro del templo mismo. Durante el gobierno de don Marín Rodríguez, su ministro, don Bernardino Rivadavia, en 1820, decidió expropiar el huerto de la Congregación Franciscana para construir el primer cementerio de Buenos Aires. Dolores Maciel, una joven uruguaya, y Juan Benito, un joven liberto, fueron los primeros en recibir sepultura en el lugar. Pensado, en 1863,  solo para católicos un decreto del presidente Mitre, permitió que fuesen inhumados sin distinción de religión. Pasados los años, el sitio cayó en tal estado de abandono que en 1880,  don Torcuato de Alvear,  primer intendente de Buenos Aires, ofreció la remodelación de la necrópolis al arquitecto Buschiazzo convirtiéndolo en la última morada de las familias patricias.  Adusto y pomposo a la par, el Cementerio de la Recoleta con sus puertas neoclásicas, las columnas griegas y los  bronces, las  esculturas de mármol y sus paseos  arbolados,  el cementerio de la Recoleta, deslumbra hasta por la calma. Serenidad que  interrumpe uno que otro bocinazo, el aletear de palomas o algún zorzal desorientado. Por sus callecitas, estrechas unas y amplias las otras,  viendo las  leyendas y los apellidos burilados en los mausoleos se toma conciencia de muchas cosas. Entre otras, que esos apellidos son algo más que el nombre de las infinitas calles de Buenos Aires  y de las ciudades del interior, sino que pertenecieron a los señores y señoras de las tantas  familias que, para bien o para mal, se ganaron un lugar en la historia de la Nación Argentina. En cuanto a su pasado, el cementerio tiene casi el mismo que el convento de los Recoletos y es desde sus claustros, a través del alabastro y el ónix de las berenguelas,  donde mejor relucen los mármoles de los seres alados y las torres de los panteones. Pero el sitio atrae por mucho  más. No faltan los fantasmas andando codo a codo con los paseantes o la dama  de blanco que les roza con su velo. Entre esas historias,  una de las más impactantes es la de Rufina Cambaceres. La pobre muchacha murió a los 19 años, el 31 de mayo de 1902. Hija del escritor y político Eugenio Cambaceres, una noche preparándose para asistir al teatro perdió el conocimiento.  Cuando el médico llegó dio a sus padres la noticia de que la muchacha había muerto. Se llevó a cabo el velatorio y su féretro fue traslado a la bóveda familiar. Al día siguiente, alguien avisó a la familia que el cajón estaba abierto, arañada la tapa por dentro y Rufina en el suelo. Las hipótesis acerca del acontecimiento  fueron varias, la más sencilla es que habría sufrido un ataque de catalepsia y al despertar arañó el cajón hasta hacerlo caer al suelo y abrirlo…hay quienes dicen que cuando quiso abrir la puerta de la bóveda cerrada por fuera ‘volvió a morir’. También que el cajón fue abierto para robarle las joyas con que fue sepultada. Pero existe otra, aun más terrible, y es que la señora Cambaceres acostumbraba a dar tranquilizantes a su hija para poder pasar ese rato con el novio de Rufina de quien estaba enamorada y aquella noche en particular la dosis fue una sobredosis. Sea como fuere, lo cierto es que pasado unos  días el novio se suicidó frente al Café Tortoni aunque también en esto hay otra versión; dicen que en realidad  el novio era el por entonces joven don Hipólito Irigoyen, con quien la señora Cambaceres tuvo un hijo. Un año más tarde, en homenaje fue erigida la estatua de Rufina con su mano en el picaporte, al frente de la bóveda. Pese a que finalmente se la puso en un ataúd de un solo bloque de mármol milanés, se le atribuye a Rufina  la leyenda de la bella ‘dama de blanco’ que recorre las afueras de su sepulcro y el cementerio con quien la invite a salir. A raíz de este episodio y por miedo a padecer de catalepsia,  don  Alfredo Gath, uno de los dueños de la por entonces importante tienda Gath & Chaves, hizo construir para sí un ataúd que pudiera abrirse de adentro y al mismo tiempo hacía sonar una campana de aviso, sistemas ambos probados por él en varias ocasiones pero que no tuvo ocasión de activar durante  su  muerte.  Como estas, las leyendas son miles y de todo tipo. Con los años,  a  la aristocrática necrópolis le tocó conceder algo de su espacio de leyenda y su breve  cielo para dos grandes mitos populares  de La Ciudad: el boxeador Luis Ángel Firpo y  Evita.   


 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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El Museo Nacional de Bellas Artes, con su imponente rosado colonial,  abrió sus puertas una Navidad de 1896, bajo la dirección del pintor Eduardo Schiaffino y, como todo en La Ciudad, guarda una larga historia. Allá por el 1823, Bernardino Rivadavia creo el Museo Público de Historia Natural, aunque secretamente lo había pergeñado como un reducto dedicado al Arte. Más tarde Rivadavia viaja a Londres por una misión oficial, pero guarda en la manga su secreto deseo adquirir obras de arte para ser apreciadas por los argentinos. La Casa Baillot, Piet y Cía., desde París comenta a don Bernardino que en Madrid, un tal José Mauroner posee una colección de pinturas originales de las escuelas española, flamenca francesa e italiana, más apropiadas para un museo que para una colección particular. Rivadavia, invita a Mauroner a trasladar su pinacoteca a Buenos Aires. Cuando Rivadavia regresó de Londres fue nombrado Presidente. Casi a la par, el pintor suizo Joseph Guth, director de la Escuela de Dibujo de la Universidad, propuso Rivadavia la creación del Museo y la Academia de Bellas Artes, señalando que: "por su clima y situación geográfica y política - La Ciudad y la Argentina toda-  convida a la juventud a seguir esta brillante carrera..." Mientras se da curso al gran sueño cultural de Rivadavia y tantos otros,  estalla la Guerra del Brasil. Mauroner no pudo desembarcar en Buenos Aires y la idea de Gouth queda para otro momento.

La guerra como siempre, interrumpe el progreso, con más razón en lo cultural. Se suma a esto, la toma de un acuerdo de paz poco feliz de parte de Rivadavia. Para cuando Mauroner logra llegar a Buenos Aires, Rivadavia ya había sido exiliado después de  obligarlo a dimitir, además reina ya otra contienda civil. Apenas rondando el final de siglo, en 1877, se reciben más obras en donación que se van guardando en depósitos de la Biblioteca Nacional, a la espera de la habilitación del Museo. Se crea una  Sociedad Estímulo de Bellas Artes, puesta en marcha por Alejandro Sívori, Schiaffino, el periodista Carlos Gutiérrez y el pintor Juan Camaña, con tantos otros pacientes amantes del arte deciden reunirse en un local cercano a la Plaza de Montserrat en el funcionaba una Academia Libre y exposición permanente de obras argentinas y extranjeras. Primer esbozo del Museo Nacional. Más adelante en 1896, y luego de otros intentos, en el Bon Marché, hoy Galerías Pacífico, se inaugura al fin el Museo Nacional de Bellas Artes y una nueva historia comienza. La insistencia de  Estímulo y del Ateneo, de Schiaffino y sus colegas, convierten a La Ciudad -la cosmópolis de Rubén Darío- en el mayor centro de arte de la América latina. Nuevos espacios se abren y galerías de Arte en los alrededores de la plaza San Martín. A fines del siglo XIX, se celebra justamente en la plaza San Martín, la Exposición Nacional de Industria, Comercio y Ganadería que expone una importante muestra de arte argentino, más de obras entre esculturas y  telas,  entre las pinturas una del manco Cándido López, de su serie o visión  de la Guerra del Paraguay. Las obras se exhiben en el Pabellón Argentino. En 1905, el Gobierno decidió nombrar la Sociedad Estímulo como Academia Nacional de Bellas Artes y Escuela de Artes Decorativas e Industriales, bajo la dirección del pintor Ernesto de la Cárcova. Durante el centenario de la Revolución de Mayo se celebró otra Exposición Internacional, en Palermo, meses después la Muestra de Arte, inaugurada en los locales provisorios  en torno al Pabellón Argentino de la Plaza San Martín, pasó a ser sede del Museo. Pero, La Ciudad se vio de nuevo sacudida por la modernidad y aquel Pabellón Argentino ocupaba un lugar poco propicio al progreso del barrio. La Municipalidad decide ceder a la Comisión Nacional de Bellas Artes, la antigua casa de Bombas de la Recoleta, en lo que era por entonces el 2200 de la Avenida Alvear al 2200 y donde desde se filtraban las aguas tomadas al río para reservarlos luego al tanque ubicado en la Plaza Lorea. Aquella vieja Casa de Bombas  fue puesta en mano del arquitecto Alejandro Bustillo, que iluminó sus grandes salones dándoles un aire sereno y acorde para contener en sus paredes y galería tantas obras que desde comienzos del siglo XIX eran donadas por artistas y gobiernos extranjeros y artistas nacionales, para cuando el Museo de Bellas Artes, pudiese tener su propia casa hermoseada su exterior con el impecable rosa colonial que debió tener desde el origen y en un barrio recoleto rodeado de parques. 


 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Desde la vereda del Palais de Glase, en la esquina de Posadas con Ayacucho,  se puede apreciar una panorámica de la zona. Los toldos de los artesanos rodeando la plaza, las distintas torres del convento de los Recoletos y la Iglesia del Pilar, los árboles añosos con sus inverosímiles raíces, las cotorras sobrevolando el parque. Hacia el otro lado las ventanas de la casa de Bioy Casares y Silvina Ocampo. Fue levantado en 1910 con la idea de que funcionara como pista de hielo de 21 metros de diámetro.  Por la década del 20 se convirtió en un importante salón de baile, por el que pasaron toda la elite y las orquestas tangueras. Enrique Cadícamo le dedicó uno de sus temas: “Palé de Glas / del novecientos veinte,(…) Allí bailé / mis tangos de estudiante, / allí soñé con los muchachos de antes”. Diez años más tarde, cuando el tango había regresado a sus originarios barrios del Abasto,  Villa Crespo, Boedo y Almagro, el  Municipio de la Ciudad cedió las instalaciones al Ministerio de Educación y Justicia de la Nación, como Dirección Nacional de Bellas Artes.  Aun perduraban aquellos  primero aires que inspiraron al poeta: “Noches de Palé de Glas! Ilusión de llevar el compás./  Tu recuerdo es emoción / y al mirar que ya no estás/ se me encoge el corazón...” siempre un poco a la deriva el “Palé de Glas” igual el poeta a quien por esos tiempos Carlos Gardel le dio  una de sus grandes alegrías, grabar su tango “Madame Ivonne”, sin saber que sería el último que podría grabar en Buenos Aires. Pero claro que esta es otra historia aunque hace siempre parte de la misma, porque uno de los asiduos concurrentes había sido Gardel que, un 11 de diciembre de 1915, cumpliendo 25 años decide festejar en el Palais con un grupo de amigos, entre los que estaba el actor Elías Alippi. Pero no todo pudo ser festejos. Al parecer uno ajeno al grupo y alcoholizado toma como blanco de bromas a Alippi  burlándose de su flacura. Gardel enfrenta al hombre en defensa de su amigo, pero aparecen otros parranderos amigos del agresor y Gardel no se achica, cuando la cosa pareció terminada, Alippi y Gardel salen y toman un coche para ir al Armenoville, pero cuando pasan por Libertador y Agüero, vuelven a toparse con los parranderos que les interceptan el paso, se bajan y reanudan la pelea hasta que estalla un tiro y Gardel cae herido desde aquel momento llevó esa bala en el pulmón, que el médico por temor a algo peor no quiso quitar; la misma bala que detectan años más tarde cuando, muerto en el accidente en Medellín, le realizan la autopsia porque se piensa que pudo haber existido una pelea en el avión o algún atentado. Pero hoy, que ni Cadícamo, ni Alippi,  ni Gardel están vivos, el Palais se mantiene en pie  y en esa veintena de metros cuadrados de su pista aun resuenan la risa y los pasos de aquellos y de tantos otros. Aun hoy, a casi cien años y declarado monumento histórico nacional, no es  difícil imaginarlo en el apogeo de sus salones de baile y tango, como lugar de encuentro entre señores recoletos, malevos y compadritos junto a esas mujeres ‘a lo Klimt’, y el champagne, las luces, los vitrales, las columnas, los balaústres y escaleras alisadas con el paso de los que por ahí deambularon y aun deambulan con sus historias probables. 


 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

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En los jardines cercanos a la Recoleta, en el parque Thays, fue emplazado uno de los torsos humanos más contundentes de la Historia del Arte. El fornido, con su tonelada de hierro, da muestra de la carga que su propio cuerpo provoca en el hombre dejándole sin cabeza para pensarse a sí mismo y a esta sociedad que lo incluye día a día en sus ambiciosos programas de exclusión. Sin piernas para andar, sin brazos para trabajar ni amar, se convierte por obra y gracia de la realidad, en un monumento que da fe del ser latinoamericano ante el mundo de hoy. Tal vez, las intenciones del artista colombiano Fernando Botero fueron otras. Pero sabemos que la gran obra del Arte consiste en liberar al autor de las figuras que lo angustian y al espectador, en este caso, de poder recuperar la cabeza, los brazos, las piernas y sobre todo la mirada. El torso de Botero en ese ligero entorno que lo contiene, no solo nos invita a verlo, con su vigor  nos obliga a recrearlo. Para semejante tarea fue pensado por el ‘antioqueño’ éste torso que luego de ser expuesto hace quince años en Les Champs-Elysees,  debió cruzar el Atlántico de pie y en la cubierta de un barco. Arribó a Buenos Aires, en 1994, del mismo modo que doscientos años atrás viajaron los primeros inmigrantes que con la misma contundencia llegaron a estas tierras. Claro que no fue el primer desplazamiento del colombiano y su obra. Desde la pueblerina Medellín de la niñez y más tarde progresista urbe convulsionada por las distintas guerras hasta los veranos en el taller de Pietrasanta, en la Toscana (Italia), don Fernando Botero y su rotundo hombre sin cabeza, junto a otras obras circundantes, imponen su presencia a La Ciudad.    

 

 

 

 

 

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La esquina: Jorge Luis Borges con Honduras y Malas Artes el bar, en el centro mismo de Palermo Viejo,  en diagonal a la Plaza Julio Cortázar;  el sol, uno reticente de finales de invierno o de comienzos de primavera, según se mire. Las acacias de la plaza andan pródigas en verdes pero los paraísos todavía ostentan racimos de bolillas  doradas. Por el momento las flores son promesa, apenas un  recuerdo del  verano que pasó. Algunos turistas van y vienen, sin prisa, a la par de los menos apurados vecinos. En una mesa, justo donde empieza la ochava de la vereda adoquinada,  alguien escribe. Por el aspecto y el aire podría ser poeta, pero la expresión de su cara y sus manos, dan indicios de otra cosa. Escribe demasiado rápido para que esas tantas palabras se le acomoden a los versos. Cómo podría darle tono y música  con esa velocidad del lápiz en el papel y los ojos tan ávidos del paisaje, de aquella esquina que simboliza a tanto poeta. No si no es poesía lo que escribe, apenas un texto con pretensiones  de poema,  una carta de amor o un esbozo de carta con unas líneas inspiradas por el desamor. Borbotones de  unas pocas ideas acompañados con una ‘lágrima’ o un pocillo de leche tibia con gotas de café. No es poema, es solo una fotografía tomada con palabras,  en blanco y negro las palabras, y desnudas, desguarnecidas ante el curioso resplandor de una tarde de invierno con vanas promesas de primavera, y de poesía.  Claro que el barrio es mucho más que sus poetas inspirándose en tardes soleadas. Alguna vez se llamó Villa Alvear, apenas unas manzanas que hacían parte del barrio de Palermo que diseñó el arquitecto Antonio Buschiazzo. Era el de las  casas bajas que orillaban el arroyo Maldonado, hoy entubado, calles atravesadas por algunos pasajes estrechos y empedrados, pintorescos y coloridos, como el pasaje Soria, Santa Rosa, Russel y Cabrera.  Borges,  pasó parte de su infancia en el barrio, en "Una manzana entera en mitad del campo/ expuesta a las auroras, lluvias y sudestadas/ la manzana pareja que persiste en mi barrio/ Guatemala, Serrano, Paraguay, Gurruchaga"...

 

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La plaza Cortázar, alguna vez llamada Serrano, es el corazón del barrio y cómo no habría de ser el corazón del  barrio, y el barrio del corazón, si  se la alcanza caminando a paso lento desde la Avenida Santa Fe, por la calle Jorge Luis Borges. Cómo saber hoy cuál de esas veredas a las que hace referencia Julio Cortázar porque nunca más pudo andar, eran las que caminaba en sus remembranzas. ‘De pibes la llamábamos la ‘vedera’, y a ella le gustó que la quisiéramos. En su lomo sufrido dibujamos tantas rayuelas. Después, ya mas compadres, taconeando, dimos vuelta manzana con la barra (…) A mi me tocó un día irme muy lejos. Pero no me olvidé de las ‘vederas’ …Aquí o allá las siento en los tamangos. Como la fiel caricia de mi tierra. Cuanto andaré por ahí hasta que pueda volver a verlas’.  Pudiera ser ésta esquina, frente a la plaza que lleva su nombre,  las de las acacias tupidas y los  paraísos que aun conservan  sus racimos gualda.  Sin brotes nuevos ni  pimpollos todavía, pese a este sol de finales de invierno o comienzo de primavera. Esta vereda con una mesa en la que siempre alguien escribe y que por su aspecto podría decirse que es poeta. Sin embargo escribe demasiado  para que  tantas palabras quepan en un poema. Cómo habría de darle forma a los versos con esa velocidad del lápiz en el papel y los ojos tan inquietos.  Quién sabe si se trata de una de esas ‘vederas’. Lo real, hoy, es que  el sol cae a pique en éste cruce de Borges con Cortázar. Seguramente  no es la vereda en el que alguno de los dos poetas pensó  encontrarse con el otro,  sin embargo y aunque desde  veredas opuestas,  qué duda cabe que además del espanto y la condición de parias, de no pertenecer a ninguna parte o de pertenecer a todas, a Borges y a Cortázar los une, hermana este entrañable  amor a la Palabra, a La Ciudad y a cierta esquina.  


 

 

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Hay quien dice que el nombre de  Palermo proviene de don Juan Domínguez Palermo, joven siciliano que llegó a estas tierras allá por el 1583, y no solo se enamoró de la zona sino de doña Isabel que heredaría las tierras de su padre  un tal Gómez de la Puerta Saravia, otro de aquellos a los que don Juan de Garay benefició con algunas parcelas de la Santa María; aunque también se dice que el nombre proviene de San Benito de Palermo, o San Benito El Moro o San Benito el Negro, nacido en el obispado de Messana; franciscano y milagroso San Benito fue  canonizado  por Pío VII, en 1807; su culto se extendió  ampliamente y fue considerado el protector de los pueblos negros, pero esta es otra larga  historia. En realidad ambas cosas pueden ser. En 1836, cuando don Juan Manuel de Rosas  compró esas tierras había un pequeño arroyo al que la dueña anterior llamaba  Arroyo de Palermo, porque ese curso de agua  y el humo que venía de los mataderos le recordaban a sus viajes a Sicilia, arroyo que, además, cruzaba la quinta de los Unzué, donde  un vecino había levantado la capilla  de San Benito, para que sus esclavos pudieran ir a misa los domingos. Lo cierto es que  Don Juan Manuel de Rosas  adquirió ese predio,  ya conocido como Palermo de San Benito o San Benito de Palermo, en  verdadero estado de abandono y  decidió construir su residencia, ubicada  en los alrededores de lo que hoy es la esquina de Libertador y Sarmiento, nombrando la zona como Palermo.  Más  adelante, caído el gobernador Rosas  en la batalla de Caseros, otro guerrero no menos prolífico ni temible, Urquiza, hizo propia la residencia del exgobernador pero nuevamente la zona cayó en el abandono hasta que en  1875, el no menos temible combatiente, pero de la pluma y la palabra, don Domingo Faustino Sarmiento, decidió crear  el parque Tres de Febrero. Poco después surgieron el Jardín Botánico y el Zoológico. Pero semejantes propietarios devenidos hoy en espíritus errantes de la zona, no podían dar como resultado sino un barrio de guapos y malevos encontrados, a punto siempre de despuntar el facón por cualquier minucia o durante la espera acodados en las ochavas y silbando milongas por lo bajo, Palermo. Sin embargo, la zona también era frecuentada por compadritos de ‘familia bien’ que entre tangos, milonguitas y champagne,  hacían de las suyas en el mítico bar de Hansen y en otros similares. Un siglo más tarde, un no menos compadrito aunque también de la palabra, dedicó su fervor en poemas aunque  sin animarse a salir mucho de su jaula de oro para recorrer sus calles. Y entre todos los guapos dedicó palabras de admiración  a otro poeta de se ganó La Ciudad,  Evaristo Carriego, porque según  Jorge Luis Borges Carriego fue de los primeros “que se propuso cantar al barrio. El barrio era Palermo, pero no ese al que mi familia se mudó hacia 1902, sino el Palermo del siglo pasado”. El de dos siglos atrás.


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

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Sabemos que nada es como entonces, tampoco el Jardín Botánico, por lo menos no en su totalidad. Difiere mucho de los jardines que pensaron por aquellos días primeros cada uno de los que lo planificaron. En cada rincón y  lo largo del tiempo  historias hay muchas. De la inmediata, podemos visualizar los gatos custodiando sus dominios desde lo más alto de los magnolios y jacarandás, de las cornisas y mansardas  y aun del invernadero donde cada tanto son obligadas a florecer fuera de su ámbito a ciento de orquídeas. Es que por esos pagos todo fue así desde el  origen. De sus historias anteriores, imposible olvidar a don Juan Manuel de Rosas, “padre ya  mitológico de Palermo”, en palabras de otro mitológico palermitano, Jorge Luis Borges. Quien sabe cómo y con qué artificios se había ganado el  Gobernador  esas no menos ambiciosas tierras entre las Avenidas Santa Fe y el Río. Pero lo que fácil se gana fácil se pierde suelen decir, al tiempo derrocado ya y  exiliado todas sus propiedades pasaron a manos del otro Rosas, Justo José de Urquiza. Finalmente, fue  Sarmiento quien pensó para esos lares  otros destinos.  Aunque tal vez tampoco lo soñó tan popular ni siquiera como paseo.  Durante los últimos días de su gestión como presidente  echó a volar el proyecto del gran parque, pero al fin fue el intendente don Torcuato de Alvear quien propuso al Director de Paseos de La Ciudad, don Carlos Thays  dar el  toque definitivo al Jardín Botánico y los parques de los alrededores. Sin embargo, esos  primeros malevos y compadritos, desde Rosas hasta Thays, pensaron que era suficiente con abrir una Avenida entre el Botánico y el Zoológico para separar las aguas, en realidad las especies. Es que nunca fue tierra de dóciles. Un verdadero duelo de titanes se viene librando desde sus orígenes y los gatos se sabe como son. Van siempre a su aire, todo el mundo es su hogar, como los poetas, como el mismo Borges que acabó adueñándose de buena parte de La Ciudad. Los gatos, sin hacer caso de aquellos señores que a su debido tiempo se fueron creyendo dueños del solar, acabaron por instalarse a sus anchas en una verdadera comunidad. Deambulan displicentemente entre los transeúntes que, creyéndose en un  paseo público, les dan de comer a cambio de que los gatos les permitan tomarles unas pocas fotos.  


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Al decir de Jorge Luis Borges “La primera edificación de esa punta, fueron los mataderos del Norte, que abarcaron unas dieciocho manzanas entre las venideras calles Anchorena, Las Heras, Austria y Beruti (…) aunque los corrales desaparecieron en el setenta (…) la figura es típica del lugar, atravesado siempre de fincas –el cementerio, el Hospital Rivadavia, la cárcel, el mercado, el corralón municipal, el presente lavadero de lanas, la cervecería, la quinta de Hale- con pobrerío de golpeados destinos alrededores”. Una quinta de las inmediaciones  era mentada por  “el  aparecido que visitaba el costado de la calle Agüero, reclinada en el brazo de un farol la cabeza imposible. Porque  a los verdaderos peligros de un compadraje cuchillero y soberbio, había que sumar los fantásticos de una mitología forajida: ‘la viuda’ y el estrafalario ‘chancho de lata’, sórdido como el bajo, fueron las más temidas criaturas de esa religión de barrial. Antes había sido una quema ese norte: es natural que gravitaran en ese aire basuras de almas. Quedan esquinas pobres que si no se vienen abajo es porque están apuntalándolas todavía los compadritos muertos”. En esa zona de cuchilleros  y sus quintas  hoy solo queda en pie el Hospital con una larga historia que comienza en San Telmo, luego es trasladado a su actual ubicación fue motivo de curiosas discordias entre don Bernardino Rivadavia, el posterior Gobernador don Juan Manuel de Rosas y luego Urquiza. Pensado en sus comienzos como hospital de mujeres y asilo de huérfanas, el 27 de abril de 1887 el Hospital de Mujeres, es nombrado como Hospital General de Mujeres Rivadavia.  Pero esta parte de su historia es muy extensa y merecería libro aparte. Para lo que nos convoca, valga  hacer mención a que el parque del Hospital,  pulmón de la zona, tiene alrededor de trescientos árboles de una cincuentena  de especies donados en 1901 por Carlos Thays, como los  Paineros o palos  borrachos cuyas semillas fueron traídas del norte argentino y son las posteriores semillas de estos ejemplares del Hospital Rivadavia los que dieron origen al resto de palos borrachos sembrados en la Avenida 9 de julio y en  toda La Ciudad, los que producen esa ‘lanilla o vellón’ con que se rellenaban los almohadones más costosos de esos tiempos a finales del siglo XIX y comienzos del XX. Pero no solo el parque se destaca sino muchas leyendas acerca de dos esculturas,  las llamada ‘Ángel de la muerte’ y ‘Ángel de la vida’, dos damas de luz de bronce enmohecido rodeadas de canteros de azules flores agapantus. También fue creado el Patio de los poetas, gracias a la propuesta y esfuerzo de la hermana Juana, en el 1995, inmerso y a la sombra del follaje de un magnolio, una casuarina, un ceibo y un higuerón. Imposible dejar de mencionar la atmósfera creada por los lapachos rosados o, muy especialmente,  el aroma de violetas fuera de época que, según la leyenda,  aun perfuma y da cuenta del espíritu de otra de las monjitas, la hermana Crescencia, a quien por su valentía y dedicación, en buena parta atendiendo a niños con tuberculosis ósea, no solo se le atribuyó la leyenda de su perfume a violetas desde el momento que murió en Chile, sino que fue reconocida como beata por el Papa Juan Pablo II.


 
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

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El aroma de las flores de un árbol cercano, puede que un paraíso, embriagan su pensamiento, apenas se escucha  la música que del raspear del lápiz en la página del libro.  No obstante, alza los ojos y mira hacia alguna ventana de un edificio en diagonal como si la llamase fuera, probablemente  desde esa  ventana por la que alguien que desearía ver,  se estuviese  asomando y, al mismo tiempo, dirigiera su mirada hacia el bar del patio de esa  mole de cemento  diseñada por  los arquitectos Clorinda Testa. Alicia Cazzanica y Francisco Bullrich, aunque poco importa para el caso, porque tal vez si el hombre en la ventana mirase hacia el bar solo estaría intentando vislumbrar por detrás de alguno de los cristales de la confitería, Macedonio, a la mujer inmersa en un desorden de palabras.  Pero qué importa si cada uno desde su propia ventana, imaginada o real sueña, lee y reescribe palabras de otro: “Dejo constancia aquí sobre esta mesa/  de cafés, generalas y blasfemias/ que he sido útil, inútil, justo, injusto/ valiente con mis miedos y he tenido/ como cualquier mortal hambre y bacterias/ deseos de una mujer de buenos muslos./ Dejo constancia aquí, sobre esta mesa/ que he sido amigo y hombre de furia/ que buscaba de los días de marzo,/ de sus tardes de sol y viceversa/ que he bebido y festejado el canto por la esperanza/ con mis compañeros, con mis compañeros./ Dejo constancia aquí, sobre esta mesa” y aun las rubrica como con la firma del autor: Alejandro del Prado.  Pero volviendo al cuento, si lo hay,   puede que ninguno de los dos vea o imagine esa otra ventana desde la que cada uno se  asoma a la búsqueda de un otro. Pero qué importa, qué más habría de importar fuera del deseo del que sueña aquí o allá, solo importa soñar con dejar constancia del improbable encuentro,  un testimonio, aunque solo fuera un fondo de café frío en una taza junto a la ventana de la cafetería de la Biblioteca Nacional y alguna ilusión que se balancea  en una rama del jacarandá, o del barandal  del  balcón en diagonal. 

 

 

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“Soy campeón del mundo de un panjuego que todavía nadie conoce: el panajedrez. Soy maestro de una escritura que nadie lee todavía. Soy creador de una nueva técnica musical, de una grafía musical que permitirá que el estudio del piano, por ejemplo, sea posible en la tercera parte del tiempo que hoy lleva estudiarlo. Soy creador de una lengua universal –la panlingua– sobre base numérica y astrológica, que tanto contribuiría a que los pueblos se conociesen mejor unos a otros. Soy creador del neocriollo, lengua que reclama al mundo de Latinoamérica. Soy el director de un teatro que todavía no funciona…”, se autodefine  Xul Solar. Borges publica “Tlon, Uqbar, Orbis Tertius” relato no solo de un mundo imaginario sino de un idioma conformado con palabras formadas mediante la adición de sufijos y prefijos, inspirado sin dudas en las inquietudes de Xul acerca del lenguaje. Es otro de esos personajes  que La Ciudad dio a luz a su imagen y semejanza. Controvertido, bromista, irónico, frecuentador de arcanos, músico,  inventor, pintor, filólogo, astrólogo, amante del ocultismo y la cábala. Leopoldo Marechal que lo recreó minuciosamente en su obra mayor: “El astrólogo Schultze y Adán Buenos Aires (que no eran otros los dos personajes de la cicuta) desandaron el trecho que los distanciaba de sus amigos. (…) Y ciertamente aquellos varones, porteños de origen o de vocación…” así,  como Xul y Marechal, eran Macedonio, Arlt, Borges y otros tantos excéntricos, cultivando una amistad que solía reunirlos para intercambiar opiniones en la biblioteca de la calle Laprida, donde hoy están sus obras. El Museo, fue puesto en marcha por su esposa Micaela Cadenas en 1986, y por el marchand de Schultze, según los planes y con las obras que el mismo Xul, pensó para el Pan Club en los años 30. Inaugurado el Museo 43 años más tarde, el 13 de mayo de 1993, la Fundación  conserva la vivienda del artista,  sus objetos personales  y los 3500 libros de su biblioteca personal. Xul no dejaba tema sin tocar,  propuso  cambios hasta en el fútbol: “¿Por qué jugar con una sola pelota, y no con tres o cuatro, y dividir la cancha en seis o doce sectores paralelos, como en rugby, y cada jugador lleve camiseta con distinta letras para que se formen palabras y frases?”. Por su lado, Borges, imposible no citar a Borges hablando de La Ciudad y sus personajes, manifestó de su amigo: “Xul creía que la verdad era una –dice Borges que se debate en tantas verdades a la vez- pero que cada uno de nosotros, según su horóscopo esta predestinado a una versión de la verdad” y haciendo alarde de otra de sus verdades y  las diferencias políticas entre ambos Borges insiste: “Decir que Xul Solar fracasó es absurdo. Los que fracasamos fuimos nosotros. No hemos sabido ser dignos de ese hombre extraordinario”. Tal vez ninguno de los dos se equivocó. Casi treinta años antes Xul dio a conocer “Ciuda y abismos” y la no menos soñada  “Vuel Villa”, una  ciudad suspendida en globos sobrevolando a la otra, La Ciudad afincada en la tierra, con su multiplicidad de colores  a la vera del río y los barcos y ésta otra.  


 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

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A comienzos del siglo XX Buenos Aires era ‘La Ciudad de los tranvías’. Hoy, viendo fotos de aquellos tiempos noto que circulaban por la izquierda, como casi todo el tránsito hasta casi la década del cuarenta. Seguramente, porque buena parte de los vehículos y entre ellos los tranvías eran de procedencia  británica. Habiendo pasado a la historia, fueron retirados de circulación pero sus rieles no. Me conmueve pensar a Jorge Luis Borges yendo en tranvía hasta su escuela en la calle Santa Fe, imaginarlo perdiendo  su mirada a través de los cristales ingleses. Claro que no todo sucedía en el centro de La Ciudad, porque los tranvías, allá por los 60, también circulaban por los barrios, por ejemplo el mío. Uno mucho más allá del puente viejo por donde se cruzaba el Riachuelo, donde la  avenida Pavón todavía era de un empedrado desigual. El tranvía era el 52 y hacía el recorrido desde casi la puerta de mi casa hasta la estación de ferrocarril, por  unas veinte cuadras observaba el caserío con sus jardines colmados de malvones. Aunque en los suburbios, aquel tranvía nos llevaba al centro, a lo que era mi centro, el centro de mi mundo por aquellos días, los negocios de la calle José C. Paz, de Lanús. No, no era el mismo tranvía ni las callecitas de La Ciudad de Borges. Él conoció los primeros tiempos de los tranvías,  yo los últimos. El  de mi infancia desandaba las calles de un barrio obrero;  una vez por semana íbamos a ‘La Veneciana’, probablemente la primera sucursal, la del cortinado de cadenitas a la entrada y azulejos blancos hasta el techo, donde la mano mágica  del heladero modelada un volcán de marrón glasé. Cada tanto, aun con el helado en la boca y en los dedos entrábamos a Grimoldi donde un señor, de corbata fina, me  calzaba unos zoquetes blancos sin mácula y las guillerminas marrones. Era el último helado del verano, en realidad del otoño y el comienzo de otro año escolar. Los zapatos  me aprietan. La sola idea de meterme en esas guillerminas y dejar de chapotear descalza en los charcos de agua que caía de la ropa tendida en la soga de la terraza, me provocaba  igual nostalgia que hoy, el recuerdo del run run de los rieles del tranvía. Apenas después, fueron tiempos igual de opresores, aunque los zapatos eran otros, mientras  el  colectivo atropellaba las vías muertas del tranvía, rumbo al comercial de Lanús y tantas otras historias de los setenta. En 1961, el Poder Ejecutivo decretó suspender la circulación de los tranvías. Sin embargo hubo líneas que funcionaron hasta febrero de 1963, cuando se cumplían  cien años de la puesta en marcha de su circulación como servicio del ferrocarril en 1862, y  como transporte urbano independiente, el “Tramway Central” de los Hermanos Julio y Federico Lacroze que comenzó a funcionar un domingo de carnaval de 1870. 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

 

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Un día de reyes, del año 1883, la Comunidad Pasionista creó la Iglesia de la Santa Cruz en la esquina de Urquiza y Estados Unidos del Barrio de San Cristóbal. Era por entonces un pequeño templo de madera y zinc. En el año 1977, otro de esos pasionistas, el párroco Mateo Perdía abrió sus puertas a los familiares de secuestrados desaparecidos, que por esos tiempos, la época más oscura de la historia buscaban a sus hijos, nietos y otros familiares. Entre sus paredes, encontraron uno de los pocos  lugares de refugio y contención.  Justamente por ello, ese año 1977, un 8 de diciembre se dio  uno de los más crueles episodios del régimen militar. Fueron secuestrados nueve y más de los  familiares, de aquellos desaparecidos,  que bregaban por encontrar a los suyos. Entre éstos secuestrados, desde ese día igualmente desaparecidos, se encontraban  las religiosas Alice Domon y Léonie Duquet, las madres Esther Ballestrino de Careaga y Mary Ponce de Bianco, y  dos días más tarde Azucena Villaflor, la fundadora de la organización que las nucleaba: Madres de Plaza de Mayo. Trasladados a la ESMA, donde fueron torturadas, y ante la mirada indiferente de La Ciudad, fueron arrojados con vida al Río de La Plata, que era frecuentemente sobrevolado por aquellos misteriosos e imperdonables, como invisibles,  “vuelos de la muerte”. Dicen que de a poco el río los retornaba a sus orillas, pero como si tantos de sus hijos fuesen capaces de suicidarse al mismo tiempo, volvían a desaparecer enterrados como NN. En el 2005, el Equipo Argentino de Antropología Forense logró recuperar, después de 27 años, la identidad de tres de aquellos NN:  Azucena Villaflor, Esther Ballestrino de Careaga y Mary Ponce de Bianco. Los pocos familiares que la dictadura dejó en pie de estas dos últimas Madres,  pidieron que se les diera sepultura en la misma Iglesia donde habían establecido su lucha, esa por la que habían perdido su vida. Así se hizo. Con tal motivo, la parroquia de la Santa Cruz fue declarada sitio histórico por la Legislatura de La Ciudad

 

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Los tiempos cambian y esto no es novedad. Una ordenanza municipal allá por los años  sesenta prohibió ‘la tracción a sangre’ por las calles de La Ciudad. Además de los que corren en el hipódromo, alentados los señores y señoras que esperan ganarse unos pesos rezándole a San Leguizamo,  algunos otros caballos tirando de sus respectivos coches circulan por los bosques de Palermo, con turistas o paseantes. El viejo ‘coche de plaza o placero’ empezó a ser nombrado como ‘mateo’ en la década del treinta; a partir del sainete “Mateo” escrito por Enrique Santos Discépolo, historia que se desarrollaba en torno a un cochero inmigrante. Pero Mateo no era el nombre del cochero sino del caballo. En Madrid, al ‘coche de punto’  se lo conoce como ‘Simón’,  el nombre de un cochero a quien el rey Fernando VII privilegió permitiéndole circular. En La Ciudad, algunos menos coquetos y al paso deambulan por otros barrios. Puede que ‘la tracción a sangre’ no sea conveniente, tal vez entonces hasta no es legal. Sin embargo la reprobación que se tiene en cuenta para con los caballos y sus cocheros que  transportan a los turistas no se tiene en cuenta a la hora de evaluar, a esos otros caballos con sus carreros que trabajan  cargando muebles, botellas o cartones. Mucho menos considera  la ley, ni los mirones, la ‘tracción a sangre’ cuando los que tiran de los carritos hoy por las calles de La Ciudad, cargados hasta lo indecible, son personas. Niños o adultos. Hombres o mujeres.  Es que el siglo XXI,  todavía, no ha logrado La Sociedad Protectora de Humanos.  

 

 

 

 

 

 

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Nada parece remitir con mayor intensidad a La Ciudad que unos acordes de bandoneón. Con más razón si se trata de unos acordes de Astor Piazzolla. Nada más Buenos Aires, nada más Tango que Piazzolla. Ni el mismo Gardel. Porque la sonrisa y la voz de Gardel remiten a Mi Buenos Aires querido y a Volver, pero en las entrañas y en esa sensación del corazón que nos apretuja la garganta cuando estamos dentro o fuera de La Ciudad, ese ahogo que nos quita el aire, solo lo provocan solo uno acordes de Verano Porteño o de Adios Nonino. Es que todos tenemos un Verano Porteño que añorar y quien no echa de menos a su Nonino. Ciertos sentimientos tienen sus emblemas indiscutibles.  Así como ‘La Voz’ es la de Gardel,  ‘La Poesía de La Ciudad, es la de Raúl González Tuñón y La Ironía, la  porteña, es la de Borges, aunque en realidad me inclino a pensar que es la ironía de Macedonio Fernández en la pluma de Borges, no cabe duda que el sonido del Bandoneón  como identificación de lo urbano y de Buenos Aires, es el  de Astor Piazzolla. En su caso  esos rasgos tan porteños o que nos entrelazan con esta porteñidad que cargamos pese a nosotros mismos, mezcla de  río con  barahúnda ciudadana, no importa dónde o cuándo ni cómo, solo  la provocan uno o dos acordes de Piazzolla. No por muy debatido el tema deja de provocar curiosidad, es otra de sus excentricidades,  de las  nuestras. De las tantas que Astor nos legó. Un marplatense que se ganó su alma de pendenciero entre las pandillas de Nueva York y jugó entre sus calles los acordes inaugurales de su primer bandoneón, y luego en La Ciudad nos  pone el alma en carne viva con unos pocos movimientos de aquel fuelle. Como si fuera poca contradicción, nada menos porteño que el bandoneón y, además, en relación al tango. Porque los primeros, según cuentan los historiadores, pudo haberlo introducido alguien desde Alemania, se sabe también de uno que llevaban los hombres de Mitre en la guerra del Paraguay; el comandante Prado cuenta que durante la campaña que  al supuesto desierto, llevaban un bandoneón que usaban como órgano para dar misa junto al altar portátil. Quién sabe. Qué importa. Mientras en un Doble A, como  llaman a los  bandoneones de mejor calidad, reverberen una y otra vez los colores del Verano Porteño de   Piazzolla. De esos acordes que Astor llevaba tan adentro y eran tan propiamente suyo que lo escribió en una sola noche, con otros cuatro temas al pasar,  que hacían parte todos de una obra de teatro, “Melenita de Oro”, que debía grabarse al día siguiente para ser estrenada de inmediato en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín. 

  
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

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Antiguamente se  llamaba la Plaza del Temple, tal vez porque la palabra temple remite a los caballeros que en la Edad Media y como parte de las Cruzadas se lanzaron a la búsqueda del Santo Grial. En realidad, nada de eso parece tener que ver en ese pequeño solar en el cruce de la Suipacha con Viamonte. En algún momento, también se la conoció como “Puente de los Suspiros.  Al parecer, en la zona funcionaron los primeros prostíbulos donde hacían suspirar, y tal vez suspiraban, aquellas que  mencionaban como  “chinas cuarteleras”. Cuarteleras que habían participado, obligadas o no, en la llamada ‘gesta’ de la Conquista de Tierra Adentro, o del  Desierto. Eran unas cuatro mil, algunas pudieron quedarse allá por Tierra Adentro haciendo trabajos en el campo o quien sabe cuáles tareas. Otras fueron traídas, o vinieron por su voluntad,  a La Ciudad quien sabe con cuáles promesas. Se dice que por entonces, había unos treinta y cinco casas donde estas ‘cuarteleras’ trabajaban y realizaban otro tipo de asistencia a sus ‘benefactores’. El escritor René Briand cuenta: “aquellas gordas del tipo indiano, sempiternas fumadoras de cigarros tucumanos que desde la misma vereda de sus malolientes cuartos de Maipú y Paraguay –donde se instalaron después de la desmilitarización del 1870- instaban a los paseantes a ‘pasar un ratito’. No tardaron las ‘loras’ (rubias importadas) en arruinar pronto el negocio de aquellas heroicas  cuarteleras, atávicas  suministradoras del placer a la soldadesca de Retiro”. Controvertida figura la descripta por Briand pero no  menos real. A pasos nomás, aunque unos años más tarde,  se instaló la mueblería Maple, aquella que puso el pisito en Corrientes 348, según el tango. De algún modo puede asociarse esta circunstancia también con el solaz de ciertos templarios protagonistas de nuevas cruzadas y sus cuarteleras, en los ya no ‘malolientes cuartos’, a los que refiere el cronista, sino con otros mejor amueblados y a media luz.

 

 

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El edificio Kavanagh, el primer rascacielos no solo de La Ciudad sino del Sur de América fue engendrado por amor. Por lo menos por un capricho de amor o venganza, en realidad, de la amada: Corina Kavanagh o,  el resultado de una sofisticada guerra tribal entre los patricios Anchorena,  que habitaban por esos días el actual Palacio San Martín con sus ciento de sirvientes y en 1920, mandaron construir  la iglesia del Santísimo Sacramento, como probable reposo definitivo su dinastía. Por otro lado se debatían los adinerados pero nada patricios: Kavanagh.  Según los cotilleos de la época y como era de esperarse en  esos casos, uno de los muchachos Anchorena se enamoró de una de las muchachas Kavanagh.  De poco sirvieron los intentos de frecuentarse más allá de alguna que otra escapada al amparo de las sombras azules del jacarandá. En realidad habían hablado poco más que unas palabras, hasta que un día se encontraron frente a frente, en un baile de sociedad, y  no tuvieron dudas de aquello que a ambos les aceleraba el corazón, con mas razón siguieron encontrándose a escondidas robándose un beso y alguna que otra promesa. Lo cierto es que, un día,  el joven Anchorena que solía sentarse con su familia viendo como desde las ventanas de la casa se extendía la inmensidad de aquel paisaje y la calle que bajaba hasta la avenida Libertador, decidió no demorar la decisión de hablarles. Por esos días, los Anchorena andaban demasiado ocupados con los detalles de la construcción de la iglesia y poco atentos a nada más, sin embargo, en pocas palabras les confesó sus desvelos de  amor y al enterarse que la enamorada era Corina Kavanagh, se opusieron tan rotundamente que quebraron la voluntad del pobre muchacho rico. Cuando Corina lo supo, en medio del desconsuelo y la aparente docilidad, tomó una decisión que fue aprobada por su familia a la que, además, no le faltó con qué afrontar la venganza a la par de su hija. La misma Corina pergeñó la construcción de un edificio con el solo requisito de que fuera suficientemente grande como para que impedir a los Anchorena  ver desde la casa ‘su santuario personal: el Santísimo Sacramento’. Aun hoy, se comenta que para ver más allá es necesario pararse en el pasaje ‘Corina Kavanagh’. Verdad o leyenda, lo cierto es que  esta historia de amor-odio entre la poderosa Argentina patricia con la no menos poderosa Argentina  inmigrante, pone color y ternura a esa espléndida mole de cemento, el Edificio Kavanagh,  primer rascacielos que a finales de la década del treinta, a partir de l936,  se convirtió en un símbolo de cambio y opulencia. Casi al mismo tiempo que fue inaugurado el edificio que arquitectónicamente  marcó un antes y un después en La Ciudad, llegaba  María Eva Duarte, que sin saberlo guardaba en su pequeña maleta de cartón un equipaje  que también marcaría  un antes y un después en la historia no solo de La Ciudad sino de la Argentina toda. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Rondando el 1920, el arquitecto Martín Noel, construyó la residencia de su Carlos Noel, su hermano e intendente de Buenos Aires y la propia, exactamente en un solar al norte de la zona vieja de La Ciudad, que hacía parte de la parroquia del Socorro, entre lo que había sido el mercado negrero, el de los ingleses, y la plaza de toros más tarde de artillería. En 1936, la Municipalidad compra aquel palacio junto a la colección de arte  del arquitecto Noel y al año siguiente abre el Museo de arte Colonial pero en 1943, cuando trasladan las colecciones de don Isaac Fernández Blanco, se pone su nombre al museo en la bajada, o la subida, por Suipacha hacia Libertador. Todo es inquietante en él. La colección de platería del Potosí, aquella Potosí  a la que los conquistadores desbastaron sus minas de plata. Cada recodo inspira misterio, cierto aire como de recinto religioso y por tanto, ciertamente profano. Se cuenta que en el siglo XVII, el solar hacía parte de aquella primera compañía importadora de esclavos y que buena parte de sus fantasmas aun deambulan el parque a la búsqueda de sus ancestros, o tal vez gozando al fin de su libertad y como si no bastara con ellos, se dice que entre ellos vagan algunos de los ingleses enterrados en el cementerio de los Ingleses Disidentes, que estuvo en la calle Cerrito porque en el momento de desmantelarlo fueron removidas las lápidas pero no los restos de los que lo habitaban, por decirlo de algún modo. Tal vez por eso la atmósfera del lugar, es fresco apacible, como de reposo. Tal vez al fin los negreros muertos pudieron estrechar la mano de aquellos a quienes habían esclavizado. Tal vez, después de todo,  el perdón exista cuando ya no hay intereses de por medio y en  medio de todo aquellos  colores del museo y sus obras, el blanco y el negro de sus fantasmas al fin es un color neutro o solo unos más entre tantos otras sumas de colores. Todas estas supuestas historias, y algunas que contaban Norah Lange y  Oliverio Girando, que vivían en la casa de al lado y decían ver fantasmas, dieron más motivos a Manuel Mujica Láinez para pergeñar sus historias de la Misteriosa Buenos Aires, hasta el punto de decir que él mismo había conversado con alguno de los que por ahí pululaban, quien más que alguno de esos esclavos por fin liberados o alguno de los negreros podría haberle contado aquellas historias; tal vez haya sido Bingo, el mismo que vengó la muerte de su hermana, ambos esclavos,  quitándole la pulsera de cascabeles que el  negrero le había colocado para ubicarla cuando lo embargaban los deseos. “En la barranca, los ingleses de la South Sea Company –cuenta Mujica Láinez- pasean lentamente (…) Se han detenido frente a la fosa que caban los africanos, más allá de la huerta. Ya sepultaron doce apestados. Basta por hoy. Bingo, salmodia con su voz gutural, extraña, una oración por la hermana que ha muerto. Su canto repta y ondula sobre las cabezas de los esclavos… (…) Pero a los empleados de la South Sea Company poco los importan los himnos lúgubres. Están habituados. (…)Mañana fondeará en el Riachuelo un barco que viene de África con cuatrocientos esclavos más Los negocios marchan bien…” Claro que hasta los mejores negocios se acaban o por lo menos se suspenden hasta que escampe. Y así fue. Pero mientras tanto quién más que Bingo, podría haberle contado a Mujica Láinez esas  historias de los negreros y que, después de partir la cabeza del asesino de su hermana de un solo golpe de pala lo empujó a una de las fosas comunes echándole encima la pulsera de cascabel y que ahí, entre esos cadáveres el británico alcanzó la eternidad, esa que tal vez aun hoy comparten  codo a codo con Bingo por los jardines del Museo, tal vez hasta con el mismito Mujica Láinez, con Nora Lange, con Oliverio y todos los que acostumbraban trasnochar en  la casa junto al museo.     



 

 

 

 

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La Avenida Las Heras, hoy una de las calles más importantes de La Ciudad, también lo era antes de llamarse así. En sus comienzos fue la calle  de Chavango. Su origen, fue el Hueco de la Cabecitas donde eran arrojados los deshechos del matadero y donde hoy  podemos sentarnos a gozar de uno de los rincones más placenteros de La Ciudad, la plaza Vicente López. Allá por el año  1775, las actuales Pueyrredón, Las Heras, Azcuénaga y Pacheco de Melo delimitaban los Corrales o Mataderos del Norte y por los alrededores proliferaban  casas de juegos, reñideros de gallos y los inevitables despachos de bebidas. Desde los Mataderos  partían las carretas cargadas de deshechos y subían  por el “Camino del Chavango”. Hacían un alto en un descampado en el que echaban las cabezas del ganado muerto para alivianar las carretas. El baldío, al que como todos los baldíos se mencionaba como ‘hueco’  a partir de entonces  fue nombrado como “Hueco de las Cabecitas”, porque estas se iban apilando descarga sobre descarga, a la merced de los perros y las ratas, generando un olor fácil de imaginar. Más adelante,  se instaló allí un Mercado, el "6 de Junio", pero no dejó de ser considerado Hueco de las Cabecitas, hasta el 1896, que recibe en que el predio es rebautizado como  Vicente López. En cuanto al Camino del Chavango, no se sabe el por qué del nombre, pero se dice que cuando el intendente, don Torcuato de Alvear, decidió dar su aire europeo a La Ciudad,  mediante una ordenanza municipal  cambió el nombre de Camino del Chavango por el de Avenida Las Heras. Al poco tiempo recibió una protesta por escrito de la ‘viuda de Chavango’ y sus hijos, con amenaza de demanda por el insulto hacia Chavango. Sin demora, Alvear puso a investigar a su gente la existencia y labor del supuestamente ‘heroico Chavango’ del cual nada conocían y por cierto, nada encontraron,  puesto que el reclamo de ‘los Chavangos’ no era sino una broma que el Dr. Lucio López jugó al intendente Alvear.  


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 La que en los inicios de urbanización de La Ciudad se conocía como  “La Bella Vista” y es  ahora la Avenida Alvear,  era la calle menos importante de la zona. En planos del 1772, don Cristóbal Barrientos refiere: "Callejuela que se debe cerrar por inútil e infructuosa". Tuvieron que pasar cien años para que la calle tomara auge. Fue prolongada hasta quedar unida con la bajada de la Recoleta y se le cambió el nombre al trayecto que se prolongaba hasta la antigua casa de Rosas, en Palermo Por otro lado, su paralela la Calle Larga, hoy Quintana, de un tirón y sin la interrupción de ningún cruce era la que comunicaba el Convento de los Recoletos con el resto de La Ciudad. Hasta que la Avenida Alvear tomó su grandeza, Quintana fue la de mayor actividad, aunque con un aspecto bastante pobre y desigual era el camino obligado de caballos y carruajes. Por aquellos tiempos, se destacaba otra avenida, la que Bernardino Rivadavia pensó como Avenida de Circunvalación de La Ciudad, hoy Callao, y atravesaba las quintas que, en algunos casos torcían su trazado inicial; también divide la Avenida Alvear en dos, un tramo angosto y otro más amplio pero igual de pomposos ambos; desde Arroyo cruza  Callao y avanza hasta  dar  una suave curva y perderse en Libertador. La Avenida Alvear al fin  acabó por hacerle honor a su primer mandato de ser la de La  Bella Vista. No sucedió igual con Quintana, que pese su belleza e importancia dejó bien atrás lo de ser la Calle Larga. En 1900, en la por entonces Bella Vista hubo un recreo, el  “Belvedere”, café y restaurante con despacho de bebidas, donde el Club Italiano instaló su velódromo. Por la noche, el ambiente de fiesta, música, cantos y bromas alteraba de tal manera la tranquilidad del vecindario que ante las quejas de los vecinos, la Municipalidad compró el predio y lo anexó al paseo Intendente Alvear. La otra mitad de la manzana, durante años fue propiedad del Dr. Carlos Dosse, un palacio construido por el arquitecto Mallet, comprado también por la Municipalidad,  pasó a ser parte del paseo. Así, la zona y la Avenida crecieron de a poco, como si fuesen convirtiéndola en acotados rinconcitos de París. Aunque algunos no fueron tan acotados.

La elite porteña procuraba rodearse de lugares similares a los que habían conocido en Europa y buscaban cambiar su entorno urbano; quitarle esa pátina de ‘gran Aldea’ a La Ciudad, no solo para transformarla en su aspecto sino para  gozar de los beneficios de una gran metrópoli. Entre las calles Montevideo y Rodríguez Peña, a principio de siglos fue construido el Palacio Duhau, obra del arquitecto francés León Dourze y el ingeniero Luis Alberto Duhau, por pedido del ingeniero ferroviario Alejandro Hume.  Inspirado en el castillo de Marais, de Ile-de-France. Sus antecedentes se remontan al 1890, y los jardines producto del diseño  de Carlos Thays que logró salvar el desnivel de la calle Rodríguez Peña.

Este Palacio es símbolo del sentir de una época y la Belle Époque porteña. Sin embargo su fama y duración es considerada  también en Europa porque es el último palacio privado de la Belle Époque que sobrevive, solo en La Ciudad. En la cuadra del Palacio, fueron se levantan  dos edificios igual de inconfundibles, uno diseñado por el arquitecto Le Monnier, hoy la Nunciatura, y la Residencia Duhau, de Alberto, Faustina y María, hermanos del que fuera entonces ministro Luis Duhau dueño del Palacio que no solo dejó su impronta en la arquitectura. Don Luis vivió en el palacio durante su gestión como  ministro de Agricultura, en la presidencia de Agustín P. Justo. Tuvo una actividad y gestión importante y que trajo muchas controversias en relación al comercio de carne con Gran Bretaña. Situación que produjo una histórica discusión en el Congreso con Lisandro de la Torre. Discusión que acabó cuando se escucharon tres disparos, disparos que provocaron la muerte del senador Enzo Bordabehere cuando se interpuso para que no fuera herido don Lisandro. Si bien los disparos no fueron responsabilidad de Duhau su carrera política quedó ensombrecida a causa de este episodio uno de los más sangrientos de la historia argentina, o tal vez solo uno más.  Pero estos acontecimientos no cambiaron la fisonomía del Palacio ni su fastuoso devenir. 

 

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Otro de los baluartes arquitectónicos e históricos es el Palacio que perteneció a la señora Sra. Concepción Unzué de Casares;  al 1300 de la Avenida y obra del arquitecto Juan A. Buschiazzo, sede hoy del Jockey Club.  El Jockey fue creado en 1882 por iniciativa de Carlos Pellegrini que venía de admirar en París el hipódromo de Chantilly y decidió promover el auge de la raza caballar. Su sede original fue en la calle Florida 571, otro edificio importante obra del arquitecto Turner que en 1953 fue uno de los que fueron incendiados durante otro de los momentos en que La Ciudad tuvo que presenciar, y padecer, las diferencias políticas entre sus hijos, en esas cosas de la lucha por el poder.  Pasados estos acontecimientos al Jockey Club le fue asignado un edificio vecino a la Embajada de Francia  pero tampoco fue aquel la sede definitiva y El Jockey Club sufriría todavía  otro golpe. Con el ensanchamiento de  la Avenida 9 de Julio fue derribado, hasta que al fin en 1960 se decidió otorgarle el Palacio Unzué. En cuanto a la Embajada de Francia, que fue salvada del piquete,  en su orígenes fue el  Palacio Ortiz Basualdo, otro gran exponente de la arquitectura Beaux Arts, y aunque en menor escala se le dio un aire similar a la Opera de París de Charles Garnier.

Ninguna duda que cada rincón  de la Avenida Alvear es emblema de esos dorados y viejos tiempos de esplendor porteño. Hoy, es igual,  todo resplandece, todo es brillo, luces y flores. Perfumes importados  y maniquíes  mostrándose tan coquetos en las vidrieras como en su andar por las veredas y paseos de la zona como el Alvear Palace Hotel con su galería imposible de creer a todos los ojos, aun a la mirada avizora de los turistas europeos. La elegancia de la Avenida va a la par de ciertos caminantes que aun hoy, van así por la vida tan discretos como grandilocuentes, con esa discreción regia que los viene moldeando desde sus ancestros.  


 
 
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 La irregularidad manifiesta del barrio, no proviene del urbanismo espontáneo y casual sino de la obediente mano del arquitecto Carlos Thays. Él lo llamó Barrio Parque cuando por 1912, sobre arbolados baldíos propicios a las citas galantes, diseñó sus callecitas enrevesadas y discontinuas rompiendo el geométrico damero español. Sin embargo el Barrio Parque, es conocido como Palermo Chico a pesar, además, de su soberbia residencial. Entre la avenida del Libertador, Tagle, Salguero y las vías encierra un microclima porteño de abundante vegetación autóctona, petits hoteles, mansiones, embajadas y algunas casas estilo Tudor que olvidaron los empresarios del ferrocarril inglés. Allí mismo, aunque de interior transmutado en lofts, restaurantes y multiespacios festivos, muestra su aspecto de 1927 el Palacio Alcorta y, con mejor fortuna, el Palacio Errázuriz guarda al Museo de Arte Decorativo. Hoy, los inevitables  negocios inmobiliarios que azotan a La Ciudad, reciclan mansiones y cotizan millones por centímetros cuadrados. Por suerte han sido preservados los jacarandáes y los lapachos de la misma familia, los paraísos,  tipas, palos borrachos, lapachos y ceibos, todos puestos a sembrar por Thays. Precisamente, en la diagonal Manuel Obarrio y la Mariscal Ramón Castilla, en la Figueroa Alcorta, se levanta la nave insignia de aquella antigua forestación. Sobre el ángulo mismo de la esquina eleva el enorme porte de quien ya avanza sobre el segundo lustro. Un magnífico ejemplar de Tabebuia impetiginosa, que proclama su credencial científica con una apropiada adjetivación, aunque el común le llama lapacho rosado con explícita precisión. Pese a su perfecta y delineada copa de significativo tamaño, su aspecto común apenas se distingue en la rutina del tráfico incesante que trepa veloz por Figueroa Alcorta. Pero una vez al año presenta a todos y destaca su espectáculo de luz y color con entrada libre y gratuita. Para llegar a ese preciso momento, él mismo se ocupa de una especial dedicación, lenta y fatigosa, desnudo de hojas hasta el instante en que al fin, como un enorme pavo real imponente y majestuoso despliega su floración en innumerables ramilletes rosados. Sólo hay unos pocos días para disfrutarlo en todo el esplendor de su arte. La cita rigurosa es la primera semana de octubre. No hay tiempo que perder para observarlo. Vendrán de inmediato los celestes jacarandás y las tipas amarillas a colorear veredas y calles, a dar fe una vez más, de la primavera. Hasta que en el atardecer menos pensado una lluvia templada inunde de colores las veredas y parques de La Ciudad. 


 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

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En sus orígenes, el zoológico, se encontraba en Sarmiento y la Av. del Libertador. A partir de la gestión de su primer director, (1888 a1904) el Dr. Eduardo Holmberg,  el Zoo  tomó un destino más científico y fue trasladado a su ubicación actual. Los animales –según Holmberg, debían ocupar edificios con estilos arquitectónicos correspondientes a su tierra de origen.  A partir del 1904 y por diez años, don Clemente Onelli reemplazó al anterior director.  Y su mayor ambición fue el intercambio de animales con otros países.  A la par el atareado Carlos Thays se ocupaba de embellecer todo el zoo. Cuando llegó el nuevo director, Adolfo Holmberg, decidió suprimir las jaulas y crear recintos donde los  animales eran alejados por fosas o zanjas de seguridad, del  público, pero con mayor libertad de acción. Allá por el 1882, todos en La Ciudad, tomaron partido a favor o en contra de crear en San Benito de Palermo, alejado todavía del centro, unos 5 Km. con escasas vías de comunicación. "No hay ninguna Ciudad de mediana importancia que no tenga un Zoológico, que es el punto favorito de reunión de las multitudes", escribió don Carlos Pellegrini, desde Europa, al Intendente de Buenos Aires. Pero no fue sino hasta el 1888 cuando nace el Zoológico separado del Parque 3 de Febrero. Sin embargo, históricamente  no ha sido el único Zoo de La Ciudad. Hubo uno creado también por el intendente Alvear, en el Parque Patricios, donde se levanta un edificio con aire del Templo de la Fortuna Viril de Roma, la antigua confitería del Zoológico del Sud. Alvear, puso al frente a don Clemente Onelli. En sus comienzos solo podían verse dromedario, dos cebúes del Ganges y dos de Ceylán, una construcción circular como vivienda de un camello  de Bactriana, dos guanacos, dos avestruces y alguna otra especie casual. Entre el 1912 y el 14  se agregó una cabrería y un conjunto de edificios semejantes a  ruinas romanas. Según una nota del Ateneo de Estudios Históricos del Parque Patricios, Onelli, nacido en Roma, le dio a cada construcción aires romanos.  El pabellón de los  osos y felinos era una réplica del Acueducto de Claudio. En el "Ara de Júpiter", se guardaban los forrajes y había un "Palomar romano". Aunque las grandes aves ocupaban el Templo de Vesta que daba a la calle Caseros. Pero éste Zoo no tuvo la misma suerte que el de Palermo, y en 1924, murió al mismo tiempo que Onelli.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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La Ciudad, casi al borde de sí misma, no deja de lado su vergüenza. Lo que subyace, suele ser tan poderoso que no respeta ni el consabido “de aquello no se habla”, no del todo,  ni el “por algo será”. Dos lugares comunes implantados en nuestra idiosincrasia.  Calles rotas,  marchas de protesta, marchas de contra protesta, los sin tierra, los sin casa, los que ocupan esas otras tantas casas patrimonio de La Ciudad o de quien sabe quién,  que ya no las vive ni las permite vivir hasta que por fin y al cabo alguien logró ocupar; porque al mejor estilo de las importantes ciudades europeas, promediando el siglo XXI, La Ciudad se ha ganado sus okupas. Pero tenemos construcciones desproporcionadas que solo los fantasmas habitan en paz. En otras, como en la escuela de mecánica de la armada por qué habrían de acatar los fantasmas esta paz que ven al otro lado de las ventanas, desde los sótanos, desde los cuartos secretos o desde los que no lo son. A tanto espíritu inquieto encerrado entre esas paredes la paz solo les vuelve un poco al cuerpo, o al alma, cuando alguien les dedica unas palabras, una talla, una pintura o una leyenda contra el enrejado de la vereda. He de reconocer que no he pasado mucho. Una mezcla de dolor y culpa me fustiga el alma cuando paso. Meses atrás, una amiga, periodista colombiana, de paso un solo día por Buenos Aires,  me pidió que la llevara a la ESMA. Después de casi diez años de no vernos apenas hablamos. Compró un ramo de fresias y frente a los portones cerrados me pidió silencio. Uno de ritual. Escribió un pequeño mensaje que no me dio a leer y lo echó adentro con las flores. Encendió un cigarrillo y ahí nos quedamos. Tal vez fueron minutos,  una hora  o dos. A las puertas de la ESMA se pierde la noción del tiempo. Todo es ayer. Un ayer malo. Sin embargo, en su presencia el presente da fuerzas para el futuro. Una vez en el colectivo, Constanza Vieira, retomó la conversación y, como si la viajera fuese yo o como si estuviese pensando en voz alta, me contó la historia negra de mi País. Con iguales lágrimas en los ojos, le recordé algunos paralelos con la no menos historia negra de su País, Colombia. Sonreímos al fin. Solo importa no olvidar. Y mejor aun que no olvidar es  recordar, recordar un poquito a diario y cada día,  en homenaje a los que nunca murieron,  a los que todavía van por lo que andaban soñando   una vida más justa y amable no solo para los que habitan La Ciudad sino en todos y cada uno de los rinconcitos de la Patria. Y ajeno, o no tanto, a muchos de esos poetas que pasaron por la ESMA y aun deambulan y puede que hoy también  rían de encontrarse al fin libres, como  Roberto Arlt que, a pesar de que su padre Karl Arlt era un exoficial prusiando que afortunadamente pudo desertar del ejército imperial, en su adolescencia intentó entrar a la escuela de mecánica de la Armada y hoy, no obstante  aquella tristeza endémica que lo caracterizaba, hoy debe reír a  carcajadas de aquellos uniformados que, rondando la década del veinte,  lo echaron por “inútil”. Y lo bien que hicieron. 


 
 
 
 
 
 
 

 

 

 

 

 

        

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La Ciudad se fue abriendo en diagonales y rectas a fuerza de sangre. Pero la muerte y los muertos permanecen en el aire, o muy por debajo del cemento de sus calles, amenazantes y  amenazados. Cuentan que entre la Casa Rosada y el Congreso, yace una cifra indeterminada de trabajadores desaparecidos mientras excavaban la apertura de los túneles del subterráneo y la avenida de Mayo. Dicen también que a la oficina de contrataciones llegaban los inmigrantes por centenares y que por suerte pedían “obreros solteros”. Y si lo dicen por algo será, lo cierto es que cuando Rómulo Fraga se presentó al capataz, se cuidó bien de contar la promesa que debía cumplir con su novia, todavía en Galicia. Por suerte, no tuvo que mentir porque con el apuro, el capataz  no le preguntó nada.

Un año más tarde, cuando Carmen Godoy llegó a Buenos Aires, desde Vigo, aferrando una carta se encaminó hacia el último remitente de Rómulo Fraga. Alguien le aconsejó tomar el tranvía, aunque le dijeron que podría tomar también el subterráneo, porque si bien no estaba terminado llegaba hasta la dirección que ella buscaba.  En el vagón del subterráneo le faltó el aire, la humedad del túnel, aquel olor a maderas nuevas y los tantos olores  de los bajos de La Ciudad se le apiñaron en el estómago, le cerraban el pecho. Cuando Carmencita, se bajó y atravesó la estación aun en construcción volvió a marearse. Pero en la calle se sintió mejor. Decidida y aferrando el sobre en el bolsillo de su abrigo llegó a la última dirección conocida de Rómulo. Una vez en la pensión poco y nada dijeron, solo le entregaron unas cartas, las últimas que habían llegado para el señor Fraga. Carmencita no tuvo que mirarlas demasiado para reconocerlas eran las que ella misma había escrito a su novio los meses previos a decidir el viaje por su cuenta y que nadie aun había leído. La pobre mujer que la recibió le acarició la mano mientras le entregaba las cartas. Solo le dijo que la última vez que vieron a Rómulo, él corría hacia el obrador del subterráneo porque llegaba tarde.

-Ni señas dejó,  señorita, hace un año ya.

Carmencita volvió al subte, seguramente el obrador estaba no muy lejos de la última estación. Después de todo apenas había pasado un año, qué tanto podrían haber avanzado. Mientras esperaba algo la impulsó a mirar hacia atrás, como si algo o alguien la estuviese siguiendo. Pero nadie de los que esperaba parecía tenerla en cuenta. Con cierta dificultad y el pecho alto inspiró profundo, creyó notar entonces  que su respiración  repercutía en el túnel y se mezclaba con algún  murmullo lejano de la que solo ella parecía dar cuenta. Miró a su alrededor. Solo algunos parroquianos deambulaban por el andén mientras uno hombre pegaba azulejitos en la pared. Observó de cerca parte del mural aun sin terminar, que mostraba una Ciudad chata que parecía erguirse en medio del barro. O  por lo menos así la vio. Se subió al tren y fue dejando atrás ese paisaje frío en marrones, que de a poco en la ventanilla se convirtió de nuevo en túnel oscuro. El escalofrío la embargó una vez más, también ese murmullo que parecía salir del barro o por lo menos de tierra endurecida y apisonada  al paso del vagón. De todos modos, aunque duros esos asientos de tablillas lustradas empezaban a serle familiares y pronto se acostumbraría también a ese canon entremezclado de las voces lejanas y los rieles. Cuando el tren se detuvo oyó una voz que anunciaba el final del recorrido aun sin acabar. Bajó y caminó hacia el final del andén, donde vio unas maderas inmensas en cruz que tapaban la boca del túnel. Al otro lado se escuchaban algunos silbidos, y golpes, pero alguien enseguida la invitó a salir a la calle. Una vez afuera, pudo ver parte del obrador. Se dirigió a la casilla y preguntó por Rómulo Fraga. El capataz prometió buscar en el listado, pero se habían quemado algunos registros. Solo contratamos obreros solteros. Carmencita le respondió que nada sabía porque recién llegaba de Vigo, que era su primer día en la ciudad. El hombre, con las manos cruzadas sobre el libro de contrataciones e ingresos apenas sonrió, y en aquella infinita transparencia de aquellos ojos celeste desvaído Carmencita no vio ninguna señal. Por otro lado Rómulo Fraga, su Rómulo,  jamás hubiese dicho ser soltero para obtener unas pocas monedas. Debo seguir buscando, ésta ciudad es tan grande -se dijo-, y volvió a tomar el subterráneo hacia la Avenida de  Mayo”.

    

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“La pieza Bodas de Sangre, escrita por Federico García Lorca y estrenada en el Teatro Avenida de Buenos Aires, fue suspendida cuando Lola Membrivez enfermó, pero sintiéndose mejor y en vísperas  del retorno de Federico García Lorca a España, la misma Membrivez dispuso una última función para despedirlo. Aquel jueves 4 de enero de 1934, como a las dos de la mañana, eran muchos los que aun permanecían en la sala porque la pieza había terminado pero no la función. Aunque solo se quedaron aquellos que fueron anoticiados de que faltaba El Retablillo de Don Cristóbal, con los títeres de Cachiporra. Deslenguados y ocurrentes los muñecos y sus voces, hacían rabiar a algunos y reír a otros.

El mismo Lorca puso a hablar a Don Cristóbal, una marioneta que simulaba un andaluz parlador y entrometido: -Señoras y señores, hoy salgo en Buenos Aires para trabajar ante ustedes y agradecer las atenciones que han tenido…A mi no me gusta mucho trabajar en estos teatros, porque han de saber ya que soy muy mal hablado…he trabajado siempre entre los juncos del agua, en las noches del estío andaluz, rodeado de muchachas simples, prontas al rubor, y de muchachos pastores, que tienen las barbas pinchosas como las hojas de la encina….pero el poeta quiso traerme aquí…- se escuchó a Don Cristóbal como justificando la cosa  y solo entonces Lorca salió por detrás de la cortina y se hizo ver, con el muñeco de Don Cristóbal sentado en su propio brazo. El poeta continuó haciendo hablar al muñeco:- Llenemos el teatro de espigas frescas, debajo de las cuales vayan palabrotas que luchen en la escena con el tedio y la vulgaridad a que la tenemos condenada.

Los aplausos se repitieron una y otra vez, y una y otra vez, Federico García Lorca, agradeció. Al fin saltó del escenario y en medio de la algarabía de los que lo rodaban nos tomó del brazo y salimos rumbo al Tortoni. -Curioso esto de caminar por las calles de otro país y no sentirse extranjero.

-Así, con una bella española a cada brazo…, ni siquiera  un chileno se siente extranjero en Buenos Aires -dijo el poeta Neruda, que caminaba por detrás nuestro.

-Dicen que Buenos Aires es la más grande de las ciudades gallegas, Federico, y sin dudas eso mismo hará de Galicia la más americana de las regiones europeas –comentó alguno  de los Tuñón cuando entrábamos al Tortoni.

Fuimos a la bodega, donde había una mesa lista para la cena que, pese a lo español del entorno y los comensales, no pudo menos que tratarse de un abundante puchero de gallina. Cuando nos lanzamos a la fuente Lorca sonrió y también el poeta chileno.

-Por el apetito que traen -bromeó el cónsul Neruda- parece que tampoco las manolas  se sienten extranjeras. 

Neruda no nos perdonaba con los ojos ni con las palabras, pero se mantenía discretamente a distancia, pues Lorca no nos quitaba la mirada, la atención ni la mano de encima. Parecía habernos tomado bajo su ala. Pidió tres vasos más de sidra. Cuando el mozo trajo la bebida, se puso de pie, alzó su copa y dijo:

-Aunque con ansias de estar entre los míos, me parece que dejo mucho de mí en esta “ciudad bruja que es Buenos Aires. En poco tiempo me hice de hermanos…En cada calle, en cada casa, en cada paseo dejo un pedazo de mi, aunque tal vez me habré de llevar a alguno  de estos hermanos o en pocos  meses vayan donde yo estaré…

Todos alzaron su copa y muchos se pusieron de pie. -No me iré con las manos vacías, no dejaré acá todos los buenos momentos…Mañana el “Conte Biancamano” zarpará… Quien quiera seguirnos tendrá lugar en el buque. España necesita de la buena fe de todos y yo, muchos amigos cerca de mi. Luego nos cruzamos al Hotel Castelar, donde vivía Lorca y se había programado un baile. Aquella noche, encabezados por Lorca, los poetas eran muchos, y al fin pude hacer parte de ese mundito que había llamado mi atención los primeros de mi estadía  en Buenos Aires. Pude al fin conocer a Alfonsina Storni, que debatía a sus anchas entre los poetas; tímida Alfonsina para algunos, sin embargo, se la veía con toda la condescendencia de las hembras que imponen su presencia sin proponérselo. Y  Jorge Luis Borges, que seguramente nunca aprendería  a simular ese aire de estar siempre fuera, como juez y parte, como si observando a los demás pudiese observarse a sí mismo entre ellos. Y el tal Oliverio Girondo, con sus loas a los poemas para ser leídos en el tranvía” y  los hermanos Tuñón, que también prometieron a Lorca abandonar la “ciudad bruja” porque Granada,  España en realidad,  necesitaba muchos brazos para la lucha”.  


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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 “Yo era cronista teatral de un diario de la tarde – contaba César Tiempo-. Me encontré con Roberto Arlt, que venía por la calle Corrientes, sonriendo y hablando solo. Era pasada la medianoche. Entramos a tomar un café en La Terraza y allí nos encontramos dos muchachas, dos actrices muy jóvenes, muy pálidas y muy delgadas que s mal no recuerdo, actuaban en el coro de Mercado de Amor en Argelia. Una se llamaba Helena Zucotti y la otra, María Eva Duarte.

“Nos invitaron a sentarnos a su mesa. Arlt no las conocía, yo sí, pues habían venido a la redacción del diario más de una vez en procura de un poco de publicidad –una gacetilla, un clisé-, cosa tan frecuente en el gremio; Edmundo Guitbourg me había recomendado a  una de ellas. Ya instalados, entre café y café, Arlt se puso a hablar no sé por qué de la ubicación de la estatua de Florencio Sánchez. Le parecía que Garay y Chiclana era el sitio peor elegido del mundo para perpetuar la gloria y la memoria del gran dramaturgo y pedía a gritos que fuera trasladada a la calle Corrientes, frente al teatro Politeama. De pronto, sin quererlo, manoteó bruscamente y volcó la taza de café con leche que estaba tomando la Zucotti sobre el vestido de su compañera. Arlt exageró su consternación y en un gesto teatral se arrodilló ante la anónima actriz pidiéndole perdón. Ésta, sin escucharlo, se puso de pie y corrió hasta el baño a recomponerse. Cuando volvió tuvo un acceso de tos, como una de esas tiernas y dolorosas de Murguer.  Pero sonreía, indulgente.

Me voy a morir pronto –dijo ella sin dejar de sonreír, y Arlt- No te aflijas, pebeta que yo parezco un caballo, y me voy a morir antes que vos. ¿Cuánto querés apostar?

Pero  no apostaron nada. Pero quiero notar este dato curioso: Roberto Arlt falleció el 26 de Julio de 1942. Y Eva Perón, la hermosa actricilla del episodio, murió diez años después, exactamente el 26 de Julio de 1952.” 


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“El centro no es un punto. / Si lo fuera, resultaría fácil acertarlo./ No es ni siquiera la reducción de un punto a su infinito./ El centro es una ausencia, de punto, de infinito y aun de ausencia / y sólo se acierta con ausencia./ Mírame después que te hayas ido, /aunque yo esté recién cuando me vaya./ Ahora el centro me ha enseñado a no estar,/ pero más tarde el centro estará aquí…” –anticipó  Roberto Juarroz en su poema 16, de su Poesía Vertical, haciendo alusión a esto de la relevancia de la presencia del que se ausenta por distintos motivos, la muerte entre otros. 

Este poema  obliga a abrir los ojos,  ir por Buenos Aires y poder  encontrarse con él y con muchos como él, o tantas otras como  él, y una vez descubierto el centro por su ausencia, o esos fantasmas que él mismo llama ‘esenciales’,  encontrar sus historias y a la vez, la historia de La Ciudad. En cada rincón, en cada esquina, en cada plaza. Sus poetas, sus pintores, el común de muchas de sus gentes de los que no se habla en la historia escrita, pero sin duda han dejado su centro o su impronta. No es fácil encontrar el nombre de la pintora Leonié Matthis en galerías de La Ciudad o en libros, ni siquiera en los de historia del Arte. Sin embargo no es difícil vislumbrarla con su atril y sus pinceles, con sus suaves colores y aquella fascinación que en ella ejerció La Ciudad. Leonié nació en Troyes, Francia, en 1883. Fue la primera mujer en ser admitida  en la Escuela de Bellas Artes de París, a la que ingresó en 1904, Léonie Matthis visitó el norte de África donde su paleta adquirió toda la luz; en España conoció al pintor Francisco Villar con quien se casó en La Ciudad, en 1912, vivieron en una quinta de Turdera donde tuvieron nueve hijos y con ellos se lanzó  más adelante, a lomo de burro, a conocer Córdoba,  las Misiones Jesuíticas, la Quebrada de Humahuaca, Potosí.

Sin embargo  es Buenos Aires la que ejerce en ella tal fascinación que la provoca a narrar su historia en esos colores pastel que domina. Leonié amaba la arquitectura. Desde que llegó, La Ciudad, se le fue dando ante  los ojos y el pincel, del lodo y la nada a los grandes proyectos arquitectónicos. Pero su obstinación fue La Ciudad colonial  y aquella de la Revolución de Mayo. Tal vez a causa de la gesta de los jacobinos porteños aunque no había muchos personajes en sus cuadros, solo paisajes urbanos. En “Dama en el balcón”, la ventana domina el frente de la casa colonial, a través de la cortina se percibe una mujer sin rostro y apenas insinúa la arcada de la puerta.

En el año 1919 pintó la fachada de esa casa de la calle Bolívar 440, que pronto cambió su aspecto. Leonié nos la preservó, seguramente intuyó que más adelante tanto la dama como el balcón iban a desaparecer. La Ciudad fue su obstinación cuando el progreso dejó atrás  la Buenos Aires colonial y a la misma Leonié, su paisajista. Un 31 de julio de 1952 dejó de existir. No hubo palabras ni flores para homenajearla porque esa semana todas las flores fueron para Evita. Puede que cuando se lleven a cabo los festejos de los doscientos años de la Revolución de Mayo, que ella  tanto retrató, Leonié Matthise vuelva a ser el centro de la mirada de La Ciudad y al fin Buenos Aires pueda  ofrendarle  aquellas flores que le fueron retaceadas por las circunstancias.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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 “No contentos de ser argentinos de pies a cabezas, estos diablos de gentes nos argentinzarán en un abrir y cerrar de ojos, si les diéramos la ocasión de hacerlo”, nos definió allá por el 1911, Gerorge Clemenceau, en “La Argentina del centenario”, crónicas recopiladas en un solo volumen y escritas para L’Ilustration, de París. Cuando el libro llegó a La Ciudad, muchos se molestaron  Como funcionario y representante en el país, el periodista había regresado a su Francia Natal con un  bagaje de vistos y odios que comentaba irónicamente. De un modo muy francés, o elegante, dejó caer críticas bastante particulares sobre los argentinos. Bien sabido es que muchos, por acá, eran bárbaros y excéntricos, y aún lo son. Hombres de a caballo, rebenque en mano, apropidadores y propagadores no solo de la barbarie de estas tierras, según ellos invadidas por los españoles o ingleses y los indígenas, sino apropiadores y mejores voceros de las culturas foráneas. Aunque tampoco eran costumbres que hubiesen tomado de los inmigrantes. Buena parte de la población, a la que aludía, había estudiado en París por lo tanto ostentaba una educación no muy diferente a la del mismo Clemenceau. Y los que no poseían esa educación, preparaban a sus hijos para que sí pudiesen hacer alarde de ella. De todos modos se mostraban a sí mismos como si en efecto la hubieran recibido. Sin embargo, Clemenceau, en su ironía, pasaba por algo la admiración de los argentinos por los franceses, y muy especialmente, y más aun la que profesaban por los ingleses; sin esa  anglofilia no hubiesen ganado los británicos tantos espacios en los partidos políticos, del conservador al radical alvearista, del socialismo de Justo hasta el comunismo de Codevilla, de los toros Shorton a los caballos pour sang. Mucho padecieron de anglofilia, que los llevaba a traducir a Byron o a Shelly en los ratos que les dejaban sus funciones públicas, amparados por el privilegio de ser publicados sus pacientes trabajos en La Nación, donde hasta el presidente de los ferrocarriles era mencionado como sir William Leguizamón.  En cuanto a los que tenían dificultades económicas que habían nacido al solo amparo del Río de la Plata, eran considerados más extravagantes aún. Viajeros incansables muchos se habían vuelto músicos, poetas, artistas en general, puede que exiliados o autoexiliados, parias todos, nómades que por hambre más que por convicción, difundían las artes en general, y el tango en particular. Tango que de regreso al país,  mostraba esa pátina europea tan necesaria para ser aceptado por todos y, justamente, dentro de los ámbitos en que debía ser aceptado para crecer a la par de La Ciudad,  fusionando músicas, acentos, colores y credos”.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Muchas veces les sucede, de tanto estar viendo pasar la vida no encuentran qué decirse. Nada nuevo bajo el sol, salvo, y a veces, contarse alguna aventura.  En invierno o en verano, y aun en estaciones intermedias,  ocupan el banco de  granito bajo el ciprés.

-Que no son cipreses… -solía decir una-, son araucarias.

-Les digo que es un ciprés…

-Este sí, pero los otros son araucarias.

Y así cada día, como si no hubiera nada más a discutir. Y no lo hay. Podría decirse que las tres son  de una gran belleza, con esa belleza que da la juventud. Aunque una ya no es tan joven, sin embargo, en su intento  de revivir los momentos felices del pasado suele verse  como entonces. Tal vez las ayuda la ropa, y ese semblante  de una blancura sin mácula, casi translúcida. Una de ellas  es de pelo rojizo, con pecas en pómulos y  nariz; la otra, bien podría ostentar canas, sin embargo  mantiene el tono café de su pelo lacio; la tercera, nunca abandona ese mohín de deshacerse los rulos morenos entre  los dedos, aun sabiendo que de inmediato volverán a formarse por efecto de esta histórica humedad de la  Santa María de los Buenos Aires.

Codo a codo y alardeando de lánguida sonrisa, observan el entorno. Se aburren. Solo vuelven a mostrar entusiasmo si en las horas previas, hubieran logrado vivir  una aventura; un inesperado encuentro o la promesa de alguno. Solo así retoman con vigor, y apasionadamente la conversación. De lo vivido, ya han dejado de hablar. El pasado y el presente, cada día, son al mismo tiempo.

Sin embargo, no resignan su ilusión, y en esa búsqueda del amor perdido, cada tanto, cautivan a cualquier desprevenido. Turista o no. Si bien en la ciudad, y por esas callecitas en particular, el turismo alcanza niveles insospechados, las muchachas no reparan en la nacionalidad o características de su presa. Ni se dejan deslumbrar por  las cámaras de fotos. Nada de eso las perturba, a pesar de  los que pasan, toman fotos y se van. Extranjeros, de otra tierra o de otro cielo, extraños siempre. Da igual si son rubios o morenos, de ojos celestes o verdes, negros o  achinados, alegres algunos otros oscuros,  dicharacheros  y sobre  todo inquietos, tanto que en el apuro  miran todo sin ver nada. Mucho menos las ven a ellas. Aunque puede que, sin saber,  las hubieran guardado en sus cámaras digitales,  y solo las reconocerán como parte del paisaje, y lamentarán haberlas perdido, ya en la intimidad de sus hogares en  Japón, Francia, Kuala Lumpur o por qué no Barrancas de Belgrano, Barrio Norte o La Boca.

Pero volviendo a ellas, se aburren.  Especialmente  se aburren cuando nadie las ve. La indiferencia las hace sentir transparentes, incorpóreas.  Sensación que aunque no las perturba cada día, la sufren con frecuencia. Claro que no es así cuando sus hombres  las buscan. Aparecen de pronto y, sin decir palabra, las toman de la mano y se pierden con ellas en esa penumbra conque los cipreses, y las araucarias,  ensombrecen las veredas y los muros. Pero cuando sus hombres, los de antaño, los de siempre, demoran en aparecer las muchachas, sin enojo ni deseos de venganza,  se arriman a uno de los tantos que  deambulan por ahí y les ofrecen  compañía.

Probablemente perciban o crean percibir, en esos desconocidos, una tristeza similar a la propia, la soledad de un amor perdido. Y, sabido es que, como dice la canción, Plaisir d'amour ne dure qu'un moment. Chagrin d'amour dure toute la vie. Claro que  las muchachas desconocen esas palabras y su melodía, además, saben que las penas de amor duran mucho más que toda la vida. En ese deambular por los alrededores, comprueban  que sus penas de amor permanecen intactas. Y se aburren, es que sufrir aburre y quita las ganas de vivir  hasta  la eternidad.

Y pueden dar fe de ello cuando al fin se les presenta aquel amor perdido o lejano. Cuando lo ven aparecer recuperan su integridad, se redondean, se vuelven asibles, palpables, perfumadas. Plenas. Tan rebosantes de amor como solían verse en los espejos. Ahora, añoran los espejos.  No las reflejen. Es que la pena y la soledad borran los espejos, o nos borran de ellos. A penas y a veces  se ven reflejadas en esos charcos que después de la tormenta anidan en las losetas del piso. Solo allí se reconocen, en  esos  pedacitos de cielo empozados en los charcos.

Las tres van y vienen. A veces, codo a codo y en ocasiones, cada una por su lado, van eligiendo callecitas no tan sombrías. Se fastidian por encontrarse todo el tiempo y a cada paso, la una con la otra, en ese mundo tan pequeño. Mundo pequeño que, no obstante, guarda  infinitos amores y desamores. Resquemores y traiciones. Pero es verdad que  nunca están solas. Su  soledad las acompaña. Es su compañera más leal. Sin embargo, son tantos yendo y viniendo por los alrededores pero andan todos a su aire.

A veces, la del pelo colorado y las pecas sonríe porque cree ver a Francisco, caminando hacia ella, enfundado en su chaqueta de paño con esa doble hilera de botones que, alguna vez reforzó mientras él le murmuraba palabras de amor  y prometía no irse nunca de su lado; pero la sonrisa se le apaga pronto pues nota que  Francisco, se cubre la oreja con la mano como si quisiera escuchar mejor, o como si quisiera dejar de escuchar, puede que aquel estruendo o intentando alejarse  del arrullo del mar.

El mar, siempre el mar, murmura la de pelo lacio. El mismo mar de Mariano. O el mismo río. De vez en cuando, Mariano se le aparece y le  murmura palabras de amor que ella no alcanza a escuchar porque el mar abre sus fauces como un tigre y lo devora una y otra vez.

En cuanto a la de pelo ensortijado…también suele cruzarse con su gran amor sin embargo, la escena se repite, él toma de la mano a otra y se aleja; muy de vez en cuando va por ella. Pero esto ya no le entristece. Solo la perturba el temor  a despertar y ese miedo es porque  le ha sucedido y no quisiera volver a despertar y encontrarse de nuevo con la verdad. Ya no es necesario dormir tampoco cerrar los ojos por tanto, es imposible despertar. Solo quiere deambular, y esperar  que su amor renazca de las cenizas, entre  los transeúntes solitarios y correr el riesgo de encontrarse de nuevo con el hombre equivocado.

Así van las tres, confundiéndolo todo, con  la carga de su pasado,  sus ansias de presente y, por qué no de un futuro inmediato, sin olvidar que el futuro es cada día este día, el siguiente y así sucesivamente. Sin embargo, no siempre  se confunden. Por ejemplo, no hubo error la última tarde en que Francisco se acercó con la chaqueta abierta, la gorra un poco de lado y aquel gesto habitual de la mano sobre la oreja, sin olvidar pero caminando por aguas tranquilas. Él nunca duda, simplemente la toma de la mano y camina hacia la sombras o por lo menos hacia los rincones en los que el sol no cae tan a pique. La ternura de ese beso le permite comprobar que todavía resulta cotidiana para él. Como si el tiempo no se hubiese detenido. Pero lo de la refutación del tiempo no es una  inquietud. Ningún encuentro es fortuito, sino cotidiano y  probable, con esa cierta probabilidad de los encuentros y desencuentros habituales en Buenos Aires.

-Dan poca sombra.

-¿Las araucarias?

-No. Los cipreses.

-Eso les  digo…

-¿A quién dices qué?

-Lo de la sombra y los cipreses...

-Pero no hay con quién hablar...

-No creas, siempre alguien pasa o se me sienta cerca.

-No sé, mi linda, es mejor cerca del río.

-¿Acaso quieres que vaya con vos, Francisco? Vamos entonces.

Francisco no responde. Con él las palabras caen aisladas, imprecisas como los  pensamientos. Puede que así le lleguen,  pues no abandona  esa costumbre de la mano sobre la oreja como intentado  recuperar el oído o como si pretendiera olvidar el último cañoneo. La besa de nuevo y se aleja por las mismas quietas. Dejándola con palabras sueltas como única promesa.

En una ocasión debatiendo estas cuestiones, las  tres muchachas coincidieron en que ninguna despedida es necesaria si se sabe que se regresará. Así son las cosas.

Con Mariano es igual, coincide la del pelo liso, solo que como es sabido, Mariano ha nacido con el don de la palabra. Salvo si escribe. Sin embargo,  con él o pensando en él, es más significativo  lo no dicho que  lo conversado. Siempre fue así, alcanza  con  lo que comparten viéndose a los ojos. Igual que en una partitura musical,  en la que los silencios y las pausas armonizan una melodía, entre ellos,  las pausas y los silencios armonizan opiniones. Aparece, y al contrario de  Francisco, el andar de Mariano es por  aguas turbulentas. No ha logrado superar el nerviosismo propio ni el de su entorno.  Pobre amor, se dice la muchacha viéndolo irse, una vez más. Pobre amor, se dice Mariano mientras la va dejando atrás y, esbozando un gesto de –ya vuelvo-,  desaparece por la misma callecita que había desaparecido Francisco, como con rumbo al Río de la Plata. Siempre yéndose y llegando pero nunca tanto. Ellas, las dos muchachas, vuelven a compartir  el banco de frío granito y ven que se alejan por un rato, o por siempre.  Quién sabe, se dicen la una a la otra con solo la mirada y un leve alzar de hombros.

Con la de pelo ensortijado y don Hipólito, no es tan así. Los une un amor ligero como esas  mariposas que sobrevuelan las flores algo mustias. Los une la traición, una traición que pesa como lápida. En casos así, cuando el amor no alcanza el resquemor  humilla y aplasta de ese modo, igual a una lápida de mármol del blanco más puro. El resentimiento hacia su madre y hacia don Hipólito, aun la inquieta: engañada por ellos, y quién sabe qué más. No, la muchacha nunca logrará librarse del peso de la traición. Y ahora, él se le aparece  así, alardeando de su amor distante, con esos  aires de “yo no fui” o de “no es lo que parece”, como oyeron decir  a alguien que una tarde pasó cerquita de ellas. Y claro que no es lo que parece. Pocas veces lo es. Don Hipólito se aleja de nuevo inmerso en las sombras, por detrás de Mariano y Francisco. Nada es lo que parece, y ninguno es igual al otro, apenas  son semejantes en eso de llegar y de partir sin aviso.

La paz de los sepulcros nunca alcanza. Por eso las muchachas que solo son semejantes en esto de quedarse y esperar, suelen confundirlos con otros que también llegan y se van. Los envuelven con sus mohines, los enamoran, los acompañan por unas cuadras. Los hechizan. Se les entregan con el alma aun sabiendo que, con ese primitivo miedo de los hombres ante cierto tipo de mujeres, apenas logren atravesar el portal, ninguno regresará. O muy pocos.

No obstante, cada tanto, las tres se animan a ir más allá, cómo no habrían de animarse si son mujeres. Sin embargo,  al llegar al pie de la escalera el desagradable encontronazo con las estridencias callejeras, los autos, los turistas, en fin, con toda esa  realidad por fuera,  les provoca tantos reparos como a esos hombres que pasan y que, a pesar del deslumbramiento, temen quedar atrapados en esa otra realidad de callecitas grises en las que  solo se oye el canto de unos pájaros y el ulular del viento invernal o la brisa veraniega. Saben que, si antes de atravesar el portal, se despiden ya no volverán. Solo conceden la gentileza del adiós. Esperan el día en que aparezca quien quiera quedarse un rato más, que no las recele ni se despida, que se aleje ese día pero deseando regresar por ellas.

Regresan a su sitio. Comparten decepciones en silencio, mientras acarician las piedritas de colores amuradas al banco de granito bajo el ciprés. Y  las araucarias. Otean desde el entorno más cercano hasta el horizonte. Suspiran. Se aburren.  El día es eterno y aun la noche.

-¡Miren!-dice una de las muchachas, y observan  a la mujer que lleva tres rosas blancas.

Frescas y perfumadas rosas que huelen a damascos. Camina decidida, parece conocer el lugar. La siguen. O  van tras el perfume. La acompañan. La rodean. No saben si la desconocida repara en ellas, pero sonríe. Sonríen. Se sonríen. Ella simplemente deja  una rosa en la puerta enrejada de los Moreno-Balcarce. Sonríe. Se sonríen. De inmediato, retoma el camino hacia la izquierda, por la calle ancha hasta la próxima avenida,  y baja hasta lo de los Cambaceres. Deja otro pimpollo en el umbral y  a pesar del candado, apenas la toca la reja parece abrirse.  La  paloma que arrulla en  el dintel la obliga a mirar hacia arriba. Se  estremece. Sonríe. Sonríen. Van hasta el boulevard central, donde los Brown,  allí  deja la tercera rosa. Se sienta en el banco de enfrente. Sonríe.

Sonríen. La rodean. Se acomodan la ropa al vuelo y se sientan al lado de ella, o alrededor según se vea. La desconocida, se sienta como Buda y pone en su regazo un block de papel cuadriculado. Lápiz en mano, mira unos instantes hacia la copa de los árboles que se mecen. Verdad –escribe-. No son cipreses son araucarias.

Entonces, solo entonces, las tres repiten a coro: Lo dicho. Son  araucarias y un  ciprés. Sonríen en silencio. Un  silencio que apenas interrumpe el ulular de la brisa entre las ramas. Por encima  del hombro de la mujer, curiosean el cúmulo de palabras que  ha escrito de un tirón y se reconocen en  los cuadritos del papel. Sonríen. Husmean  el aire que aún huele a  rosas. La desconocida, que ya no lo parece tanto, guarda el block en su bolso. Contempla el entorno. Sonríe. Se sonríen. El sol, se repliega por detrás de las torres y los árboles. Cuando parece que ha caído definitivamente por detrás de los muros, al final de la calle, la extraña abandona el banco y camina hacia la entrada, o la salida, según se mire o se vea.

Caminan codo a codo, la acarician con el roce de sus vestidos sin mácula. La acompañan hasta el hall. Ahí se detienen. La ven atravesar el hall  y el portal, bajar cansinamente la escalera y desaparecer entre la gente. Sonríen, alzan los hombros y sonríen. -Nos dejó flores, se llevó nuestros nombres escritos y se fue sin despedirnos-, se susurran al mismo tiempo que cada una se dispersa a su aire, seguras de encontrarse en cualquier momento. En efecto, pronto regresan al banco con su flor en la mano. Pero apenas en un suspiro vuelve a anochecer. Cada una huele su rosa. Muchas veces les sucede, de tanto estar viendo pasar la vida ya no tienen qué decirse. Nunca nada nuevo bajo el sol, salvo, y a veces, alguna que otra aventura: -Volverá… -corean sin mirarse-. En cualquier momento volverá.

A los pocos días la vieron aparecer por el boulevard.  No trae block no escribe. Tampoco podría decirse que sonríe. Sin embargo, ahí está, sentada como una más, como una de nosotras.

La gente es mucha y si bien mantienen cierto silencio  respetuoso, los turistas son molestos. Mira unos gatos sucios que nunca había visto. De dónde habrán salido estos desgreñados. Hoy todo parece  feo,  desangelado. 

Esta gris como el día, ni flores trajo. No toda tristeza es eterna, la que trae parece que recién comienza o,  tal vez, carga con una de esas tristezas que vienen de muy atrás, de muy lejos. Una tristeza ajena. Por nosotras no será...Puede que algún amor contrariado. Se aburre.  En realidad la gris, es la tarde. Destemplada. No fría, apenas fresca pero con esa calma que precede a la tempestad. Se miran. Se sonríen.

Se alejan un poco. ¿Quién va? Las tres salen disparadas con la brisa. Atraviesan el damero del hall central,  la escalinata y la vereda hasta llegar al puesto de flores. Mientras una agita las ramas del árbol para distraer al vendedor de flores, las otras le roban cuatro rosas. De nuevo inmersas en la  brisa, regresan al banco. La desconocida sigue observando al gato desangelado. Dejan las flores en el banco. Un fuerte olor a rosas llama la atención de la reincidente que deja de mirar al gato y descubre a la mano, cuatro rosas blancas.  Mira a su alrededor y sin comprender, o empezando a comprender, toma las flores y camina. Sonríe. Sonríen. La brisa del anochecer alborota de nuevo a las muchachas por esas callecitas  estrechas que, una vez más, huelen a damascos, y a lluvia. Se encienden las farolas.  Apura el paso. En lo de los Moreno-Balcarce, pasa una rosa por la reja, no sin antes  prender un cartoncito blanco donde se lee: “A María Guadalupe”; corre, en realidad corren todas, en lo de los Cambaceres,  queda otra rosa con su cartoncito: “A Rufina”; apuran el paso por la calle central y deja otra rosa en el mausoleo de los Brown, con su correspondiente recordatorio: “A Eliza”. Sonríe. Sonríen. Se alborota el aire y los velos. El viento y la lluvia se desatan levantando papeles y sacudiendo las hojas de los árboles.

Regresan al banco bajo el ciprés, y las araucarias. La lluvia no inquieta. Cada una se ha puesto en el pelo la rosa blanca, después de quitar el cartoncito. Suspiran.  Muchas veces sucede, de tanto estar ahí viendo pasar la vida, no les queda mucho por decir. Salvo, compartir algún encuentro y la promesa de otro. Cuchichean con entusiasmo. En cuanto a la desconocida, sin despedirse va ligera por la alameda y cruza el hall. Apenas atraviesa el damero lustroso, el portal del cementerio de la Recoleta se  cierra rozándole la espalda.  Llueve. Baja rápido la escalera y, casi sin aliento se queda sin palabras cuando el vendedor de flores la increpa alzando en su nariz el dedo de acusar:

 -Alguien me robó unas igualitas; ¿de dónde la sacó, hoy no me compró ninguna?

Solo entonces reparo en la rosa blanca que asomaba del bolso. Sin comprender o empezando a comprender, voy por aguas tranquilas hasta La Biela.  Entro, me  siento mirando hacia la ventana. Dejo la rosa sobre la mesa, abro el block de hojas cuadriculadas y escribo una de fantasmas. Una más. A veces sucede.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bibliografía  

“Buenos Aires”, Horacio Vázquez Rial, Ediciones Destino, Barcelona, 1988

“Antología de Raúl González Tuñón”, Héctor Yánover

“La Baronesa del Tango”, Silvia Miguens, Editorial Sudamericana, 2006

“La Plaza San Martín”; Bonifacio del Carril, Emecé, Buenos Aires, 1988

“Buenos Aires, La Ciudad secreta”; Germinal Nogués, Editorial Sudamericana, 2003

“Lupe”, Silvia Miguens, Editorial Tusquets, Buenos Aires, 1997

“El Lenguaje de Buenos Aires”, Borges-Clemente, Buenos Aires, Emecé, 1963

“Ana y el virrey”, Silvia Miguens, Editorial Sudamericana, 2000

“Poesía Vertical Antología Esencial”, Roberto Juarroz, Emecé, 2001

“La Manga”, Raúl Scalabrini Ortiz, Librería Histórica, 2003